UNO
Entre los que esperaban delante de la fortaleza
había una colegiala con uniforme marrón y amarillo; llevaba un edredón verde
de cuya presilla colgaba una bolsa de agua caliente de color rojo. Por allí
solían pasar algunos autobuses y los pasajeros que se asomaban habrán notado
la presencia de una colegiala. Fíjate, una colegiala: debe de tener a alguien
dentro. De cualquier manera, ¿quién es esa gente? Incluso desde lo alto de un
autobús, que avanzaba a bandazos cuando el semáforo se ponía verde, el grupo
que esperaba no debía de parecerse a los visitantes habituales de la cárcel,
pasivos y humildes alrededor de la cuesta del terreno de césped municipal.
La colegiala no estaba en primera fila frente a las
puertas de la prisión ni tampoco muy atrás. Había varios jóvenes con suéters de
cuello vuelto y veldskoen, hombres con trajes de calle, llevados
distraídamente a la manera de una piel exterior, un anciano con su cabeza de
seda blanca echada hacia atrás, mujeres encojidas en sus pantalones y trencas,
una con falda larga y chal de ganchillo, dos con elegantes trajes de tweed,
joyas de oro y gafas de sol que no usaban como disfraz sino como afirmación de
su indiferencia a la atención que despertaban. Todos permanecían ordenadamente
delante de las puertas, más invasores que suplicantes. Todos llevaban paquetes
y bolsas. Las voces de las mujeres eran claras y enérgicas ante el edificio
público, el hombre de cabellera canosa apoyó los brazos en los hombros de dos
jóvenes para sostener una conversación privada, una mujer alta y rubia se
movía en el interior del grupo con persistente decisión. Fue ella quien tomó
prestado el bastón con empuñadura de asta del anciano para golpear la puerta
cuando pasaron las tres y seguían allí esperando.
Como no obtuvo respuesta se quitó una sandalia de
tacón alto e insistió con ella en la otra mano. Nadie estaba de humor para reír
pero se produjo una ola de movimientos y se oyeron voces aprobatorias. La
colegiala empujó con el resto, volviendo la cabeza en el atrevido incentivo con
que las miradas vinculaban a todos. Una portezuela con mirilla dentro de las
grandes puertas dobles dejó ver unos ojos debajo de una gorra con visera. La
cara de la rubia estaba tan próxima a la puerta que el carcelero retrocedió y
en un instante se reafirmó, pero tal como un arma de feria de atracciones
encuentra su diana, ella había ganado la partida.
— Exijo hablar con el comandante... Nos dijeron que
podíamos entregar ropa para los detenidos entre las tres y las cuatro.
Llevamos aquí veinticinco minutos, casi todos debemos volver a nuestros
trabajos.
Se entabló una discusión. Llegó un hombre con
cartera y todo el grupo le abrió paso hasta el frente; le permitieron pasar por
otra puerta interior al gran portal y después, uno por uno, hombres y mujeres
entregaron sus bultos a través de esa puerta salpicada de manchas oscuras que
eran las figuras de los carceleros. La colegiala fue animada a adelantar cuando
los demás le cedieron el paso; aquel día se encontraba entre ellos la hija de
Lionel Burger, catorce años de edad, con un edredón y una bolsa de agua
caliente para su madre.
Rosa Burger —de unos catorce años en aquella época,
aguardando ante la cárcel con una túnica marrón encima de una camisa amarilla
y un jersey marrón con rayas amarillas bordeando el escote en pico— era menuda
para su edad, tenía las piernas en forma de botella (primer equipo de hockey) y
la cintura diminuta. El pelo no estaba recién lavado y el cartílago de la punta
de sus orejas quebraba la mata lacia y oscura, sugiriendo que las orejas eran
prominentes aunque las llevaba escondidas. A partir de la raya al lado había
un mechón que seguía una dirección contraria al resto y se había desteñido
ligeramente debido al contacto con los productos químicos de la piscina de la
escuela (segundo equipo de natación) y a la exposición al sol. De perfil era
más bonita que de frente; el contorno ceroso que suele tener la gente de piel
aceitunada, con la concavidad de los ojos marcada por la franja oscura y
brillante de la ceja y el trazo abrupto de las pestañas, borroso en los
extremos como antenas de mariposas nocturnas. Cuando la chica se volvía,
aparecían muchas cosas decepcionantes: la mandíbula (mascaba una tableta de
manteca de cacahuete que alguien le ofreció) pesada para un mentón pequeño, las
ventanillas de la nariz que retrocedían bruscamente, las marcas de espinillas
semicuradas y pellizcadas alrededor de la gran boca blanda que se abarquillaba
y fruncía, vacilaba y se afirmaba cuando le dirigían la palabra y respondía,
una boca idéntica a la de su padre. Pero sus ojos eran claros, de un gris
descolorido, en cierto ángulo tan acuosos que la convexidad del gris parecía
transparente bajo la luz de la tarde invernal. Nada semejantes a los ojos
pardos de él, con la línea vertical de preocupación entre ellos, conjunto que
dibujaba una mirada irresistible en las fotos de prensa. El marrón y amarillo
del uniforme escolar no iba con su tez, aun teniendo en cuenta que
probablemente no había dormido bien la noche anterior y que con las prisas de
llegar a casa desde la escuela y de allí a la cárcel no había tenido tiempo de
comer.
Rosemarie Burger, según el informe de la directora
una de las alumnas más prometedoras de los años superiores pese a las desventajas
—por así decirlo— de sus antecedentes familiares, la mañana siguiente a la
detención de su madre fue a la escuela como cualquier otro día. Pidió permiso
para ver a la directora y solicitó que le permitieran volver temprano a casa
con el propósito de llevarle algunas comodidades a su madre. Su estilo
realista y reservado volvió innecesario que nadie tuviera que decir nada, nada
que significara condolencias... de hecho lo impidió, ahorrando así toda
torpeza. Evidenciaba una «notable madurez»; esto al menos, sin ser específico,
podía decirse en el informe. Sus compañeras de clase parecían ignorar lo que
había ocurrido. No leían los periódicos matutinos, no escuchaban las noticias
por la radio, ni tenían conciencia de la política como algo más concretamente
afectivo que un pesado tema de conversación adulta, junto con el mercado de
valores o los problemas ginecológicos. Después de un día o dos, en algunos
casos de semanas, la reiteración del apellido de su condiscípula en relación
con su madre en las pancartas de manifestantes callejeros contra la prisión
preventiva, y las observaciones de sus padres señalando el parentesco —¿la
hija no está en tu clase?—, hicieron que sus circunstancias fueran conocidas y
aceptadas en la escuela. Le otorgaban el tipo de privilegios compasivos adecuados
para las crisis de enfermedad o divorcio en un hogar, únicos riesgos que
conocían las chicas. Las otras monitoras como ella se dividían entre sí su
parte del patio y otras obligaciones. Su mejor amiga (a quien le había contado
el arresto y detención el primer día) dijo que si quería iría a quedarse con
ella en su casa, probablemente sin haber consultado a sus propios padres. Era
una escuela privada para niñas blancas de lengua inglesa, que inocentemente
expresaban su solidaridad de la única forma que conocían: malditos bóers,
condenados holandeses, asquerosos afrikaners... ocurrírseles encerrar a tu
madre. Como si alguna vez hubiera hecho algo malo...
No se les ocurría que el apellido era, en realidad,
afrikaner.
“Entre nosotros había una chica de trece
o catorce años, todavía una colegiala, la hija de Lionel Burger. Era un
riguroso día invernal. Llevaba mantas e incluso una bolsa de agua caliente
para su madre. Habían dicho a los parientes de los detenidos en una brutal
redada que podían llevar ropa, etc. a la cárcel. No estábamos autorizados a
llevar libros ni comida. La pequeña Rosa Burger sabía que su madre, esa mujer
valiente y cariñosa, estaba en tratamiento médico. La chica tenía los ojos
secos y estaba serena; de hecho fue para todos nosotros un ejemplo de cómo
debía comportarse la familia de un detenido. Ya había asumido el rol de su
madre en la casa, proporcionando amoroso apoyo a su padre, al que en breve
también detendrían. Aquel día él había dado prioridad a la situación de otros
antes que a la suya, infatigablemente atareado desde que se habían llevado a
su mujer a primeras horas de la mañana, yendo de comisaría en comisaría,
tratando de enterarse dónde retenían a los miembros de familias africanas desvalidas.
Pero sabía que podía contar con su hija colegiala en esa familia totalmente
unida y consagrada a la lucha.”
Cuando me vieron en el exterior de la
cárcel, ¿qué vieron?
Nunca lo sabré. Está todo mezclado. Vi —veo— ese perfil en un espejo
sostenido por la mano, orientado hacia otro espejo; sé cómo sobreviví, no
desdichada, aunque no muy estimada entonces, en un tácito reconocimiento de
que era superior, yo y mi familia, en esta escuela; entiendo la blanda
grandilocuencia de las memorias mal escritas por los fíeles; buena gente a
pesar de la beatería.
Supongo que tenía conciencia de que la gente común y corriente podía
bajar la vista desde un autobús y verme. Algunos con admiración, sabiendo de
quiénes éramos parientes y amigos —incluso la hija de alguien, mira, una cría
que todavía va a la escuela— y sabiendo por qué estábamos allí. Flora Donaldson
y las demás hablaban en voz alta, al igual que haría otro tipo de mujer en un
restaurante caro y, aunque en circunstancias muy distintas, por la misma
razón: para demostrar confianza en sí mismas y una personalidad naturalmente
dominante de un entorno, destinada a impresionar o intimidar. Extraigo esta
analogía ahora, no entonces; es imposible tamizar lo que he aprendido, sentido,
pensado, la presencia subjetiva de la colegiala. Es una desconocida acerca de
la cual algunos datos me son conocidos, eso es todo. Éramos conscientes de
nosotros mismos y de la gente que nos pertenecía al otro lado de las puertas
enormes, anchas y tachonadas, de un modo que los transeúntes no comprenderían y
que nosotros hacíamos valer, emitíamos... Wally Atkinson, que no tenía a nadie
dentro pero había estado detenido muchas veces, fue a izar el estandarte de su
cabellera blanca entre nosotros, Ivy Terblanche y su hija Gloria, tejiendo
decididamente para el bebé de Gloria mientras esperaba entregar pijamas y jabón
para maridos que también eran padre y yerno, Mark Liebowitz pasando el peso de
su cuerpo de un pie al otro con el aire de nervioso regocijo con que encaraba
las crisis, Bridget —Bridget Sulzer antes Watkins antes Brodkin, nacida
O'Brien— golpeando las puertas de la cárcel con el tacón de una sandalia
multicolor en la que se despellejaba el gastado cuero verde, su erótico pie de
alto empeine con las uñas pintadas, descalzo a pesar del frío. Incluso las dos
mujeres que según creo no conocía, las elegantemente ataviadas y que no tenían
nada que ver (Aletta Gous atraía la amistad de mujeres ricas y liberales cuyos
maridos, en aquellos tiempos, les permitían correr el riesgo a modo de
indulgencia) se habían apartado de su medio en el extraño despertar de los
perseguidos. Una de ellas había hecho que su cocinera preparara un pan
especial de germen de trigo (Aletta siempre fue una fanática con la comida) y
discutió despóticamente cuando el carcelero se negó a dejarlo pasar; lo recuerdo
porque se lo dio a Ivy —la rara ocasión volvía posibles tales pretensiones de
repentina amistad—, que cortó un trozo de corteza para que yo lo probara
cuando me llevó a casa en coche.
Estaba en mi sitio, a las puertas de la cárcel; hacía varias semanas
que mis padres esperaban que los detuvieran. Por supuesto, cuando ocurrió y se
llevaron a mi madre, la realidad debió de ser diferente a la aceptación
anticipada; es imposible dominar todos los temores y las pérdidas con
antelación. Siempre hay fuentes de desolación que no se toman en consideración
porque nadie sabe cuáles serán. Yo sabía que mi madre, adentro, sabría, cuando
recibiera las cosas que le llevaba, que yo había estado afuera; estábamos
conectadas. Flora pretendió abrazarme para protegerme del frío, pero yo no
necesitaba para nada su exaltación emocional. Dijo algo sobre «las chicas» que
estaban dentro, y mi madre era una de ellas. Flora era una adulta que me hacía
sentir mayor que ella.
Yo conocía a casi toda la gente que me rodeaba y no necesitaba
mirarlos para verlos tal como los conocía: igual que el camino a casa, con la
aparición de una señal en cierta curva. Lo que veo es aquella puerta: la enorme
puerta verde debajo de la arcada de piedra, con un bulto en forma de cuello de
ganso apuntado hacia abajo, semejante a una gárgola. La minúscula ventanilla
por donde aparecerán los ojos del carcelero podría ser una puerta para gatos
si fuera más baja. Hay tachones de hierro con martillazos que labran facetas
bajo la luz clara, como un anillo torneado. Veo estas cosas una y otra vez
mientras espero. Pero la verdadera conciencia está centrada en la parte
inferior de mi pelvis, en el dolor plomizo, interminable, oprimente. ¿Puede
alguien describir la peculiar concentración feroz de las fuerzas corporales en
la menstruación de la temprana pubertad? La sangría comenzó inmediatamente
después de que mi padre me hizo volver a la cama una vez que se llevaron a mi
madre. Ningún dolor; sólo la humedad que comprobé con el dedo y que verifiqué
encendiendo la luz: sí, sangre. Pero a las puertas de la prisión el panorama
interno de mi cuerpo misterioso me vuelve del revés, siendo que en aquel lugar
público, en aquella ocasión pública (todos los arrestos de la redada al
amanecer habían aparecido en los periódicos, pusieron a la venta una edición
especial, con los nombres de los que se sabía habían sido detenidos, incluido
el de mi madre), estoy en esa crisis mensual de destrucción, la purga, el
desgarramiento, el drenaje de mi propio organismo. Yo soy minutero y hace un
año no sabía —físicamente— que lo tenía.
Mientras me veo alternativamente sumergida por debajo y arrojada por
encima del umbral del dolor, soy consciente del lazo de goma moldeada del que
cuelga la bolsa de agua caliente de mi dedo, y del edredón que aprieto contra
mi vientre, mi viejo edredón de tafetán verde que la abuela Burger me regaló cuando
yo no tenía edad suficiente para recordarla; mi padre pensó que el de la cama
de matrimonio de mi madre era demasiado grande y hermoso para permitir que se
estropeara en la cárcel. La bolsa de agua caliente es idea mía. Mi madre jamás
usó ninguna bolsa; así —mientras preparaba el artilugio la imaginé
descubriéndolo al instante— comprendería que debía existir una razón muy
especial para que se la enviaran. Entre la arandela de goma negra y la base del
tapón de rosca he deslizado un trozo de papel delgado. Cuando llegó el momento
de escribir el mensaje noté que no sabía cómo dirigirme a ella excepto como lo
hacía en las cartas que le escribía cuando pasaba las vacaciones afuera.
"Querida mamá, espero que estés bien." Este tono inocentemente inoportuno se convertiría
en un vehículo perfecto para la cuestión importante que yo necesitaba
transmitirle. "Papá y yo estamos muy bien y nos ocupamos de todo. Recuerdos de
los dos." Ella sabría de inmediato que le estaba diciendo que no se habían
llevado a mi padre desde su arresto.
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