lunes, 2 de enero de 2012

LA HIJA DE BURGER (Nadine Gordimer)


UNO

Entre los que esperaban delante de la fortaleza había una cole­giala con uniforme marrón y amarillo; llevaba un edredón verde de cuya presilla colgaba una bolsa de agua caliente de color rojo. Por allí solían pasar algunos autobuses y los pasajeros que se aso­maban habrán notado la presencia de una colegiala. Fíjate, una colegiala: debe de tener a alguien dentro. De cualquier manera, ¿quién es esa gente? Incluso desde lo alto de un autobús, que avanzaba a bandazos cuando el semáforo se ponía verde, el grupo que esperaba no debía de parecerse a los visitantes habituales de la cárcel, pasivos y humildes alrededor de la cuesta del terreno de césped municipal.

La colegiala no estaba en primera fila frente a las puertas de la prisión ni tampoco muy atrás. Había varios jóvenes con suéters de cuello vuelto y veldskoen, hombres con trajes de calle, lleva­dos distraídamente a la manera de una piel exterior, un anciano con su cabeza de seda blanca echada hacia atrás, mujeres encojidas en sus pantalones y trencas, una con falda larga y chal de gan­chillo, dos con elegantes trajes de tweed, joyas de oro y gafas de sol que no usaban como disfraz sino como afirmación de su indi­ferencia a la atención que despertaban. Todos permanecían orde­nadamente delante de las puertas, más invasores que suplicantes. Todos llevaban paquetes y bolsas. Las voces de las mujeres eran claras y enérgicas ante el edificio público, el hombre de cabellera canosa apoyó los brazos en los hombros de dos jóvenes para soste­ner una conversación privada, una mujer alta y rubia se movía en el interior del grupo con persistente decisión. Fue ella quien tomó prestado el bastón con empuñadura de asta del anciano para gol­pear la puerta cuando pasaron las tres y seguían allí esperando.

Como no obtuvo respuesta se quitó una sandalia de tacón alto e insistió con ella en la otra mano. Nadie estaba de humor para reír pero se produjo una ola de movimientos y se oyeron voces aprobatorias. La colegiala empujó con el resto, volviendo la cabeza en el atrevido incentivo con que las miradas vinculaban a todos. Una portezuela con mirilla dentro de las grandes puertas dobles dejó ver unos ojos debajo de una gorra con visera. La cara de la rubia estaba tan próxima a la puerta que el carcelero retrocedió y en un instante se reafirmó, pero tal como un arma de feria de atraccio­nes encuentra su diana, ella había ganado la partida.

— Exijo hablar con el comandante... Nos dijeron que podía­mos entregar ropa para los detenidos entre las tres y las cuatro. Llevamos aquí veinticinco minutos, casi todos debemos volver a nuestros trabajos.

Se entabló una discusión. Llegó un hombre con cartera y todo el grupo le abrió paso hasta el frente; le permitieron pasar por otra puerta interior al gran portal y después, uno por uno, hom­bres y mujeres entregaron sus bultos a través de esa puerta salpica­da de manchas oscuras que eran las figuras de los carceleros. La colegiala fue animada a adelantar cuando los demás le cedieron el paso; aquel día se encontraba entre ellos la hija de Lionel Burger, catorce años de edad, con un edredón y una bolsa de agua caliente para su madre.

Rosa Burger —de unos catorce años en aquella época, aguar­dando ante la cárcel con una túnica marrón encima de una camisa amarilla y un jersey marrón con rayas amarillas bordeando el esco­te en pico— era menuda para su edad, tenía las piernas en forma de botella (primer equipo de hockey) y la cintura diminuta. El pelo no estaba recién lavado y el cartílago de la punta de sus orejas quebraba la mata lacia y oscura, sugiriendo que las orejas eran prominentes aunque las llevaba escondidas. A partir de la ra­ya al lado había un mechón que seguía una dirección contraria al resto y se había desteñido ligeramente debido al contacto con los productos químicos de la piscina de la escuela (segundo equipo de natación) y a la exposición al sol. De perfil era más bonita que de frente; el contorno ceroso que suele tener la gente de piel acei­tunada, con la concavidad de los ojos marcada por la franja oscura y brillante de la ceja y el trazo abrupto de las pestañas, borroso en los extremos como antenas de mariposas nocturnas. Cuando la chica se volvía, aparecían muchas cosas decepcionantes: la mandí­bula (mascaba una tableta de manteca de cacahuete que alguien le ofreció) pesada para un mentón pequeño, las ventanillas de la nariz que retrocedían bruscamente, las marcas de espinillas semicuradas y pellizcadas alrededor de la gran boca blanda que se abarquillaba y fruncía, vacilaba y se afirmaba cuando le dirigían la palabra y respondía, una boca idéntica a la de su padre. Pero sus ojos eran claros, de un gris descolorido, en cierto ángulo tan acuosos que la convexidad del gris parecía transparente bajo la luz de la tarde invernal. Nada semejantes a los ojos pardos de él, con la línea vertical de preocupación entre ellos, conjunto que dibuja­ba una mirada irresistible en las fotos de prensa. El marrón y ama­rillo del uniforme escolar no iba con su tez, aun teniendo en cuenta que probablemente no había dormido bien la noche ante­rior y que con las prisas de llegar a casa desde la escuela y de allí a la cárcel no había tenido tiempo de comer.

Rosemarie Burger, según el informe de la directora una de las alumnas más prometedoras de los años superiores pese a las des­ventajas —por así decirlo— de sus antecedentes familiares, la ma­ñana siguiente a la detención de su madre fue a la escuela como cualquier otro día. Pidió permiso para ver a la directora y solicitó que le permitieran volver temprano a casa con el propósito de lle­varle algunas comodidades a su madre. Su estilo realista y reserva­do volvió innecesario que nadie tuviera que decir nada, nada que significara condolencias... de hecho lo impidió, ahorrando así to­da torpeza. Evidenciaba una «notable madurez»; esto al menos, sin ser específico, podía decirse en el informe. Sus compañeras de clase parecían ignorar lo que había ocurrido. No leían los periódi­cos matutinos, no escuchaban las noticias por la radio, ni tenían conciencia de la política como algo más concretamente afectivo que un pesado tema de conversación adulta, junto con el mercado de valores o los problemas ginecológicos. Después de un día o dos, en algunos casos de semanas, la reiteración del apellido de su condiscípula en relación con su madre en las pancartas de ma­nifestantes callejeros contra la prisión preventiva, y las observacio­nes de sus padres señalando el parentesco —¿la hija no está en tu clase?—, hicieron que sus circunstancias fueran conocidas y acep­tadas en la escuela. Le otorgaban el tipo de privilegios compasivos adecuados para las crisis de enfermedad o divorcio en un hogar, únicos riesgos que conocían las chicas. Las otras monitoras como ella se dividían entre sí su parte del patio y otras obligaciones. Su mejor amiga (a quien le había contado el arresto y detención el primer día) dijo que si quería iría a quedarse con ella en su casa, probablemente sin haber consultado a sus propios padres. Era una escuela privada para niñas blancas de lengua inglesa, que ino­centemente expresaban su solidaridad de la única forma que conocían: malditos bóers, condenados holandeses, asquerosos afrikaners... ocurrírseles encerrar a tu madre. Como si alguna vez hu­biera hecho algo malo...

No se les ocurría que el apellido era, en realidad, afrikaner.





“Entre nosotros había una chica de trece o catorce años, toda­vía una colegiala, la hija de Lionel Burger. Era un riguroso día in­vernal. Llevaba mantas e incluso una bolsa de agua caliente para su madre. Habían dicho a los parientes de los detenidos en una brutal redada que podían llevar ropa, etc. a la cárcel. No estába­mos autorizados a llevar libros ni comida. La pequeña Rosa Bur­ger sabía que su madre, esa mujer valiente y cariñosa, estaba en tratamiento médico. La chica tenía los ojos secos y estaba serena; de hecho fue para todos nosotros un ejemplo de cómo debía com­portarse la familia de un detenido. Ya había asumido el rol de su madre en la casa, proporcionando amoroso apoyo a su padre, al que en breve también detendrían. Aquel día él había dado prioridad a la situación de otros antes que a la suya, infatigable­mente atareado desde que se habían llevado a su mujer a primeras horas de la mañana, yendo de comisaría en comisaría, tratando de enterarse dónde retenían a los miembros de familias africanas des­validas. Pero sabía que podía contar con su hija colegiala en esa familia totalmente unida y consagrada a la lucha.”





Cuando me vieron en el exterior de la cárcel, ¿qué vieron?






Nunca lo sabré. Está todo mezclado. Vi —veo— ese perfil en un espejo sostenido por la mano, orientado hacia otro espejo; sé cómo sobreviví, no desdichada, aunque no muy estimada enton­ces, en un tácito reconocimiento de que era superior, yo y mi fa­milia, en esta escuela; entiendo la blanda grandilocuencia de las memorias mal escritas por los fíeles; buena gente a pesar de la beatería.

Supongo que tenía conciencia de que la gente común y co­rriente podía bajar la vista desde un autobús y verme. Algunos con admiración, sabiendo de quiénes éramos parientes y amigos —incluso la hija de alguien, mira, una cría que todavía va a la escuela— y sabiendo por qué estábamos allí. Flora Donaldson y las demás hablaban en voz alta, al igual que haría otro tipo de mujer en un restaurante caro y, aunque en circunstancias muy dis­tintas, por la misma razón: para demostrar confianza en sí mismas y una personalidad naturalmente dominante de un entorno, destinada a impresionar o intimidar. Extraigo esta analogía ahora, no entonces; es imposible tamizar lo que he aprendido, sentido, pensado, la presencia subjetiva de la colegiala. Es una desconocida acerca de la cual algunos datos me son conocidos, eso es todo. Éramos conscientes de nosotros mismos y de la gente que nos per­tenecía al otro lado de las puertas enormes, anchas y tachonadas, de un modo que los transeúntes no comprenderían y que nosotros hacíamos valer, emitíamos... Wally Atkinson, que no tenía a na­die dentro pero había estado detenido muchas veces, fue a izar el estandarte de su cabellera blanca entre nosotros, Ivy Terblanche y su hija Gloria, tejiendo decididamente para el bebé de Gloria mientras esperaba entregar pijamas y jabón para maridos que también eran padre y yerno, Mark Liebowitz pasando el peso de su cuerpo de un pie al otro con el aire de nervioso regocijo con que encaraba las crisis, Bridget —Bridget Sulzer antes Watkins antes Brodkin, nacida O'Brien— golpeando las puertas de la cár­cel con el tacón de una sandalia multicolor en la que se despelle­jaba el gastado cuero verde, su erótico pie de alto empeine con las uñas pintadas, descalzo a pesar del frío. Incluso las dos muje­res que según creo no conocía, las elegantemente ataviadas y que no tenían nada que ver (Aletta Gous atraía la amistad de mujeres ricas y liberales cuyos maridos, en aquellos tiempos, les permitían correr el riesgo a modo de indulgencia) se habían apartado de su medio en el extraño despertar de los perseguidos. Una de ellas ha­bía hecho que su cocinera preparara un pan especial de germen de trigo (Aletta siempre fue una fanática con la comida) y discutió despóticamente cuando el carcelero se negó a dejarlo pasar; lo re­cuerdo porque se lo dio a Ivy —la rara ocasión volvía posibles tales pretensiones de repentina amistad—, que cortó un trozo de corte­za para que yo lo probara cuando me llevó a casa en coche.

Estaba en mi sitio, a las puertas de la cárcel; hacía varias sema­nas que mis padres esperaban que los detuvieran. Por supuesto, cuando ocurrió y se llevaron a mi madre, la realidad debió de ser diferente a la aceptación anticipada; es imposible dominar todos los temores y las pérdidas con antelación. Siempre hay fuentes de desolación que no se toman en consideración porque nadie sabe cuáles serán. Yo sabía que mi madre, adentro, sabría, cuando re­cibiera las cosas que le llevaba, que yo había estado afuera; está­bamos conectadas. Flora pretendió abrazarme para protegerme del frío, pero yo no necesitaba para nada su exaltación emocional. Dijo algo sobre «las chicas» que estaban dentro, y mi madre era una de ellas. Flora era una adulta que me hacía sentir mayor que ella.

Yo conocía a casi toda la gente que me rodeaba y no necesita­ba mirarlos para verlos tal como los conocía: igual que el camino a casa, con la aparición de una señal en cierta curva. Lo que veo es aquella puerta: la enorme puerta verde debajo de la arcada de piedra, con un bulto en forma de cuello de ganso apuntado hacia abajo, semejante a una gárgola. La minúscula ventanilla por don­de aparecerán los ojos del carcelero podría ser una puerta para ga­tos si fuera más baja. Hay tachones de hierro con martillazos que labran facetas bajo la luz clara, como un anillo torneado. Veo es­tas cosas una y otra vez mientras espero. Pero la verdadera con­ciencia está centrada en la parte inferior de mi pelvis, en el dolor plomizo, interminable, oprimente. ¿Puede alguien describir la peculiar concentración feroz de las fuerzas corporales en la menstruación de la temprana pubertad? La sangría comenzó inmedia­tamente después de que mi padre me hizo volver a la cama una vez que se llevaron a mi madre. Ningún dolor; sólo la humedad que comprobé con el dedo y que verifiqué encendiendo la luz: sí, sangre. Pero a las puertas de la prisión el panorama interno de mi cuerpo misterioso me vuelve del revés, siendo que en aquel lugar público, en aquella ocasión pública (todos los arrestos de la reda­da al amanecer habían aparecido en los periódicos, pusieron a la venta una edición especial, con los nombres de los que se sabía habían sido detenidos, incluido el de mi madre), estoy en esa cri­sis mensual de destrucción, la purga, el desgarramiento, el drena­je de mi propio organismo. Yo soy minutero y hace un año no sa­bía —físicamente— que lo tenía.

Mientras me veo alternativamente sumergida por debajo y arrojada por encima del umbral del dolor, soy consciente del lazo de goma moldeada del que cuelga la bolsa de agua caliente de mi dedo, y del edredón que aprieto contra mi vientre, mi viejo edredón de tafetán verde que la abuela Burger me regaló cuando yo no tenía edad suficiente para recordarla; mi padre pensó que el de la cama de matrimonio de mi madre era demasiado grande y hermoso para permitir que se estropeara en la cárcel. La bolsa de agua caliente es idea mía. Mi madre jamás usó ninguna bolsa; así —mientras preparaba el artilugio la imaginé descubriéndolo al instante— comprendería que debía existir una razón muy especial para que se la enviaran. Entre la arandela de goma negra y la base del tapón de rosca he deslizado un trozo de papel delgado. Cuando llegó el momento de escribir el mensaje noté que no sa­bía cómo dirigirme a ella excepto como lo hacía en las cartas que le escribía cuando pasaba las vacaciones afuera. "Querida mamá, espero que estés bien." Este tono inocentemente inoportuno se convertiría en un vehículo perfecto para la cuestión importante que yo necesitaba transmitirle. "Papá y yo estamos muy bien y nos ocupamos de todo. Recuerdos de los dos." Ella sabría de inmedia­to que le estaba diciendo que no se habían llevado a mi padre desde su arresto.

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