I
El señor Jones,
propietario de la Granja Manor, cerró por la noche los gallineros, pero estaba
demasiado borracho para recordar que había dejado abiertas las ventanillas. Con
la luz de la linterna danzando de un lado a otro cruzó el patio, se quitó las
botas ante la puerta trasera, sirvióse una última copa de cerveza del barril
que estaba en la cocina y se fue derecho a la cama, donde ya roncaba la señora
Jones.
Apenas se hubo
apagado la luz en el dormitorio, empezó el alboroto en toda la granja. Durante
el día se corrió la voz de que el Viejo Mayor, el verraco premiado, había
tenido un sueño extraño la noche anterior y deseaba comunicárselo a los demás
animales. Habían acordado reunirse todos en el granero principal cuando el
señor Jones se retirara. El Viejo Mayor (así le llamaban siempre, aunque fue
presentado en la exposición bajo el nombre de Willingdon Beauty) era tan
altamente estimado en la granja, que todos estaban dispuestos a perder una hora
de sueño para oír lo que él tuviera que decirles.
En un extremo del
granero principal, sobre una especie de plataforma elevada, Mayor se encontraba
ya arrellanado en su lecho de paja, bajo una linterna que pendía de una viga.
Tenía doce años de edad y últimamente se había puesto bastante gordo, pero aún
era un cerdo majestuoso de aspecto sabio y bonachón, a pesar de que sus
colmillos nunca habían sido cortados. Al poco rato empezaron a llegar los demás
animales y a colocarse cómodamente, cada cual a su modo. Primero llegaron los
tres perros, Bluebell, Jessie y Pincher, y luego los cerdos, que se
arrellanaron en la paja delante de la plataforma. Las gallinas se situaron en
el alféizar de las ventanas, las palomas revolotearon hacia los tirantes de las
vigas, las ovejas y las vacas se echaron detrás de los cerdos y se dedicaron a
rumiar. Los dos caballos de tiro, Boxer y Clover, entraron juntos, caminando
despacio y posando con gran cuidado sus enormes cascos peludos, por temor de
que algún animalito pudiera hallarse oculto en la paja. Clover era una yegua robusta,
entrada en años y de aspecto maternal que no había logrado recuperar la silueta
después de su cuarto potrillo. Boxer era una bestia enorme, de casi quince
palmos de altura y tan fuerte como dos caballos normales juntos. Una franja
blanca a lo largo de su hocico le daba un aspecto estúpido, y, ciertamente no
era muy inteligente, pero sí respetado por todos dada su entereza de carácter y
su tremenda fuerza para el trabajo. Después de los caballos llegaron Muriel, la
cabra blanca, y Benjamín, el burro. Benjamín era el animal más viejo y de peor
genio de la granja. Raramente hablaba, y cuando lo hacía, generalmente era para
hacer alguna observación cínica; diría, por ejemplo, que «Dios le había dado
una cola para espantar las moscas, pero que él hubiera preferido no tener ni
cola ni moscas». Era el único de los animales de la granja que jamás reía. Si
se le preguntaba por qué, contestaba que no tenía motivos para hacerlo. Sin embargo,
sin admitirlo abiertamente, sentía afecto por Boxer; los dos pasaban,
generalmente, el domingo en el pequeño prado detrás de la huerta, pastando
juntos, sin hablarse.
Apenas se echaron los
dos caballos, cuando un grupo de patitos que habían perdido la madre entró en
el granero piando débilmente y yendo de un lado a otro en busca de un lugar donde
no hubiera peligro de que los pisaran. Clover formó una especie de pared con su
enorme pata delantera y los patitos se anidaron allí durmiéndose enseguida. A
última hora, Mollie, la bonita y tonta yegua blanca que tiraba del coche del
señor Jones, entró afectadamente mascando un terrón de azúcar. Se colocó
delante, coqueteando con sus blancas crines a fin de atraer la atención hacia
los lazos rojos con que había sido trenzada. La última en aparecer fue la gata,
que buscó, como de costumbre, el lugar más cálido, acomodándose finalmente
entre Boxer y Clover; allí ronroneó a gusto durante el desarrollo del discurso
de Mayor, sin oír una sola palabra de lo que éste decía.
Ya estaban presentes
todos los animales -excepto Moses, el cuervo amaestrado, que dormía sobre una
percha detrás de la puerta trasera-. Cuando Mayor vio que estaban todos acomodados
y esperaban con atención, aclaró su voz y comenzó:
— Camaradas: os
habéis enterado ya del extraño sueño que tuve anoche. Pero de eso hablaré
luego. Primero tengo que decir otra cosa. Yo no creo, camaradas, que esté
muchos meses más con vosotros y antes de morir estimo mi deber transmitiros la
sabiduría que he adquirido. He vivido muchos años, dispuse de bastante tiempo
para meditar mientras he estado a solas en mi pocilga y creo poder afirmar que
entiendo el sentido de la vida en este mundo, tan bien como cualquier otro
animal viviente. Es respecto a esto de lo que deseo hablaros.
“Veamos, camaradas:
¿Cuál es la realidad de esta vida nuestra? Encarémonos con ella: nuestras vidas
son tristes, fatigosas y cortas. Nacemos, nos suministran la comida necesaria
para mantenernos y a aquellos de nosotros capaces de trabajar nos obligan a
hacerlo hasta el último átomo de nuestras fuerzas; y en el preciso instante en
que ya no servimos, nos matan con una crueldad espantosa. Ningún animal en
Inglaterra conoce el significado de la felicidad o la holganza después de haber
cumplido un año de edad. No hay animal libre en Inglaterra. La vida de un
animal es sólo miseria y esclavitud; ésta es la pura verdad.
“Pero, ¿forma esto
parte realmente, del orden de la naturaleza? ¿Es acaso porque esta tierra
nuestra es tan pobre que no puede proporcionar una vida decorosa a todos sus
habitantes? No, camaradas; mil veces no. El suelo de Inglaterra es fértil, su
clima es bueno, es capaz de dar comida en abundancia a una cantidad mucho mayor
de animales que la que actualmente lo habita. Solamente nuestra
granja puede mantener una docena de caballos, veinte vacas, centenares de
ovejas; y todos ellos viviendo con una comodidad y una dignidad que en estos
momentos está casi fuera del alcance de nuestra imaginación. ¿Por qué,
entonces, continuamos en esta mísera condición? Porque los seres humanos nos
arrebatan casi todo el fruto de nuestro trabajo. Ahí está, camaradas, la
respuesta a todos nuestros problemas. Todo está explicado en una sola palabra:
el Hombre. El hombre es el único enemigo real que tenemos. Haced desaparecer al
hombre de la escena y la causa motivadora de nuestra hambre y exceso de trabajo
será abolida para siempre.
“El hombre es el
único ser que consume sin producir. No da leche, no pone huevos, es demasiado
débil para tirar del arado y su velocidad ni siquiera le permite atrapar
conejos. Sin embargo, es dueño y señor de todos los animales. Los hace
trabajar, les da el mínimo necesario para mantenerlos y lo demás se lo guarda
para él. Nuestro trabajo labora la tierra, nuestro estiércol la abona y, sin
embargo, no existe uno de nosotros que posea algo más que su pellejo. Vosotras, vacas, que
estáis aquí, ¿cuántos miles de litros de leche habéis dado este último año? ¿Y
qué se ha hecho con esa leche que debía servir para criar terneros robustos?
Hasta la última gota ha ido a parar al paladar de nuestros enemigos. Y
vosotras, gallinas, ¿cuántos huevos habéis puesto este año y cuántos pollitos
han salido de esos huevos? Todo lo demás ha ido a parar al mercado para
producir dinero para Jones y su gente. Y tú, Clover, ¿dónde están estos cuatro potrillos
que has tenido, que debían ser sostén y alegría de tu vejez? Todos fueron
vendidos al año; no los volverás a ver jamás. Como recompensa por tus cuatro
criaturas y todo tu trabajo en el campo, ¿qué has tenido, exceptuando tus
escuálidas raciones y un pesebre?
“Ni siquiera nos
permiten alcanzar el término natural de nuestras míseras vidas. Por mí no me
quejo, porque he sido uno de los afortunados. Tengo doce años y he tenido más
de cuatrocientas criaturas. Tal es el destino natural de un cerdo. Pero al
final ningún animal se libra del cruel cuchillo. Vosotros, jóvenes cerdos que
estáis sentados frente a mí, cada uno de vosotros va a gemir por su vida dentro
de un año. A ese horror llegaremos todos: vacas, cerdos, gallinas, ovejas;
todos. Ni siquiera los caballos y los perros tienen mejor destino. Tú, Boxer,
el mismo día que tus grandes músculos pierdan su fuerza, Jones te venderá al
descuartizador, quien te cortará el pescuezo y te cocerá para los perros de
caza. En cuanto a los perros, cuando están viejos y sin dientes, Jones les ata
un ladrillo al pescuezo y los ahoga en el estanque más cercano.
“¿No resulta entonces
de una claridad meridiana, camaradas, que todos los males de nuestras vidas
provienen de la tiranía de los seres humanos? Eliminad tan sólo al Hombre y el producto
de nuestro trabajo nos pertenecerá. Casi de la noche a la mañana, nos
volveríamos ricos y libres. Entonces, ¿qué es lo que debemos hacer? ¡Trabajar
noche y día, con cuerpo y alma, para derrocar a la raza humana! Ése es mi
mensaje, camaradas: ¡Rebelión! Yo no sé cuándo vendrá esa rebelión; quizá
dentro de una semana o dentro de cien años; pero sí sé, tan seguro como veo esta
paja bajo mis patas, que tarde o temprano se hará justicia. ¡Fijad la vista en
eso, camaradas, durante los pocos años que os quedan de vida! Y, sobre todo,
transmitid mi mensaje a los que vengan después, para que las futuras
generaciones puedan proseguir la lucha hasta alcanzar la victoria.
“Y recordad,
camaradas: vuestra voluntad jamás deberá vacilar. Ningún argumento os debe
desviar. Nunca hagáis caso cuando os digan que el Hombre y los animales tienen
intereses comunes, que la prosperidad de uno es también la de los otros. Son
mentiras. El Hombre no sirve los intereses de ningún ser exceptuando los suyos
propios. Y entre nosotros los animales, que haya perfecta unidad, perfecta
camaradería en la lucha. Todos los hombres son enemigos. Todos los animales son
camaradas. En ese momento se
produjo una tremenda conmoción. Mientras Mayor estaba hablando, cuatro grandes
ratas habían salido de sus escondrijos y se habían sentado sobre sus cuartos traseros,
escuchándolo. Los perros las divisaron repentinamente y sólo merced a una
acelerada carrera hasta sus reductos lograron las ratas salvar sus vidas. Mayor
levantó su pata para imponer silencio.
— Camaradas —dijo—,
aquí hay un punto que debe ser aclarado. Los animales salvajes, como los
ratones y los conejos, ¿son nuestros amigos o nuestros enemigos? Pongámoslo a votación.
“Yo planteo esta
pregunta a la asamblea: ¿Son camaradas las ratas?
Se pasó a votación
inmediatamente, decidiéndose por una mayoría abrumadora que las ratas eran
camaradas. Hubo solamente cuatro discrepantes: los tres perros y la gata, que,
como se descubrió luego, habían votado por ambos lados. Mayor prosiguió:
— Me resta poco que
deciros. Simplemente insisto: recordad siempre vuestro deber de enemistad hacia
el Hombre y su manera de ser. Todo lo que camine sobre dos pies es un enemigo.
Lo que ande a cuatro patas, o tenga alas, es un amigo. Y recordad también que
en la lucha contra el Hombre, no debemos llegar a parecernos a él. Aun cuando
lo hayáis vencido, no adoptéis sus vicios. Ningún animal debe vivir en una
casa, dormir en una cama, vestir ropas, beber alcohol, fumar tabaco, manejar
dinero ni ocuparse del comercio. Todas las costumbres del Hombre son malas. Y,
sobre todas las cosas, ningún animal debe tiranizar a sus semejantes. Débiles o
fuertes, listos o ingenuos, todos somos hermanos. Ningún animal debe matar a
otro animal. Todos los animales son iguales.
“Y ahora, camaradas,
os contaré mi sueño de anoche. No estoy en condiciones de describíroslo a
vosotros. Era una visión de cómo será la tierra cuando el Hombre haya sido proscrito.
Pero me trajo a la memoria algo que hace tiempo había olvidado. Muchos años ha,
cuando yo era un lechoncito, mi madre y las otras cerdas acostumbraban a
entonar una vieja canción de la que sólo sabían la tonada y las tres primeras
palabras. Aprendí esa canción en mi infancia, pero hacía mucho tiempo que la
había olvidado. Anoche, sin embargo, volvió a mí en el sueño. Y más aún, las
palabras de la canción también; palabras que, tengo la certeza, fueron cantadas
por animales de épocas lejanas y luego olvidadas durante muchas generaciones.
Os cantaré esa canción ahora, camaradas. Soy viejo y mi voz es ronca, pero
cuando Os haya enseñado la tonada podréis cantarla mejor que yo. Se llama “Bestias
de Inglaterra”.
El viejo Mayor
carraspeó y comenzó a cantar. Tal como había dicho, su voz era ronca, pero a
pesar de todo lo hizo bastante bien; era una tonadilla rítmica, algo a medias
entre “Clementina” y “La cucaracha”. La letra decía así:
¡Bestias de Inglaterra, bestias dé
Irlanda! ¡Bestias de toda tierra y clima!
¡Oíd mis gozosas nuevas que cantan
un futuro feliz!
Tarde o temprano llegará la hora en
la que la tiranía del Hombre sea derrocada y
las ubérrimas praderas de Inglaterra tan
sólo por animales sean holladas.
De nuestros hocicos serán proscritas
las argollas, de nuestros lomos desaparecerán
los arneses. Bocados y espuelas serán presas de la herrumbre y nunca más crueles látigos harán oír su
restallar. Más ricos que la mente imaginar
pudiera,
el trigo, la cebada, la avena, el
heno, el trébol, la alfalfa y la remolacha serán sólo nuestros el día señalado. Radiantes lucirán los prados de
Inglaterra y más puras las aguas
manarán;
más suave soplará la brisa
el día que brille nuestra libertad.
Por ese día todos debemos trabajar aunque hayamos
de morir sin verlo. Caballos y vacas, gansos y pavos, ¡todos deben, unidos, por la libertad luchar! ¡Bestias de
Inglaterra, bestias de Irlanda! ¡Bestias de
todo país y clima!
¡Oíd
mis gozosas nuevas que cantan un futuro feliz!
No hay comentarios:
Publicar un comentario