En junio de 1969 dos motivos tan afortunados como
triviales condujeron a Mario Jiménez a cambiar de oficio. Primero, su desafecto
por las faenas de la pesca que lo sacaban de la cama antes del amanecer, y casi
siempre, cuando soñaba con amores audaces, protagonizados por heroínas tan abrasadoras
como las que veía en la pantalla del rotativo de San Antonio.
Este talento, unido a su consecuente simpatía por
los resfríos, reales o fingidos, con que se excusaba día por medio de preparar
los aparejos del bote de su padre, le permitía retozar bajo las nutridas mantas
chilotas, perfeccionando sus oníricos idilios, hasta que el pescador José
Jiménez volvía de alta mar, empapado y hambriento, y él mitigaba su complejo de
culpa sazonándole un almuerzo de crujiente pan, bulliciosas ensaladas de tomate
con cebolla, más perejil y cilantro, y una dramática aspirina que engullía
cuando el sarcasmo de su progenitor lo penetraba hasta los huesos.
- Búscate un trabajo -era la escueta y feroz frase
con que el hombre concluía una mirada acusadora, que podía alcanzar hasta los
diez minutos, y que en todo caso nunca duró menos de cinco.
- Sí, papá -respondía Mario, limpiándose las
narices con la manga del chaleco.
Si este motivo fuera el trivial, el afortunado fue la
posesión de una alegre bicicleta marca Legnano, valiéndose de la cual Mario
trocaba a diario al menguado horizonte de la caleta de pescadores por el algo
mínimo puerto de San Antonio, pero que en comparación con su caserío lo
impresionaba como fastuoso y babilónico. La mera contemplación de los afiches del
cine con mujeres de bocas turbulentas y durísimos tíos de habanos masticados
entre dientes impecables, lo metía en un trance del que sólo salía tras dos
horas de celuloide, para pedalear desconsolado de vuelta a su rutina, a veces
bajo una lluvia costeña que le inspiraba resfríos épicos. La generosidad de su
padre no alcanzaba a tanto como para fomentar la molicie, de modo que varios
días de la semana, carente de dinero, Mario Jiménez tenía que conformarse con
incursiones a las tiendas de revistas usadas, donde contribuía a manosear las
fotos de sus actrices predilectas.
Fue uno de aquellos días de desconsolado
vagabundeo, cuando descubrió un aviso en la ventana de la oficina de correos
que, a Pesar de estar escrito a mano y sobre una modesta hoja de cuaderno de
matemáticas, asignatura en la que no había destacado durante la escuela
primaria, no pudo resistir.
Mario Jiménez jamás había usado corbata, pero antes
de entrar se arregló el cuello de la camisa como si llevara una y trató, con
algún éxito, de abreviar con dos golpes de peineta su melena heredada de fotos
de los Beatles.
- Vengo por el aviso -declamó al funcionario, con
una sonrisa que emulaba la de Burt Lancaster.
- ¿Tiene bicicleta? -preguntó aburrido el
funcionario.
Su corazón y sus labios dijeron al unísono. -Sí.
- Bueno -dijo el oficinista, limpiándose los
lentes-, se trata de un puesto de cartero para isla Negra.
- Qué casualidad -dijo Mario-. Yo vivo al lado, en
la caleta.
- Eso está muy bien. Pero lo que está mal es que
hay un solo cliente.
- ¿Uno nada más?
- Sí, pues. En la caleta todos son analfabetos. No
pueden leer ni las cuentas.
- ¿Y quién es el cliente?
- Pablo Neruda.
Mario Jiménez tragó lo que le pareció un litro de
saliva.
- Pero eso es formidable.
- ¿Formidable? Recibe kilos de correspondencia
diariamente. Pedalear con la bolsa sobre tu lomo es igual que cargar un
elefante sobre los hombros.
El cartero que lo atendía se
jubiló jorobado como un camello.
- Pero yo tengo sólo diecisiete años.
- ¿Y estás sano?
- ¿Yo? Soy de fierro. ¡Ni un resfrío en mi vida!
El funcionario deslizó los lentes sobre el tabique
de la nariz y lo miró por encima del marco.
- El sueldo es una mierda. Los otros carteros se
las arreglan con las propinas. Pero con un cliente, apenas te alcanzará para el
cine una vez por semana.
- Quiero el puesto.
- Está bien. Me llamo Cosme.
- Cosme.
- Me debes decir “don Cosme”.
- Sí, don Cosme.
- Soy tu jefe.
- Sí, jefe.
El hombre levantó un bolígrafo azul, le sopló su
aliento para entibiar la tinta, y preguntó sin mirarlo:
- ¿Nombre?
- Mario Jiménez -respondió Mario Jiménez
solemnemente.
Y en cuanto terminó de emitir ese vital comunicado,
fue hasta la ventana, desprendió el aviso, y lo hizo recalar en lo más profundo
del bolsillo trasero de su pantalón.
Lo que no logró el océano Pacífico con su paciencia
parecida a la eternidad, lo logró la escueta y dulce oficina de correos de San
Antonio: Mario Jiménez no sólo se levantaba al alba, silbando y con una nariz
fluida y atlética, sino que acometió con tal puntualidad su oficio, que el viejo
funcionario Cosme le confió la llave del local, en caso de que alguna vez se
decidiera a llevar a cabo una hazaña desde antiguo soñada: dormir hasta tan
tarde en la mañana que ya fuera hora de la siesta y dormir una siesta tan larga
que ya fuera hora de acostarse, y al acostarse dormir tan bien y profundo, que
al día siguiente sintiera por primera vez esas ganas de trabajar, que Mario
irradiaba y que Cosme ignoraba meticulosamente.
Con el primer sueldo, pagado como es usual en Chile
con un mes y medio de retraso, el cartero Mario Jiménez adquirió los siguientes
bienes: una botella de vino Cousiño Macul Antiguas Reservas, para su padre; una
entrada al cine gracias a la cual se saboreó West
Side Story con Natalie Wood incluida; una peineta de acero
alemán en el mercado de San Antonio, a un pregonero que las ofrecía con el
refrán: “Alemania perdió la guerra, pero no la industria Peinetas inoxidables
marca Solingen”; y la edición Losada de las Odas
elementales por su cliente y vecino, Pablo Neruda.
Se proponía, en algún momento en que el vate le
pareciera de buen humor, asestarle el libro junto con la correspondencia y
agenciarse un autógrafo, con el cual alardear ante hipotéticas pero bellísimas
mujeres que algún día conocería en San Antonio, o en Santiago, a donde iría a parar
con su segundo sueldo. Varias veces estuvo a punto de cumplir su cometido, pero
lo inhibió tanto la pereza con que el poeta recibía su correspondencia, la
celeridad con que le cedía la propina (en ocasiones más que regular), como su
expresión de hombre volcado abismalmente hacia el interior. En buenas cuentas,
durante un par de meses, Mario no pudo evitar sentir que cada vez que tocaba el
timbre asesinaba la inspiración del poeta, que estaría a punto de incurrir en
un verso genial. Neruda tomaba el paquete de correspondencia, le pasaba un par
de escudos, y se despedía con una sonrisa tan lenta como su mirada. A partir de
ese momento, y hasta el final del día, el cartero cargaba las Odas elementales con la esperanza de reunir algún día coraje. Tanto
lo trajinó, tanto lo manoseó, tanto lo puso en la falda de sus pantalones bajo
el farol de la plaza, para darse aires de intelectual ante las muchachas que lo
ignoraban, que terminó por leer el libro. Con este antecedente en su currículum,
se consideró merecedor de una migaja de la atención del vate, y una mañana de
sol invernal, le filtró el libro junto con las cartas, con una frase que había
ensayado frente a múltiples vitrinas:
- Póngame la millonaria, maestro.
Complacerlo fue para el poeta un trámite de rutina,
pero una vez cumplido con ese breve deber, se despidió con la cortante cortesía
que lo caracterizaba. Mario comenzó por analizar el autógrafo y llegó a la conclusión
que con un “Cordialmente, Pablo Neruda” su anonimato no perdía gran cosa. Se
propuso trabar algún tipo de relación con el poeta, que le permitiera algún día
ser alhajado con una dedicatoria en que por lo menos constara con la mera tinta
verde del vate su nombre y apellido: Mario Jiménez S. Aunque óptimo le hubiera
parecido un texto del tenor de “A mi entrañable amigo Mario Jiménez, Pablo
Neruda”. Le planteó sus anhelos a Cosme el telegrafista, quien, tras recordarle
que Correos de Chile prohibía a sus mensajeros fastidiar con requisitorias
atípicas a su clientela, le hizo saber que un mismo libro no podía ser dedicado
dos veces.
Es decir, que en ningún caso sería noble proponerle
al poeta –por comunista que fuera- que tarjara sus palabras para reemplazarlas
por otras.
Mario Jiménez tuvo por atinada la observación, y
cuando recibió el segundo sueldo en un sobre fiscal, adquirió, con un gesto que
le pareció consecuente, Nuevas odas elementales, edición
Losada. Alguna pesadumbre lo alentó al renunciar a su soñada excursión a
Santiago, y luego el temor, cuando el astuto librero le dijo: “Y para el mes
próximo le tengo el tercer libro de las Odas”.
Pero ninguno de ambos libros llegó a ser
autografiado por el poeta.
Otra mañana con sol de invierno, muy parecida a
otra tampoco descrita en detalle antes, relegó la dedicatoria al olvido. Más no
así la poesía.
Crecido entre pescadores, nunca sospechó el joven
Mario Jiménez que en el correo de aquel día habría un anzuelo con que atraparía
al poeta.
No bien le había entregado el bulto, el poeta había
discernido con precisión meridiana una carta que procedió a rasgar ante sus,
propios ojos.
Esta conducta inédita, incompatible con la
serenidad y discreción del vate, alentó en el cartero el inicio de un
interrogatorio, y por qué no decirlo, de una amistad.
- ¿Por qué abre esa carta antes que las otras?
- Porque es de Suecia.
- ¿Y qué tiene de especial Suecia, aparte de las
suecas?
Aunque Pablo Neruda poseía un par de párpados
inconmovibles, parpadeó.
- El
Premio Nobel de Literatura, mijo.
- Se
lo van a dar.
- Si
me lo dan, no lo voy a rechazar.
- ¿Y
cuánta plata es?
El
poeta, que ya había llegado al meollo de la misiva, dijo sin énfasis:
- Ciento
cincuenta mil doscientos cincuenta dólares.
Mario
pensó la siguiente broma: «Y cincuenta centavos», mas su instinto reprimió su
contumaz impertinencia, y en cambio preguntó de la manera más pulida:
- ¿Y?
- ¿Hmm?
- ¿Le
dan el Premio Nobel?
- Puede
ser, pero este año hay candidatos con más chance.
- ¿Por
qué?
- Porque
han escrito grandes obras.
- ¿Y
las otras cartas?
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