viernes, 6 de enero de 2012

PULP (Charles Bukowski)



1

Yo estaba sentado en mi oficina, mi contrato de alquiler había vencido y McKelvey estaba empezando los trámites para desahuciarme. Aquel día hacía un calor del demonio y el aire acondicionado se había roto. Una mosca se paseaba lentamente por encima de mi  escritorio. Extendí el brazo con la palma de la mano abierta y la puse fuera de juego. Me estaba frotando la mano con la pernera derecha del pantalón cuando sonó el teléfono. Lo cogí.

– ¿Sí? –dije.

– ¿Ha leído usted a Céline? –preguntó una voz femenina. La voz era bastante sexy y yo llevaba mucho tiempo solo. Décadas.

– ¿Céline? –dije–. Ummm...

– Quiero a Céline –dijo ella–. Tengo que conseguirlo.

Aquella voz tan sexy me estaba poniendo realmente cachondo.

– ¿Céline? –dije–. Deme alguna información. Hábleme, señora, siga hablando...

– Súbase la cremallera –me contestó.

Miré hacia abajo.

– ¿Cómo lo sabe? –le pregunté.

– Da igual. Lo que quiero es a Céline.

– Céline está muerto.

– No lo está. Quiero que le encuentre. Quiero tenerlo.

– Puedo encontrar sus huesos.

– No, estúpido, –está vivo!

– ¿Dónde?

– En Hollywood. He oído que se ha pasado varias veces por la librería de Red Koldowsky.

– Entonces, ¿por qué no va a buscarle usted?

– Porque antes quiero saber si es el auténtico Céline. Tengo que estar segura, absolutamente segura.

– Pero ¿por qué ha recurrido a mí? Hay cientos de detectives en esta ciudad.

– John Barton le ha recomendado a usted.

– Ah, Barton, sí. Bueno, escuche, tendrá que darme algún adelanto y tendré que verla a usted en persona.

– Estaré ahí dentro de unos minutos –dijo.

Ella colgó, yo me subí la cremallera.

Y esperé.


2

Ella entró en mi oficina.

Bueno, o sea, aquello no era justo. El vestido le estaba tan apretado que casi le estallaban las costuras. Demasiados batidos de chocolate. Llevaba unos tacones tan altos que parecían zancos. Caminaba como un borracho contoneándose por la habitación. Un glorioso vértigo de carne.

– Siéntese, señora –le dije.

Se dejó caer y cruzó las piernas muy arriba, tan condenadamente cerca que se me salían los ojos de las órbitas.

– Encantado de verla, señora –le dije.

– Deje de hacerse el bobo, por favor. No tengo nada que no haya visto usted nunca.

– En eso se equivoca, señora. ¿Podría darme usted su nombre?

– Señora Muerte.

– ¿Señora Muerte? ¿Es usted del circo? ¿Del cine?

– No.

– ¿Lugar de nacimiento?

– Da lo mismo.

– ¿Año de nacimiento?

– No se haga el gracioso.

– Sólo intentaba tener algunos antecedentes.

De alguna manera se me fue el santo al cielo. Empecé a mirarle fijamente las piernas. Siempre he sido un hombre de piernas. Fue lo primero que vi al nacer. Después intenté salir. Desde entonces he intentado la dirección contraria pero con bastante poco éxito.

Ella chasqueó los dedos:

– Eh, déjelo ya.

– ¿Ehhh? –dije levantando la mirada.

– El asunto Céline. ¿Se acuerda?

– Sí, claro.

Desdoblé un clip y apunté hacia ella con el extremo.

– Necesitaré un cheque por servicios prestados.

– Por supuesto –dijo sonriendo–. ¿Cuál es su tarifa?

– 6 dólares la hora.

Sacó su talonario de cheques, garabateó algo, arrancó el cheque del  talonario y me lo lanzó. Aterrizó en mi escritorio. Lo cogí. 240 dólares. No había visto tanto dinero desde que acerté un pleno en Hollywood Park en 1988.

– Gracias, señora...

– ...Muerte –dijo ella.

– Sí, sí –dije–. Ahora deme algunos  detalles sobre ese tal Céline. ¿Dijo usted algo de una librería?

– Bueno, se ha pasado varias veces por la librería de Red, ha estado hojeando libros, preguntando sobre Faulkner, Carson McCullers, Charles Manson...

– Así que se pasa por la librería, ¿eh? Hmmm....

– Sí –contestó–. Ya conoce usted a Red. Le gusta echar a la gente de su librería. Te puedes gastar mil dólares, pero te quedas uno o dos minutos más y entonces Red te dice: ¿Por qué no te largas de una puñetera vez? Red es un buen tipo, sólo que está un poco chiflado. Bueno, pues echa una y otra vez a Céline, y Céline cruza a Musso's y se queda dando vueltas por el bar con aire triste. Vuelve al día siguiente o al otro y vuelve a suceder lo mismo.

– Céline está muerto. Céline y Hemingway murieron con un día de diferencia. Hace 32 años.

– Lo de Hemingway lo sé. Conseguí a Hemingway.

– ¿Seguro que era Hemingway?

– Oh, sí.

– Entonces, ¿cómo es que no está segura de que este Céline es el auténtico Céline?

– No lo sé. Tengo una especie de bloqueo en este asunto. No me había ocurrido nunca hasta ahora. Puede que lleve demasiado tiempo en este rollo.

Así que por eso he venido. Barton dice que usted es bueno.

– ¿Y usted piensa que el auténtico Céline está vivo y quiere conseguirlo?

– No sabe cuánto, jefe.

– Belane. Nick Belane.

– Muy bien, Belane. Quiero estar segura. Tiene que ser el  auténtico Céline, no cualquier tonto del culo que se crea que lo es. Ésos abundan.

– Como si no lo supiera.

– Bueno, empiece con ello. Quiero conseguir al escritor más grande de Francia. He esperado mucho tiempo.

Después se levantó y salió. Nunca en mi vida había visto un culo como aquél. Más allá del concepto. Más allá de cualquier cosa. Ahora no me molestéis. Quiero pensar en aquel culo.


3

Al día siguiente.

Yo había anulado la cita para hablar en la Cámara de Comercio de Palm Springs.

Estaba lloviendo. El techo tenía goteras. La lluvia se colaba a través del techo y hacía spat, spat, spat, aspat, spat, spat, spat, aspat, spat, spat, spat, aspat, spat, spat, spat...

El sake me mantenía caliente. Pero  caliente ¿qué? Nada de nada. Allí estaba yo, a mis 55 años y sin siquiera un cacharro para recoger la lluvia. Mi padre me había advertido que acabaría mis días meneándomela en el porche trasero de algún desconocido en Arkansas. Y aún estoy a tiempo de hacerlo.

Los autobuses para allá salen a diario. Pero los autobuses me producen estreñimiento y siempre hay algún viejo británico de barba rancia que ronca.

Tal vez fuera mejor trabajar en el caso Céline.

¿Era Céline Céline o era otra persona? A veces me parece que ni siquiera sé quién soy  yo. Bueno, sí, soy Nick Belane. Pero fíjate, si alguien grita: “¡Eh, Harry!  ¡Harry Martel!”, casi seguro que le contesto: “Sí, ¿qué pasa?” Quiero decir que yo podría  ser cualquier otro.  ¿Qué importancia tiene? ¿Qué tiene un nombre?

La vida es extraña, ¿verdad? Siempre me elegían al final en el equipo de béisbol porque sabían que yo podía lanzar la pelota-hija-de-puta desde allí hasta Denver, ¡Ratas celosas!, eso es lo que eran.

Yo tenía talento, tengo talento. A veces me miro las manos y me doy cuenta de que podría haber sido un gran pianista o algo así. Pero ¿qué han hecho mis manos? Rascarme las pelotas, firmar cheques, atar zapatos, tirar de la cadena de los retretes, etc., etc. He desaprovechado mis manos. Y mi mente.

Estaba sentado bajo la lluvia.

Sonó el teléfono. Lo sequé con una multa por impago a Hacienda y descolgué.

– Soy Nick Belane –dije. ¿O era Harry Martel?

– Yo soy John Barton –me respondió una voz.

– Sí, sé que ha estado recomendándome, gracias.

– Le he estado observando. Tiene usted talento. Está un poco verde pero eso es parte del encanto.

– Me alegra saberlo. El negocio iba mal.

– Le he estado observando. Lo logrará, sólo tiene usted que ser persistente.

– Sí. Y dígame, ¿en qué puedo ayudarle, señor Barton?

– Estoy intentando localizar al Gorrión Rojo.

– ¿El Gorrión Rojo? ¿Qué demonios es eso?

– Estoy seguro de que existe y lo  único que quiero es encontrarlo.

Quiero que usted me lo localice.

– ¿Alguna pista para empezar?

– No, pero estoy seguro de que el Gorrión Rojo anda por ahí en algún sitio.

– Ese Gorrión no tendrá un nombre, ¿verdad?

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