1
Yo estaba sentado en
mi oficina, mi contrato de alquiler había vencido y McKelvey estaba empezando
los trámites para desahuciarme. Aquel día hacía un calor del demonio y el aire
acondicionado se había roto. Una mosca se paseaba lentamente por encima de
mi escritorio. Extendí el brazo con la palma
de la mano abierta y la puse fuera de juego. Me estaba frotando la mano con la
pernera derecha del pantalón cuando sonó el teléfono. Lo cogí.
– ¿Sí? –dije.
– ¿Ha leído usted a
Céline? –preguntó una voz femenina. La voz era bastante sexy y yo llevaba mucho
tiempo solo. Décadas.
– ¿Céline? –dije–.
Ummm...
– Quiero a Céline
–dijo ella–. Tengo que conseguirlo.
Aquella voz tan sexy
me estaba poniendo realmente cachondo.
– ¿Céline? –dije–. Deme
alguna información. Hábleme, señora, siga hablando...
– Súbase la cremallera
–me contestó.
Miré hacia abajo.
– ¿Cómo lo sabe? –le
pregunté.
– Da igual. Lo que
quiero es a Céline.
– Céline está muerto.
– No lo está. Quiero
que le encuentre. Quiero tenerlo.
– Puedo encontrar sus
huesos.
– No, estúpido, –está
vivo!
– ¿Dónde?
– En Hollywood. He
oído que se ha pasado varias veces por la librería de Red Koldowsky.
– Entonces, ¿por qué
no va a buscarle usted?
– Porque antes quiero
saber si es el auténtico Céline. Tengo que estar segura, absolutamente segura.
– Pero ¿por qué ha
recurrido a mí? Hay cientos de detectives en esta ciudad.
– John Barton le ha
recomendado a usted.
– Ah, Barton, sí.
Bueno, escuche, tendrá que darme algún adelanto y tendré que verla a usted en
persona.
– Estaré ahí dentro de
unos minutos –dijo.
Ella colgó, yo me subí
la cremallera.
Y esperé.
2
Ella entró en mi
oficina.
Bueno, o sea, aquello
no era justo. El vestido le estaba tan apretado que casi le estallaban las
costuras. Demasiados batidos de chocolate. Llevaba unos tacones tan altos que
parecían zancos. Caminaba como un borracho contoneándose por la habitación. Un
glorioso vértigo de carne.
– Siéntese, señora –le
dije.
Se dejó caer y cruzó
las piernas muy arriba, tan condenadamente cerca que se me salían los ojos de
las órbitas.
– Encantado de verla,
señora –le dije.
– Deje de hacerse el
bobo, por favor. No tengo nada que no haya visto usted nunca.
– En eso se equivoca,
señora. ¿Podría darme usted su nombre?
– Señora Muerte.
– ¿Señora Muerte? ¿Es
usted del circo? ¿Del cine?
– No.
– ¿Lugar de
nacimiento?
– Da lo mismo.
– ¿Año de nacimiento?
– No se haga el
gracioso.
– Sólo intentaba tener
algunos antecedentes.
De alguna manera se me
fue el santo al cielo. Empecé a mirarle fijamente las piernas. Siempre he sido
un hombre de piernas. Fue lo primero que vi al nacer. Después intenté salir.
Desde entonces he intentado la dirección contraria pero con bastante poco
éxito.
Ella chasqueó los
dedos:
– Eh, déjelo ya.
– ¿Ehhh? –dije
levantando la mirada.
– El asunto Céline. ¿Se
acuerda?
– Sí, claro.
Desdoblé un clip y
apunté hacia ella con el extremo.
– Necesitaré un cheque
por servicios prestados.
– Por supuesto –dijo
sonriendo–. ¿Cuál es su tarifa?
– 6 dólares la hora.
Sacó su talonario de
cheques, garabateó algo, arrancó el cheque del talonario y me lo lanzó. Aterrizó en mi
escritorio. Lo cogí. 240 dólares. No había visto tanto dinero desde que acerté
un pleno en Hollywood Park en 1988.
– Gracias, señora...
– ...Muerte –dijo
ella.
– Sí, sí –dije–. Ahora
deme algunos detalles sobre ese tal
Céline. ¿Dijo usted algo de una librería?
– Bueno, se ha pasado
varias veces por la librería de Red, ha estado hojeando libros, preguntando
sobre Faulkner, Carson McCullers, Charles Manson...
– Así que se pasa por
la librería, ¿eh? Hmmm....
– Sí –contestó–. Ya
conoce usted a Red. Le gusta echar a la gente de su librería. Te puedes gastar
mil dólares, pero te quedas uno o dos minutos más y entonces Red te dice: ¿Por
qué no te largas de una puñetera vez? Red es un buen tipo, sólo que está un
poco chiflado. Bueno, pues echa una y otra vez a Céline, y Céline cruza a
Musso's y se queda dando vueltas por el bar con aire triste. Vuelve al día
siguiente o al otro y vuelve a suceder lo mismo.
– Céline está muerto.
Céline y Hemingway murieron con un día de diferencia. Hace 32 años.
– Lo de Hemingway lo
sé. Conseguí a Hemingway.
– ¿Seguro que era
Hemingway?
– Oh, sí.
– Entonces, ¿cómo es
que no está segura de que este Céline es el auténtico Céline?
– No lo sé. Tengo una
especie de bloqueo en este asunto. No me había ocurrido nunca hasta ahora.
Puede que lleve demasiado tiempo en este rollo.
Así que por eso he
venido. Barton dice que usted es bueno.
– ¿Y usted piensa que
el auténtico Céline está vivo y quiere conseguirlo?
– No sabe cuánto,
jefe.
– Belane. Nick Belane.
– Muy bien, Belane.
Quiero estar segura. Tiene que ser el
auténtico Céline, no cualquier tonto del culo que se crea que lo es.
Ésos abundan.
– Como si no lo
supiera.
– Bueno, empiece con
ello. Quiero conseguir al escritor más grande de Francia. He esperado mucho
tiempo.
Después se levantó y
salió. Nunca en mi vida había visto un culo como aquél. Más allá del concepto.
Más allá de cualquier cosa. Ahora no me molestéis. Quiero pensar en aquel culo.
3
Al día siguiente.
Yo había anulado la
cita para hablar en la Cámara de Comercio de Palm Springs.
Estaba lloviendo. El
techo tenía goteras. La lluvia se colaba a través del techo y hacía spat, spat,
spat, aspat, spat, spat, spat, aspat, spat, spat, spat, aspat, spat, spat,
spat...
El sake me mantenía
caliente. Pero caliente ¿qué? Nada de
nada. Allí estaba yo, a mis 55 años y sin siquiera un cacharro para recoger la
lluvia. Mi padre me había advertido que acabaría mis días meneándomela en el
porche trasero de algún desconocido en Arkansas. Y aún estoy a tiempo de
hacerlo.
Los autobuses para
allá salen a diario. Pero los autobuses me producen estreñimiento y siempre hay
algún viejo británico de barba rancia que ronca.
Tal vez fuera mejor
trabajar en el caso Céline.
¿Era Céline Céline o
era otra persona? A veces me parece que ni siquiera sé quién soy yo. Bueno, sí, soy Nick Belane. Pero fíjate,
si alguien grita: “¡Eh, Harry! ¡Harry
Martel!”, casi seguro que le contesto: “Sí, ¿qué pasa?” Quiero decir que yo
podría ser cualquier otro. ¿Qué importancia tiene? ¿Qué tiene un nombre?
La vida es extraña, ¿verdad?
Siempre me elegían al final en el equipo de béisbol porque sabían que yo podía
lanzar la pelota-hija-de-puta desde allí hasta Denver, ¡Ratas celosas!, eso es
lo que eran.
Yo tenía talento,
tengo talento. A veces me miro las manos y me doy cuenta de que podría haber
sido un gran pianista o algo así. Pero ¿qué han hecho mis manos? Rascarme las
pelotas, firmar cheques, atar zapatos, tirar de la cadena de los retretes,
etc., etc. He desaprovechado mis manos. Y mi mente.
Estaba sentado bajo la
lluvia.
Sonó el teléfono. Lo
sequé con una multa por impago a Hacienda y descolgué.
– Soy Nick Belane
–dije. ¿O era Harry Martel?
– Yo soy John Barton
–me respondió una voz.
– Sí, sé que ha estado
recomendándome, gracias.
– Le he estado
observando. Tiene usted talento. Está un poco verde pero eso es parte del
encanto.
– Me alegra saberlo.
El negocio iba mal.
– Le he estado
observando. Lo logrará, sólo tiene usted que ser persistente.
– Sí. Y dígame, ¿en
qué puedo ayudarle, señor Barton?
– Estoy intentando
localizar al Gorrión Rojo.
– ¿El Gorrión Rojo? ¿Qué
demonios es eso?
– Estoy seguro de que
existe y lo único que quiero es
encontrarlo.
Quiero que usted me lo
localice.
– ¿Alguna pista para
empezar?
– No, pero estoy
seguro de que el Gorrión Rojo anda por ahí en algún sitio.
– Ese Gorrión no
tendrá un nombre, ¿verdad?
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