EL AMANTE DEL TEATRO
A Harold Pinter y Antonia Frazer
La Ventana
1
Ocupo un pequeño apartamento en una callecita a la vuelta de
Wardour Street. Wardour es el centro de negocios y de edición de cine y televisión
en Londres y mi trabajo consiste en seguir las indicaciones de un director para
asegurar una sola cosa: la fluidez narrativa y la perfección técnica de la
película.
Película. La palabra misma indica la fragilidad de esos
trocitos de "piel", ayer de nitrato de plata, hoy de acetato de
celulosa que me paso el día digitalizando para lograr continuidad; eliminando,
para evitar confusiones, fealdad o, lo peor, inexperiencia en los autores del
film. La palabra inglesa quizás es mejor por ser más técnica o abstracta que la
española. Film indica membrana, frágil piel, bruma, velo, opacidad. Lo
he bus- cado en el diccionario a fin de evitar fantasías verbales y ceñirme a
lo que film es en mi trabajo: un rollo flexible de celulosa y emulsión. Ya no:
ahora se llama Beta Digital.
Sin embargo, si digo "película" en español no me
alejo de la definición académica ("cinta de celuloide preparada para ser
impresionada cinematográficamente") pero tampoco puedo (o quiero)
separarme de una visión de la piel humana frágil, superficial, el delgado
ropaje de la apariencia. La piel con la que nos presentamos ante la mirada de
otros, ya que sin esa capa que nos cubre de pies a cabeza seríamos solamente
una desparramada carnicería de vísceras perecederas, sin más armadura final que
el esqueleto -la calavera. Lo que la muerte nos permite mostrarle a la
eternidad. Alas, poor Yorick!
Mi trabajo ocupa la mayor parte de mi día. Tengo pocos
amigos, por no decir, francamente, ninguno. Los británicos no son
particularmente abiertos al extranjero. Y quizás -voy averiguando- no hay
nación que dedique tantos y tan mayores sobrenombres despectivos al foreigner:
dago, yid, frog, jerry, spik, hun, polack, russky...
Yo me defiendo con mi apellido irlandés -O'Shea- hasta que me
obligan a explicar que hay mucho nombre gaélico en Hispanoamérica. Estamos
llenos de O'Higgins, O'Farrils, O'Reillys y Fogartys. Cierto, pude engañar a
los isleños británicos haciéndome pasar por isleño vecino -irlandés-. No. Ser
mexicano renegado es repugnante. Quiero ser aceptado como soy y por lo que soy.
Lorenzo O'Shea, convertido por razones de facilidad laboral y familiaridad
oficinesca en Larry O'Shea, mexicano descendiente de anglo-irlandeses emigrados
a América desde el siglo XIX. Vine a los veinticuatro años a estudiar técnicas
del cine en la Gran Bretaña con una beca y me fui quedando aquí, por costumbre,
por inercia si ustedes prefieren, acaso debido a la ilusión de que en
Inglaterra llegaría a ser alguien en el mundo del cine.
No medí el desafío. No me di cuenta hasta muy tarde, al
cumplir los treinta y tres que hoy tengo, de la competencia implacable que
reina en el mundo del cine y la televisión. Mi carácter huraño, mi origen extranjero,
acaso una abulia desagradable de admitir, me encadenaron a una mesa de edición
y a una vida solitaria porque, por partes idénticas, no quería ser parte del
party, vida de pubs y deportes y fascinación por los royals y sus ires y
venires... Quería reservarme la libre soledad de la mirada tras nueve horas
pegado a la AVID.
Por la misma razón evito ir al cine. Eso sería lo que aquí
llaman "la vacación del conductor de autobús" -busman's holiday-,
o sea repetir en el ocio lo mismo que se hace en el trabajo.
De allí también -estoy poniendo todas mis cartas sobre la
mesa, curioso lector, no quiero sorprender a nadie más de lo que me he engañado
y sorprendido a mí mismo- mi preferencia por el teatro. No hay otra ciudad del
mundo que ofrezca la cantidad y calidad del teatro londinense. Voy a un
espectáculo por lo menos dos veces a la semana. Prácticamente gasto mi sueldo,
la parte que emplearía en cines, viajes, restoranes, en comprar entradas de
teatro. Me he vuelto insaciable. La escena me proporciona la distancia viva que
requiere mi espíritu (que exigen mis ojos). Estoy allí pero me separa de
la escena la ilusión misma. Soy la "cuarta pared" del escenario. La
actuación es en vivo. Un actor de teatro me libera de la esclavitud de la
imagen filmada, intangible, siempre la misma, editada, cortada, recortada e
incluso eliminada, pero siempre la misma. En cambio, no hay dos
representaciones teatrales idénticas. A veces repito cuatro veces una
representación sólo para anotar las diferencias, grandes o pequeñas, de la
actuación. Aún no encuentro un actor que no varíe día con día la
interpretación. La afina. La perfecciona. La transforma. La disminuye porque ya
se aburrió. Quizás esté pensando en otra cosa. Pongo atención a los actores que
miran a otro actor, pero también a los que no hacen debido contacto visual con
sus compañeros de escena. Me imagino las vidas personales que los actores deben
dejar atrás, abandonadas, en el camerino, o la indeseada invasión de la
privacidad en el escenario. ¿Quién dijo que la única obligación de un actor
antes de entrar en escena es haber orinado y asegurarse de que tiene cerrada la
bragueta?
El canon
shakespeariano, Ibsen, Strindberg, Chejov, O'Neill y Miller, Pinter y Stoppard.
Ellos son mi vida
personal, la más intensa, fuera del tedio oficinesco. Ellos me elevan, nutren,
emocionan. Ellos me hacen creer que no vivo en balde. Regreso del teatro
a mi pequeño apartamento -salón, recámara, baño, cocina- con la sensación de
haber vivido intensamente a través de Electra o Coriolano, de Willy
Loman o la señorita Julia, sin necesidad de otra compañía. Esto me
da fuerzas para levantarme al día siguiente y marchar a la oficina. Estoy a un
paso de Wardour Street. Pero también soy vecino de la gran avenida de los teatros,
Shaftesbury Avenue. Es un territorio perfecto para un paseante solitario como
yo. Una nación pequeña, bien circunscrita, a la mano. No necesito, para vivir,
tomar jamás un transporte público.
Vivo tranquilo. Miro por la ventana de mi flat y sólo
veo la ventana del apartamento de enfrente. Las calles entre avenida y avenida
en Soho son muy estrechas y a veces se podría tocar con la mano la del vecino
en el edificio frentero. Por eso hay tantas cortinas, persianas y hasta
batientes antiguos a lo largo de la calle. Podríamos observarnos detenidamente
los unos a los otros. La reserva inglesa lo impide. Yo mismo nunca he tenido
esa tentación. No me interesaría ver a un matrimonio disputar, a unos niños
jugar o hacer tareas, a un anciano agonizar... No miro. No soy mirado.
Mi vida privada refrenda y regula mi vida
"pública", si así se la puede llamar. Quiero decir: vivo en mi casa
como vivo en la calle. No miro hacia fuera. Sé que nadie me mira a mí. Aprecio
esta especie de ceguera que entraña, qué se yo, privacidad o falta de interés o
desatención o, incluso, respeto...
2
Todo cambió cuando ella apareció. Mi mirada accidental
absorbió prime-ro, sin prestarle demasiada atención, la luz encendida en el
apartamento frente al mío. Luego me fijé en que las cortinas estaban abiertas.
Finalmente, observé el paso distraído de la persona que ocupaba el flat de
enfrente. Me dije, distraído yo también:
- Es una mujer.
Olvidé la novedad. Ese apartamento llevaba años deshabitado.
Yo cumplía mis horarios de trabajo.
Luego iba al teatro. Y sólo al regresar, hacia las once de la
noche, a mi casa, notaba el brillo nocturno de la ventana vecina. Como
"vecina" era la mujer que se movía dentro de las habitaciones
opuestas a las mías, apareciendo y desapareciendo de acuerdo con sus hábitos
personales.
Empezó a interesarme. La miraba siempre de lejos, moviéndose,
arreglando la cama, sacudiendo los muebles, sentada frente a la televisión y
paseándose en silencio, con la cabeza baja, de una pared a la opuesta. Todo
esto sólo a partir de las once de la noche cuando yo terminaba mi jornada
teatral, o a partir de las siete cuando regresaba de la oficina.
De día, cuando me iba a la oficina, las cortinas de enfrente
estaban cerradas, pero de noche, al regresar, siempre las encontraba abiertas.
Esperé, de manera involuntaria, que la mujer se acercara a la
ventana para verla mejor. Era natural -me dije- que a las once de la noche se
atareara en los afanes finales del día antes de apagar las luces e irse a dormir.
Una inquietud empezó a rasguñarme poco a poco la cabeza.
Hasta don-de podía ver, la mujer vivía sola. A menos que recibiera a alguien
después de cerrar las cortinas. ¿A qué horas las abría de mañana? Cuando yo
partía a las 8:30, aún estaban cerradas. La curiosidad me ganó. Un jueves
cualquiera, llamé a la oficina fingiendo enfermedad. Luego me instalé de pie
junto a mi ventana, esperando que ella abriese la suya.
Su sombra cruzó varias veces detrás de las delgadas cortinas.
Traté de adivinar su cuerpo. Rogué que apartase las cortinas.
Cuando lo hizo, hacia las once de la mañana, pude finalmente
verla de cerca.
Apartó las cortinas y permaneció así un rato, con los brazos
abiertos. Pude ver su camisón blanco, sin mangas, muy escotado. Pude admirar
sus brazos firmes y jóvenes, sus limpias axilas, la división de los senos, el
cuello de cisne, la cabeza rubia, la cabellera revuelta por el sueño pe-ro los
ojos entregados ya al día, muy oscuros en contraste con la cabellera blonda. No
tenía cejas -es decir, las había depilado por completo-. Esto le daba un aire
irreal, extraño, es cierto. Pero me bastó bajar la mirada hacia sus senos,
prácticamente visibles debido a lo pronunciado del escote, para descubrir en
ellos una ternura que no me atreví a calificar. Ternura maravillosa, amante,
materna quizás, pero sobre todo deseable, ternura del deseo, eso era.
El marco de la ventana cortaba a la muchacha -no tendría más
de veinticinco años- a la altura del busto. Yo no podía ver nada más de su
cuerpo.
Me bastó lo que vi. Supe en ese instante que nunca más me
desprende-ría de mi puesto en la ventana. Habría interrupciones. Accidentes,
quizás. Sí, azares imprevisibles, pero nunca más fuertes que la necesidad
nacida instantáneamente como compañera de la fortuna de haberla descubierto.
¿Cuál sería su horario?
Sólo podía averiguarlo apostándome en mi ventana todo el
tiempo, día y noche. Al principio, intenté disciplinarme a mi trabajo,
resignarme a verla sólo de noche, a partir de las 7:30 o de las 11:00. Luego
sacrifiqué mi amor al teatro. Regresé urgido, todas las noches, al apartamento
apenas pasadas las siete. A esa hora ya estaban prendidas las luces y ella se
movía, hacendosa, por el flat. Pero a las doce apagaba las luces y
cerraba las cortinas. Entonces yo debía esperar hasta las once de la mañana
para volver a verla. Eso significaba que no podía llegar a la oficina antes de
las once o permanecer en el trabajo después de esa hora.
Intenté llegar al AVID y sus resoluciones digitales a las
nueve y excusarme a las once. Ustedes adivinan lo que pasó. Entonces pedí
licencia por enfermedad. Me la concedieron por un mes a cambio de un certificado
médico. Le pedí a un doctor español, un tal Miquis, mi g. p. habitual, que me
hiciera la balona. Se resistió. Me pidió una explicación. Sólo le dije:
- Por amor.
- ¿Amor?
- Tengo que conquistar a una muchacha.
Sonrió con complicidad amistosa. Me dio el certificado. Cómo
no me lo iba a dar. En esto, los hispanos nos entendemos por completo.
Oponer-le obstáculos al amor es un delito superior a extender un falso
certifica-do de enfermedad. La latinidad, cuando no es ejercicio que
perfecciona la envidia, es complicidad nutrida por el sentimiento de que,
siendo culturalmente superiores, recibimos trato de segundones en tierras imperiales.
Ya está. Ahora podía pasarme la jornada entera apostado en mi
ventana, esperando la aparición de ella. No sabía su nombre. En el tablero de
timbres de su edificio sólo había nombres masculinos o razones comerciales.
Ningún nombre femenino. Y una sola ranura vacía. Allí tenía que estar, pero no
estaba, su nombre. Estuve a punto de apretar el botón de ese apartamento. Me
detuve a tiempo, con el dedo índice tieso, en el aire. Un instinto
incontrolable me dijo que debía contentarme con el deleite de mirarla. Me vi a
mí mismo, torpe e inútil, tocando el timbre, inventando un pretexto, ¿qué iba a
decir?, quiero convertirla a una religión, traigo un inexistente paquete, soy
un mensajero -o la verdad insostenible, soy su vecino, quiero conocerla, con la
probable respuesta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario