I
Diego Sauri nació en una
pequeña isla que aún flota en el Caribe mexicano. Una isla audaz y solitaria
cuyo aire es un desafío de colores profundos y afortunados. A la mitad del siglo
XIX, toda la tierra firme o flotante que hubo en aquel regazo pertenecía al
estado de Yucatán. Las islas habían sido abandonadas por temor a los continuos
ataques de los piratas que navegaban la paz de aquel mar y sus veinte azules.
Sólo hasta después de 1847 volvieron los hombres a buscarlas.
La última rebelión de los
mayas contra los blancos del territorio fue larga y sangrienta como pocas se
han conocido en México. Unidos por el misterioso culto a una cruz que hablaba,
usando machetes y rifles ingleses, los mayas se lanzaron contra todos los que habitaban
la selva y las costas que habían señoreado sus antepasados. Para huir de ese horror
que se llamó la guerra de castas, varias familias navegaron hasta la
costa blanca y el verde corazón de la Isla de Mujeres.
No bien desembarcaron,
sus nuevos moradores, criollos y mestizos, gente que descendía de viajeros
encallados y de cruces azarosos, sin nada que defender aparte de sus vidas, acordaron
que cada quien sería dueño de la tierra que fuese capaz de chapear. Y así,
arrancando la hierba y las espinas, fue como los padres de Diego Sauri se
hicieron de un pedazo de playa transparente y de una larga franja de tierra, en
mitad de la cual plantaron la palapa bajo la que nacerían sus hijos.
El primer color que
vieron los ojos de Diego Sauri fue el azul, porque todo alrededor de su casa
era azul o transparente como la gloria misma. Diego creció corriendo entre la
selva y rodando sobre la invencible arena, acariciado por el agua de unas olas
mansas, como un pez entre peces amarillos y violetas. Creció brillante, pulido,
cubierto de sol y heredero de un afán sin explicaciones. Sus padres habían
encontrado la paz en aquella isla, pero algo en él tenía una guerra pendiente
fuera de ahí. Decía su abuela que sus antepasados habían llegado a la península
en su propio bergantín, y varias veces él oyó a su padre responderle entre
orgulloso y burlón: "Porque eran piratas".
Quién sabe de qué pasado
le vendría, pero el muchacho en que se convirtió Diego Sauri deseaba con todo
el cuerpo un horizonte no cercado por el agua. Se le había vuelto ya una pasión
la habilidad curandera que su padre le descubrió cuando aún era niño, viéndolo
revivir los peces que habían traído medio vivos para la cena. A los trece años,
había ayudado en el trasiego del parto más difícil de su madre, y desde
entonces mostró una habilidad manual y una sangre fría tales, que empezaron a
llamarlo otras mujeres en situación de incertidumbre.
No contaba con más
ciencia que su instinto, pero tenía la destreza y el aplomo de un sacerdote
maya, y lo mismo le pedía auxilio a la Virgen del Carmen que a la diosa Ixchel.
A los diecinueve años
sabía todo lo que en la isla podía saberse de yerbas y brebajes, había leído
hasta el último libro de los que pudieron caer por aquel rumbo y era el más
ardiente enemigo de un hombre que de tanto en tanto irrumpía en la isla
cargando un dineral con olor a sangre y pesadillas. Fermín Mundaca y Marechaga
traficaba con armas, se favorecía con la interminable guerra de castas y
descansaba de sus negocios pescando y fanfarroneando entre los pacíficos
moradores de la isla. Con eso hubiera bastado para que Diego lo considerara su
enemigo, pero en su condición de joven curandero le sabía otra historia.
Una noche alguien llevó
hasta su puerta el rostro devastado de la mujer con quien se había visto llegar
a Mundaca. Tenía golpes en todo el cuerpo y de su entraña no salía sonido ni
para quejarse. Diego la curó. La tuvo en casa con sus padres hasta que ella
pudo volver a caminar sin miedo y a mirarse la cara sin recordar. Entonces la
puso en el primer velero que dejó la isla. Antes de subir a la pequeña
embarcación, ella escribió sobre la diminuta y brillante arena la palabra AhXoc,
que en maya quiere decir tiburón. Así llamaban a Fermín Mundaca, el hombre que
a los mayas les vendía las armas, y al gobierno del país los barcos con que los
combatía. Luego, aquella pálida y temerosa mujer abrió la boca por primera y
última vez para decir: "Gracias".
Esa misma noche cinco
hombres sorprendieron a Diego Sauri en la mitad del recorrido que hacía por las
casas de sus enfermos. Lo golpearon hasta dejarlo como un montón de trapos, lo
ataron de pies y manos y le rompieron la boca con que alcanzó a insultarlos
antes de cerrar los ojos que le guardarían para siempre la imagen de una luna
inmensa, burlona y amarilla, como la risa de un dios.
Cuando pudo volver a
preguntarse qué le estaba pasando, sintió temblar el agua bajo la celda que lo
encerraba. Iba en un barco, rumbo a quién sabía dónde y en vez de que lo inundara
el miedo, lo estremeció la curiosidad. Por mal que le fuera, iba camino al
mundo.
Nunca supo cuántos días
pasó en aquel encierro. Una oscuridad y otra y otras muchas le cruzaron por
encima hasta que perdió el sentido del tiempo. La embarcación había atracado más
de cinco veces cuando el hombre que le llevaba todos los días unos mendrugos le
abrió la puerta.
- So here we are -
le dijo un gigante rojo mirándolo con toda la piedad de que pudo ser capaz, y
lo dejó en libertad.
Here era un helado puerto en el norte de Europa.
Varios años y muchos
aprendizajes después, Diego Sauri volvió a México como quien vuelve a sí mismo
y no se reconoce. Sabía hablar cuatro idiomas, había vivido en diez países, trabajado
como asistente de médicos, investigadores y farmacéuticos, caminado las calles
y los museos hasta memorizar los recovecos de Roma y las plazas de Venecia. Era
un cosmopolita y un excéntrico, pero ambicionaba como nadie que su última
peripecia lo llevara de la mano a la misma sopa bajo el mismo techo por el
tiempo que le restase de vida.
Apenas tenía veintisiete
años la tarde que desembarcó al tibio ardor de un aire que reconoció como a su
alma. El puerto de Veracruz era pariente de sus islas y lo bendijo aunque su
tierra fuera oscura y sus aguas turbias. Con no mirar al suelo, pensó, bastaría
para sentirse de vuelta.
Caminando de prisa se
metió al puerto que hacía un ruido desordenado y caliente. Fue hasta la plaza y
entró en un hostal bullicioso. Olía a café recién tostado y a pan nuevo, a
tabaco y a perfume de anís. Al fondo de aquel escándalo tibio, entre la gente
que hablaba muy rápido y los meseros que iban y venían como empujados por un
viento continuo, estaban, sin más, los ojos de Josefa Veytia.
Diego llevaba mucho
tiempo de perseguir su destino como para no saber que lo estaba encontrando.
Había caminado todos esos años, por todo ese mundo, para que la vida le diera la
vuelta y le devolviera su futuro en el mismo meridiano en que le arrebató el
pasado, así que se acercó a titubear hasta la mesa de aquella mujer.
Josefa Veytia había ido a
Veracruz desde Puebla, con su madre y su hermana Milagros, a esperar un barco
procedente de España en el que debía llegar su tío, Miguel Veytia, un hermano
menor de su padre, con quien éste había tenido la bienafortunada idea de
encargar a su familia, antes de traicionarla muriéndose cuando Josefa tenía
doce años, Milagros diecisiete y la madre de ambas esa edad ambigua y eterna en
que se instalaban las mujeres cuando querían dejar de serlo.
El tío Miguel Veytia
vivía medio año en Barcelona y medio en Puebla. En cada uno de los dos lugares
dedicaba buena parte de su tiempo a hablar de los negocios y complicaciones que
tenía en el otro. Su vida era pacífica y placentera como un domingo permanente.
El lunes estaba siempre al otro lado del mar.
Según supieron las Veytia
esa tarde, en España se había proclamado la República dos semanas antes y las
emociones liberales del tío lo habían obligado a quedarse hasta que la celebración
deviniera tedio.
- Quién sabe lo que va a
pasar en España -les dijo Diego Sauri una vez que estuvo sentado entre ellas
como si fuera un viejo conocido. Y sin más se puso a contarles la fiebre
republicana de algunos españoles y a disertar sobre la vocación monárquica de
muchos otros.
- Yo no dudaría que en un
año estén de nuevo queriendo un rey -profetizó en el tono apasionado que la
política le provocó siempre, pero lidiando mientras hablaba con una pasión más
tangible que sus profecías.
Quince meses después de
aquella tarde, durante el diciembre de 1874, los españoles proclamaron rey a
Alfonso XII y Diego Sauri se casó con Josefa Veytia en la iglesia de Santo Domingo,
que aún dormita a dos cuadras de la plaza principal, en la muy noble ciudad de Puebla.
II
Presos en el escándalo de
la vida, los Sauri gozaron diez años de pausado y bien avenido matrimonio sin
que el azar o la fortuna les dieran la sorpresa de un hijo. Al principio habían
estado tan ocupados en sí mismos que no tuvieron tiempo de turbarse porque sus eufóricos
encuentros diarios no tenían más consecuencia que la paz de sus cuerpos.
Empezaron a preguntarse por una criatura sólo cuando se conocían tan bien uno
al otro que con los ojos cerrados él podía evocar la forma y el tamaño preciso
de cada una de las pequeñas y limpísimas uñas en que terminaban los pies de su
mujer, y ella podía decir con su memoria la exacta distancia entre la boca y la
punta de la nariz de su marido, mientras trazaba con su dedo en el aire las
curvas de su perfil. Josefa sabía que la blanca hilera de dientes con que
sonreía Diego Sauri, por igual que pareciera, tenía un matiz distinto en cada diente.
Y él sabía que su mujer, además de ser una especie de diosa regida por las
leyes de una intensa armonía, tenía muy alto el paladar y las anginas
invisibles.
Acaso les quedaron
resquicios desconocidos, pero no muchos más de los que cada quien desconoce de
sí mismo. Así que se dedicaron a buscar la llegada de un hijo que les contara
lo que ni ellos imaginaban de sus deseos y sus alcurnias. Seguros de que habían
hecho todo lo necesario para engendrar un ser humano sin conseguirlo,
decidieron intentar lo que siempre les había parecido innecesario: desde beber
infusiones de una yerba llamada Damiana por Josefa Veytia y Turnera
diffusa por los conocimientos botánicos de Diego Sauri, hasta contar las
lunas para conocer los días fértiles de Josefa y enfatizar entonces la pasión
de sus cuerpos que de tanto empeño se habían puesto aún más briosos y
precipitados que de costumbre.
Todo esto, apoyándose en
las consultas y siguiendo los consejos del doctor Octavio Cuenca, un médico con
el que Diego había intimado la primera tarde rojiza que pasó en la ciudad de
Puebla, y al que con los años y los descubrimientos compartidos quería como a un
hermano con jetatura.
Desde que la menstruación
sorprendió la precoz adolescencia de Josefa Veytia, un fiero y venturoso mayo,
hasta esas fechas, ella había recibido la roja visita con la luna en cuarto menguante,
así que a los trece días de esa luna, Diego Sauri cerraba la botica y ni el
periódico leía durante los siguientes tres. Sólo descansaban de su intensa
labor creadora para que Josefa diera unos tragos enormes del agua en que hervía
por dos horas el bulbo de unas flores parecidas a los lirios, que la yerbera
del mercado llamaba Oceoloxóchitl y su marido Tigridia Pavonia.
Él había encontrado su nombre científico y la descripción de sus efectos
curativos en el libro de un español que en el siglo XVI recorrió la Nueva
España haciendo el recuento de las plantas usadas por los antiguos mexicanos.
Su corazón había latido más rápido mientras leía: “Algunos dizen que si las
beuen las mugeres les ayuda a concebir". Entonces puso sus esperanzas
en los conocimientos de los indios, porque empezaba a perderlas en los de los
médicos y las sustancias que él mismo preparaba en su botica. Había tomado y
hecho tomar a su señora cuanta píldora encontró sobre la tierra, y empezaba a
sentirse harto de vivir con las esperanzas como un hielo, paralizándole hasta
la placidez de los días que la ciudad les regalaba.
Vivieron varios años
regidos por la desazón de que sus cuerpos, tan hábiles para encontrarse, no lo
eran para salir de sí mismos, hasta que un día trece, Josefa se vistió de
madrugada, y cuando su marido abrió los ojos al deber de hacerle un hijo,
encontró vacío el lugar que ella entibiaba con su cuerpo en el lado izquierdo
de la cama.
- Ya no juego -dijo al
verlo entrar a la cocina, buscándola con el asombro todavía en la cara-. Abre
la botica.
Diego Sauri era uno de
esos extraños hombres que respetan sin preguntas los designios de la autoridad
divina encarnada en su mujer. Le había costado mucho tiempo de estudio su
condición de agnóstico, había incluso convencido a Josefa de que Dios era un
deseo de los hombres, pero contaba con el Espíritu Santo que presentía entre
las sienes de aquella dama. Por eso fue a vestirse y bajó a olvidar la pena
entre los matraces, las balanzas y los olores de la botica que atendía en el
primer piso de su casa. No volvió a pedirle nada hasta varios días después. Un
amanecer, cuando la luz empezaba a hundirse en la tiniebla de su recámara, se
atrevió a preguntarle si quería que lo hicieran porque sí. Josefa asintió,
recobró la paz y no se volvió a hablar del, hijo. Poco a poco, hasta creyeron
que sería mejor de aquel modo.
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