El día
de San Quirino, obispo y propagador de la verdadera fe al que el déspota
Galerio de Iliria mandó tirar al río con una piedra de moler atada al cuello,
el viajero, que hace ya treinta años que se fue de Madrid, vuela en aeroplano
hasta Madrid.
En la
ermita de la Virgen de la Salud, en Barbatona, hay exvotos de suertes variadas;
los más bonitos son los de mata de pelo: Virgen mía, te daré mis cabellos
trenzados si mi novio vuelve de Marruecos; Virgen santa, para ti mis trenzas si
la muerte no se lleva al hijo de mis entrañas. También los hay de brazos,
piernas y ojos; los de vísceras escasean más, se conoce que no es costumbre
porque pudren enseguida.
El
viajero tiene casa en Madrid pero la usa poco porque no sabe hacerse ni la cama
ni el desayuno y no siempre tiene a mano una mujer que le socorra; ésta su
falta de acucia quizá cuelgue a consecuencia y resultas de la educación
machista.
En
Arbancón, entre Cogolludo y Jócar, vive el tío Hermenegildo, que empezó de
botarga en Beleña y talla las máscaras en madera de nogal.
El
viajero, ya en el hotel, se corta el pelo, se arregla un poco las uñas, contesta
a unas preguntas para televisión atiende a un señor de Alcalá de Henares que le
pide un autógrafo y que, según confesión propia, hace unos años era obrero y
hoy fabrica dos millones de bolsas de plástico cada día.
– ¿Hábiles
y feriados?
– No,
no; feriados, no.
El
viajero almuerza con unos paisanos suyos en una taberna que queda frente al
Retiro, duerme después la siesta, se levanta y responde a las preguntas de una
periodista que es medio sobrina suya, habla con dos amigos, uno detrás de otro,
con uno de un congreso de escritores que va a haber en las islas Canarias y con
el otro del establecimiento de relaciones diplomáticas con Israel y, cuando se
queda solo, toma una taza de té, advierte que no le pasen ninguna llamada
telefónica y se da un baño deleitoso y reconfortador, casi vicioso.
En la
habitación del hotel el viajero está sentado en una butaca, en porreta y con
las ajadas vergüenzas a su caída, con los pies encima de la mesa, el mirar
perdido y medio distraído y la mente deshabitada.
– ¿Va
usted a llegarse a Cañaveruelas, donde el pocillo de Canta Haber?
– No;
no creo que me salga de la provincia de Guadalajara.
Al
viajero, que es agradecido de natural, el solo pensamiento de la huida le llena
de consuelo y le brinda la conformidad restañadora y la paz serena con que los
dioses premian a quienes aciertan a hacerse al monte a su debido tiempo, ni
antes ni después.
– ¿Se
acuerda usted de la Asunción Turmiel Torrubia, la carbonerita de Anquela del
Ducado que llegó a acomodadora del cine Carretas?
– ¿Cómo
no he de acordarme, con lo buena que estaba?
El
viajero se dispone a comenzar esta su nueva andadura completamente harto de
todo, bueno, no se debe ser nunca exagerado, digamos que ligeramente harto de
todo: de la familia, del correo, del telégrafo, del teléfono, de los poetas y
los prosistas, de los editores y los traductores, de los pintores y los
dibujantes, de los periodistas y los prologuistas, de los profesores y los
académicos, de los antólogos y los críticos, de los fotógrafos, de los civiles,
los militares y los eclesiásticos, de los sociólogos y los políticos, de los
economistas y los pensionistas, de los ejecutivos agresivos y los jubilados
resignados, etcétera. Las únicas instituciones de las que el escritor no
reniega, quizá porque aún no le escarmentaron, son la literatura, la libertad,
la amistad y el manso y deleitoso rijo, cada una a su debido tiempo y por su
orden; todo lo demás –piensa a veces– no es sino vana fantasmagoría pompas y
vanidades y miedo a dejar de comer caliente. El viajero piensa que quizá sea
saludable su relativo hartazgo porque, tras la saturación, suele presentarse el
arco iris del nirvana. Ya veremos.
– ¿Se
va a acercar a Pedregal, el pueblo de los rayanos?
– No;
tampoco quisiera salirme de la Alcarria.
El
viajero está más solo que la una pero esa sensación no le molesta; hace ya
muchos años que el viajero sabe que la soledad es el precio de alguna que otra
cosa: la independencia, la paz con uno mismo, el corte de mangas al purgatorio,
la libertad de pasar por este valle de lágrimas sin demasiadas bridas en la
conciencia y el pensamiento y así sucesivamente.
– La
otra noche vi en un pub de Sigüenza a una ranerita amiga suya, la Maruja
Luzaga, de Medranda, que me dio recuerdos para usted.
– Muchas
gracias. ¿Sigue estando como Dios manda?
– Sí,
no hay queja: un poco pechugona y maciza, pero no hay queja.
El
viajero siente ganas de mear, se levanta, se llega al retrete y mea. Esto de
mear acompaña mucho y, salvo casos extremos, suele gobernarse a voluntad. Los
muertos también mean, es cierto, se mean por encima, pero eso es sólo al
principio, no más que de recién muertos; después paran y ya no vuelven a mearse
hasta el día del juicio. En el valle de Josafat, los resucitados van a poner
todo perdido con tanta meada inevitable; quizá esté prevista la circunstancia,
el viajero ha oído decir que la divina providencia está en todo.
El
viajero ya no es un mozo pero tampoco se siente un carcamal. Al viajero le
gusta más el cachondo y alborotador correr de la vida que el inexorable y ruin
paso del calendario. El viajero, como el personaje de Jonathan Swift, querría
vivir muchos años pero no siente el menor deseo de llegar a viejo.
– ¿Es
cierto lo que se cuenta de la Blanquita Liestos, la pastora de Torralba de los
Frailes, que recién follada es capaz de cruzarse buceando la laguna de
Gallocanta?
– ¡Jesús,
qué ocurrencia! ¡La gente no sabe lo que discurrir! ¡La Blanquita no llega ni a
la mitad, ni recién follada, ni follada de vísperas!
El
viajero está esperando que pase el tiempo; cuando den las nueve se irá a cenar
con sus amigos de la Casa de Guadalajara, que se reúnen en la plaza de Santa
Ana, donde antes estaba Villa Rosa con sus juergas flamencas, sus cantaoras
morenazas y pasionales, sus señoritos achulados y de buena familia, sus
anuncios de anís y sus azulejos de los alfares de Talavera. La verdad es que el
viajero ya tiene todo preparado, sólo le falta que llegue el día siguiente, San
Bonifacio, obispo de Maguncia que anduvo convirtiendo alemanes y murió en
Frisia degollado por los gentiles enfurecidos.
– ¿Y de
dónde saca usted tamañas sabidurías?
– ¡Pues
ya ve!
La
impedimenta del viajero está dispuesta y en orden, en cuanto la carguen a bordo
podrá salir carretera adelante, de nuevo camino de la Alcarria, ese país de
hermoso nombre antiguo, sonoro y misterioso al que a la gente, poco a poco, muy
poco a poco, ya le va dando la gana ir. El viajero, ¡lo que va de ayer a hoy!,
lleva dos maletas, un vademécum de hombre de negocios yanqui o japonés y su
cartera de cartero; tuvo dispuesta una bolsa de viaje de una compañía aérea muy
capaz y aparente e incluso airosa, pero después prefirió cambiar el plástico y
la cremallera por la vaqueta –y aun la badana– y la hebilla, que son materiales
más acordes con su manera de ser.
En
Madrid hace calor y hay mucha gente por la calle; las señoritas caminan
contoneándose dentro de sus pantalones ajustados y sus faldas con una raja a un
lado o por detrás y el viajero, que es de natural agradecido, sonríe mientras
mira con atención y paladea cuanto ve.
– Parece
que le gusta.
– Si,
señora, me gusta mucho, gracias sean dadas a Dios, pero recuerde lo que decía
Mateo Alemán: que no hay vasija que mida los gustos ni balanza que los iguale.
Puede creerme si le digo, señora, que yo me conformo con lo que se me da sin
pedirlo: esas cachas transeúntes, verbigracia, que semejan frutas en sazón del
más remoto y mejor cuidado huerto del paraíso.
La
amistad en la Casa de Guadalajara funcionó mejor que la cocina y no por culpa
del cocinero sino por virtud del amigo, cuyas leales eficacias no admiten
parangón posible. El maestro Gonzalo Correas nos dejó dicho que el carnero es
comer de caballero; lo malo del carnero es cuando cumple las quintas del
carnerón y se empeña en fingirse corderillo, que le tiembla la voz en el
matadero pero no se le ablandan las carnes en el horno por más que se le dé
coba fina y se le arrime paciencia.
El
viajero no se levanta al alba, ¿para qué, si ha de sobrarle el tiempo durante
todo el camino? El viajero durmió bien, la verdad es que duerme siempre bien, y
soñó sueños elementales y divertidos: un perro corriendo tras un conejo, una
señorita en enagua y con sombrilla, un niño haciendo equilibrio en un tejado,
etc.
– ¿Y no
sueña usted con mujeres preñadas y bellísimas volando a ras del suelo?
– Pues,
no; casi nunca.
El
viajero se levanta a una hora discreta, a eso de las ocho y medía o nueve de la
mañana y, sentadito en el excusado, se deshace sin miramiento alguno de cuanto
le sobra. El viajero recuerda de cuando niño que los frailes del colegio, al
noble acto de la necesidad o deposición o evacuación corporal por cámara, le
decían mover o regir el vientre, hacer el cuerpo o de cuerpo y hacer una
diligencia. ¡Qué horror! ¡Qué poca razón tienen los poetas añorantes de los tiempos
idos!
– ¿No
le gustan a usted los versos de Jorge Manrique?
– ¡Ya
lo creo! ¿Cómo no me van a gustar, si son tan hermosos? Lo que les pasa a los
poetas es que la verdad, a veces, se les resiste.
El
viajero se asea, desayuna, se viste, recoge sus últimos bártulos y baja sin
despedirse de nadie porque no tiene de quien hacerlo.
– ¿Y no
le da pena?
– No.
El
viajero baja en el ascensor, según ya es costumbre; antes, los ascensores no
eran también descensores, no servían más que para ascender y eso no siempre
porque su uso estaba vedado a las criadas, al carbonero, a los niños menores de
catorce años si no iban a cargo de persona mayor y a los perros en cualquier
caso. El zaguán del hotel está lleno de gente y en la calle aún hay más
todavía; la verdad es que la fauna ciudadana está al completo. El viajero
piensa.
– ¡Si
me viera la Florentinita, aunque no fuese más que de refilón!
Florentina
Miraveche Méndez, o sea la Florentinita, tuvo amores con el viajero hace ya
muchos años, a poco de terminar la guerra civil, y lo dejó colgado porque le
pronosticó que no llegaría jamás a nada.
– ¡Una
no está para que la hagan perder el tiempo! ¡Yo no tengo por qué regalar mis
mejores años a un desgraciado!
– ¡Ay,
hija, pareces un puerco espín!
– ¿Un
puerco espín, dices?
– Si. Y
también un cardo borriquero. ¡Dios, qué modales!
El
viajero procura alejar los malos pensamientos. Entre el personal que se junta
para despedirle hay un secretario de Estado que se llama don Ignacio y un
director general que también se llama don Ignacio. ¡Quién te ha visto y quién
te ve!, piensa el viajero por lo bajo.
– ¿Decía
usted algo, don Camilo?
– No,
hija, déjame pensar... (Para sí mismo o sea para su propio coleto.) ¡Si me
viera la Florentinita, aunque no fuese más que por el ojo de la, cerradura!
Oteliña
está resplandeciente y los juglares reciben al viajero cantando el romance que
se titula La verdadera historia de Gumersinda Cosculluela, moza que prefirió
la muerte a la deshonra.
– ¡Qué costumbres se tenían antes! ¿Verdad usted?
– Y usted que lo diga, hermana, y usted que lo diga.
El
viajero piensa curarse en salud y evitar las comparaciones y el antes y el
después; se entiende que su intención la llevará no más que hasta donde pueda,
que no hasta donde quisiere, porque sabe bien que los buenos propósitos tienen
sus límites y tampoco ignora que a todos alcanzan las igualadoras y
escarmentadoras rebajas del tío Paco. Las comparaciones no valen o valen poco
pero, de cuando en cuando, se cuelan de rondón y sin avisar.
— ¿Y
entonces, qué se hace?
— Nada;
tener paciencia.
A las
tiernas golfas del cabaret de las Llamas, con sus manos callosas y frías, sus
pitillos al menudeo —¡lo tengo rubio y lo tengo negro!— y sus copitas de anís o
de coñac, las barrió el paso del tiempo y el doloroso triunfo de la
desvergüenza. Ahora están de moda los confusos travestidos en detrimento de las
diáfanas putas; se conoce que gusta más el marco, el entrevero y el pelemelé,
lo cual es seguramente malo y enfermizo. El viajero no quisiera ponerse ni
sentimental, ni moralizador, ni elegiaco, pero tampoco tiene por qué callar que
prefiere lo que hubo a lo que se enseña. Frente al hotel del viajero, en la
otra acera de la Castellana, se reúne todas las noches la promiscua taifa de
las esfinges con tetas de nodriza en sazón y magué de sargento de regulares;
como ahora es de día, los travestís se han ido a descansar, a afeitarse con
primor y a acicalarse un poco para no desmerecer ante la parroquia, que la
competencia es grande y la vida empuja.
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