Una pequeña estación de ferrocarril del tramo que
conduce a Rusia.
Entre los guijarros amarillos corrían, rectas e
interminables, cuatro cintas de hierro paralelas en ambas direcciones. Junto a
cada una de ellas, como una sucia sombra, la oscura raya del suelo quemado por
las locomotoras.
Por detrás de los edificios bajos, pintados al óleo,
de la estación, una ancha calle desgastada subía hasta la plataforma del
ferrocarril. Sus aceras se perdían en el apisonado terreno que las bordeaban y
sólo se las reconocía por dos hileras de acacias que, tristes, se levantaban a
ambos lados, con sus agobiadas hojas ahogadas por el polvo y el hollín.
Las exhalaciones de la cansina luz de la tarde hacían
que estos tristes colores fueran aún más pálidos, más débiles: los objetos y
las personas tenían algo de indiferente, de inanimado, de mecánico, como si
hubieran salido del escenario de un teatro de títeres. De cuando en cuando, a
intervalos regulares, el jefe de la estación salía de su oficina, miraba con la
misma inclinación de la cabeza las anchas vías hacia la casilla del guarda, que
seguía sin anunciar la proximidad del tren rápido que en la frontera había
sufrido un gran atraso, sacaba luego el reloj de bolsillo, siempre con el mismo
movimiento del brazo, meneaba la cabeza y volvía a desaparecer, así como
aparecen y desaparecen las figuras de esos antiguos relojes de campanario
cuando dan las horas. En la ancha y apisonada plataforma que se extendía entre
los rieles y las construcciones se paseaba un alegre grupo de jóvenes, a
derecha e izquierda de una pareja mayor, que venía a ser el centro de una
conversación bastante ruidosa. Pero ni siquiera la alegría de ese grupo era
genuina; ya a los pocos pasos la estridencia de las joviales carcajadas parecía
apagarse y caer inmediatamente como vencida por una tenaz, invisible
resistencia.
La señora del consejero Törless era una mujer de unos
cuarenta años, que ocultaba en ese momento, detrás del espeso velo, los ojos un
poco enrojecidos por las lágrimas. Era una despedida, y le pesaba dejar otra
vez a su único hijo durante tanto tiempo entre gentes extrañas y no tener
siquiera la posibilidad de brindar ella misma su vigilante protección al hijo
querido.
La pequeña ciudad estaba muy alejada de la capital; se
hallaba al este del imperio, en medio de un campo reseco y escasamente poblado.
El motivo por el cual la señora Törless debía soportar
la perspectiva de ver a su muchacho lejos y entre extraños era que en aquella
ciudad existía un famoso instituto que ya desde el siglo pasado se levantaba en
los terrenos de un piadoso convento, para preservar a la juventud de las
corruptoras influencias de la gran ciudad.
En efecto, allí se educaban los hijos de las mejores
familias del país para entrar luego en la escuela superior o ingresar en los
servicios militares del estado. Y en cualquiera de estos casos, así como para
alternar con los miembros de los altos círculos de la sociedad, la
circunstancia de haber sido educado en el instituto de w. Era una recomendación
muy especial.
Cuatro años atrás esto había movido a los Törless a
condescender con los ambiciosos impulsos del hijo y a procurarle la admisión en
el instituto.
Esta decisión costó más tarde muchas lágrimas, pues
casi en el momento mismo en que el portón del instituto se cerró
irrevocablemente detrás de él, el joven Törless comenzó a sentir una vehemente,
violenta, nostalgia por su hogar. Ni las horas de clase ni los juegos que se
practicaban en el césped del vasto parque, ni las otras distracciones que el
establecimiento ofrecía a sus internos, consiguieron cautivarlo. Apenas
participaba en ellos: todo lo veía como a través de un velo, y hasta durante el
día necesitaba a menudo esforzarse para ahogar un contumaz sollozo; por las
noches dormía siempre sumido en lágrimas.
Escribía cartas a su casa casi diariamente, y tan sólo
en ellas vivía. Todo lo demás le parecía borroso, carente de significación,
paradas inútiles en su camino, como las cifras de las horas de la esfera de un
reloj. Pero cuando se daba a escribir, sentía algo extraordinario, exclusivo;
en él se elevaba algo así como una isla pletórica de luz y de maravillosos
colores de entre el mar de grises sensaciones que día tras día lo circundaban,
frías e indiferentes. Y cuando, durante la jornada, en los juegos o en las
horas de clase, pensaba que por la noche escribiría su carta, tenía la
sensación de que, pendiente de una invisible cadenilla, llevaba oculta una
llave de oro con la cual, cuando nadie lo viera, podría abrir el portón de
maravillosos jardines.
Lo curioso era que esta tenaz, consumidora nostalgia
que sentía por sus padres tenía algo nuevo y extraño. Antes nunca se le había
ocurrido que pudiera sentir tal cosa, había aceptado con gusto la idea de
ingresar en el instituto y hasta rompió a reír cuando la madre, al despedirse
por primera vez, no podía apartarse de él, en medio de las lágrimas. Y aquello
estalló de pronto, en su interior, como algo elemental, sólo después de haber
pasado algunos días en el instituto y de haberse sentido relativamente bien.
El pequeño Törless lo consideraba como nostalgia por
el hogar, como deseo de ver a los padres; pero en realidad se trataba de algo
más indeterminado y complejo. Porque, en efecto, "el objeto de esa
nostalgia", la imagen de sus padres, nunca estaba propiamente presente.
Quiero decir, ese recuerdo plástico, no ya tan sólo propio de la memoria, sino
corpóreo, de una persona amada que nos habla a todos los sentidos y que está
presente en todos los sentidos, de suerte que no podemos hacer nada sin
percibir a nuestro lado su presencia, muda e invisible. Para el joven Törless,
esa imagen repercutía como un apagado eco que sólo se estremecía un instante.
Por ejemplo, Törless, a veces, ya no podía representarse la imagen de sus "queridos,
queridísimos padres", como solía decirse en su fuero interno. Y cuando
intentaba hacerlo, surgía de él ese infinito dolor cuya sensación, con serle
dolorosa, se complacía en retener tenazmente; porque sus ardientes llamas le
dolían y al mismo tiempo le deleitaban. El pensamiento de sus padres se le iba
convirtiendo cada vez más en un mero pretexto para provocarse ese egoísta dolor
que, con voluptuoso orgullo, él albergaba como en el retiro de una capilla, en
la que, en medio de cien velas llameantes y cien ojos de imágenes sagradas, él
esparciera incienso entre los tormentos que se infligía a sí mismo. Pero,
cuando su "nostalgia" decreció y fue apagándose paulatinamente, se
manifestó con claridad cuál era su verdadera índole. Al desaparecer, no aportó
por fin la esperada tranquilidad, sino que dejó en el alma del joven Törless un
nuevo vacío, y en ese vacío, en esa sensación de falta de plenitud, reconoció
que no se trataba de una vana nostalgia que él había alimentado, sino de algo
positivo, de una fuerza del alma, de algo que, con el pretexto del dolor, había
florecido.
Pero aquello ya no estaba allí y esa fuente de una
primera dicha superior se le había hecho perceptible al desaparecer.
En esa época, las cartas perdieron todo rastro del
apasionamiento que antes ardiera en el alma del adolescente, y en cambio
contenían menudas descripciones de la vida que se llevaba en el instituto y de
los nuevos amigos que había hecho.
Él mismo se sentía empobrecido y desnudo, como un
arbolillo que, después de su florecimiento, aún estéril, pasa el primer
invierno.
Pero los padres estaban satisfechos. Lo amaban con
cariño firme, inconsciente, animal. Cada vez que el joven pasaba unas
vacaciones en su casa, la señora del consejero Törless, al encontrarse después
en el hogar de nuevo vacío y como muerto, recorría aún durante varios días los
cuartos, con los ojos llenos de lágrimas, acariciando aquí y allá con ternura
un objeto en el que había descansado la mirada del muchacho o que sus dedos
habían tocado. Y los dos, padre y madre, se habrían dejado hacer pedazos por
él.
La torpe conmoción y la tristeza vehemente, terca que
manifestaban las cartas, los apesadumbraba y les causaba un estado de tensa hipersensibilidad;
la ligereza jovial, tranquila, que siguió luego, los puso otra vez alegres y, sintiendo
que el muchacho había superado una crisis, le prestaron todo su apoyo.
Ni en una cosa ni en la otra reconocieron el síntoma
de un desarrollo interior; antes bien, consideraron igualmente el dolor y la tranquilidad
que siguió como una consecuencia natural de las circunstancias dadas. Se les escapó
por entero que se trataba del primer intento frustrado que hacía el joven por
desplegar sus energías interiores.
Törless se sentía ahora muy descontento y trataba
vanamente de encontrar, aquí y allá, algo nuevo que pudiera servirle de apoyo.
Un episodio de esa época fue característico de lo que
se estaba preparando en el interior de Törless.
Un día ingresó en el instituto el joven príncipe H.,
que pertenecía a una de las familias nobles más influyentes, antiguas y
conservadoras del imperio.
A todos los demás compañeros les parecieron
inexpresivos y afectados sus suaves ojos; y la manera que tenía de echar hacia
afuera una cadera cuando estaba de pie, y de juguetear lentamente con los dedos
cuando hablaba, les hacía reír y les parecía femenina. Pero se burlaban
especialmente de él porque no lo llevaron al instituto los padres, sino que lo
hizo el que hasta entonces había sido su preceptor, un doctor en teología,
miembro de una comunidad religiosa.
Pero, desde el primer momento, ese estudiante produjo
en Törless una fuerte impresión. Acaso influyera en ello la circunstancia de
que se trataba de un príncipe admitido en la corte; en todo caso, era una clase
de persona diferente a las que hasta entonces había conocido.
El silencio de un antiguo castillo rural y los
piadosos ejercicios espirituales parecían aún emanar de él. Cuando andaba, lo
hacía con movimientos suaves, elásticos, con ese no sé qué de tímido
apocamiento y de concentración en sí mismo que delataba la costumbre de
atravesar en línea recta y con paso firme salas y salas vacías, lugares en los
que cualquier otra persona se desplazaría lentamente, a través de los rincones
invisibles de los cuartos desiertos.
Para Törless, el trato con el príncipe constituyó,
pues, una fuente de delicados goces psicológicos. Se inició en ese conocimiento
de los hombres que enseña, por el tono de la voz, por la manera de tomar la
mano, el modo de callar y la expresión del cuerpo cuando se acomoda a un lugar
-en suma, por actos apenas perceptibles pero bien significativos-, a reconocer
y a gozar la personalidad espiritual de otro.
Törless vivió durante ese breve período como en un
idilio. No le sorprendía la religiosidad de su nuevo amigo, que para él,
procediendo como procedía de una casa de burgueses librepensadores, era algo
enteramente extraño. La aceptó más bien sin pensarlo mucho y, a sus ojos, ese
carácter otorgaba al príncipe cierta superioridad, ya que realzaba la condición
de ese joven del que Törless no sólo se sentía completamente diferente, sino
excluido de toda comparación.
En compañía del príncipe, Törless se hallaba
protegido, como en una capilla aislada, separada del camino principal. La idea
de que no le correspondía hallarse en tal lugar se desvaneció ante el goce que
le producía mirar la luz del sol atravesando las ventanas de la iglesia, y dejó
que su mirada resbalase por la superficie del inútil oropel que escondía el
alma de aquel ser. Así fue como Törless
consiguió un retrato confuso de su amigo, de quien no podía hacerse ninguna
idea concisa; como si sólo hubiera esbozado su silueta trazando con el dedo un
arabesco bello pero complicado y en absoluto fiel a las leyes de la geometría.
Luego sobrevino, de pronto, la ruptura.
Por una tontería, como debió confesarse a sí mismo el
propio Törless.
El hecho fue que un día se pusieron a discutir temas
religiosos. Y en ese instante terminó todo. El entendimiento racional de Törless,
como obrando independientemente de él, castigó, incontenible, al dulce
príncipe. Lo cubrió de burlas y destruyó bárbaramente la afiligranada morada
interior de su alma. Y se enemistaron.
Desde aquel momento, ya no volvieron a hablarse. Törless
tenía la oscura conciencia de que había hecho algo insensato y un sentimiento
poco claro le decía que aquella vara de madera de la razón que él empleara
había roto algo delicado y fecundo en goces espirituales; pero le había sido
imposible evitarlo. Claro está que le quedó para siempre una especie de
añoranza de aquella amistad; pero parecía haber dado con otra corriente que lo
alejaba cada vez más de ella.
Y al cabo de algún tiempo, el príncipe, que no se
sentía cómodo en el instituto, se marchó.
Los días corrían ahora vacíos y aburridos para
Törless; pero, mientras tanto, había alcanzado la pubertad e iban afianzándose,
oscuros, sus nacientes instintos sexuales. En esa fase de su desenvolvimiento,
trabó nuevas amistades que luego iban a tener suma importancia en su vida.
Beineberg y Reiting, Moté y Hofmeier eran precisamente los jóvenes en cuya
compañía había ido a despedir a los
padres a la estación.
Era curioso el hecho de que esos jóvenes fueran
precisamente los peores alumnos del curso. Verdad es que tenían talento y, por
supuesto, pertenecían también a buenas familias; pero a veces eran violentos y
revoltosos hasta la brutalidad. Y el que precisamente Törless se hubiera
apegado a tales compañeros se debía acaso a su propia falta de iniciativa que,
desde que se apartara del príncipe, se había acentuado notablemente. Y ello se
manifestaba hasta en la dilación del rompimiento, pues tanto una cosa como la
otra significaban un temor a sensaciones demasiado sutiles, contra las que la naturaleza
robusta y sana de los otros camaradas reaccionaba espontáneamente.
Törless se abandonó por entero a las influencias de
sus amigos, pues su situación espiritual era aproximadamente ésta: a su edad,
en el instituto se leía a Goethe, a Schiller, a Shakespeare, y tal vez también
a los modernos. Y así, apenas digeridos, se los copiaba, se los imitaba. Nacían
tragedias romanas o poemas líricos que se desarrollaban en períodos de páginas
enteras, como en la delicadeza de la obra de encaje calado. De tal modo, cosas
que en sí mismas son ridículas tienen, a pesar de todo, un gran valor para
asegurar el desarrollo de los jóvenes; porque, en efecto, esas asociaciones y
sentimientos procedentes del exterior hacen que los muchachos eludan el
peligroso y blando terreno de las sensaciones propias de esos años, en los que
uno tiene que distinguirse en algo, siendo aún demasiado torpe para ello. Y no
tiene importancia el que después quede algo de tales juegos en algunos y nada
en otros, porque ya cada cual ha capitulado con su conciencia, de manera que el
único peligro está en la edad en que se realiza la transición. Si hiciéramos comprender
a uno de esos jóvenes la ridiculez de su modo de ser en ese momento, sentiría
que se le hunde la tierra bajo los pies o caería en el abismo, como un atento
caminante nocturno que, de pronto, no ve frente a sí más que el vacío.
En el instituto faltaba esta ilusión, esta treta que
favorecía el desenvolvimiento, pues la biblioteca contenía todos los clásicos,
a los que no obstante encontraban aburridos, de manera que no quedaba otro
remedio que leer novelitas sentimentales y humoradas militares carentes de
ingenio.
El pequeño Törless, en sus ansias de lectura, había
leído todos los libros formales, y alguna trivial y tierna historia había llegado
a impresionarlo por un rato. Sólo que su carácter no recibió ninguna influencia
verdadera.
Por lo demás, en esa época Törless no parecía tener
ningún carácter.
Por ejemplo, bajo la influencia de esas lecturas,
escribió hasta una pequeña narración y comenzó a componer una epopeya
romántica. Al conmoverse por las penas amorosas de sus héroes, se le enrojecían
las mejillas, se le aceleraba el pulso y le brillaban los ojos.
Pero cuando dejaba la pluma todo había pasado; era
como si su espíritu viviera sólo en el movimiento. Luego pudo escribir también
un poema y otro relato, pero siempre en esas condiciones. Sé conmovía, pero así
y todo nunca tomaba realmente en serio su trabajo, que no le parecía
importante. Nada trascendía de su persona y nada salía realmente de su
interior. Le dominaba un sentimiento de indiferencia del que sólo una
obligación exterior podía arrancarlo, como le ocurre a un actor que tiene la
obligación de representar un papel.
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