lunes, 2 de enero de 2012

LA MUERTE EN VENECIA (Thomas Mann)




Von Aschenbach, nombre oficial de Gusta­vo Aschenbach a partir de la celebración de su cincuentenario, salió de su casa de la calle del Príncipe Regente, en Munich, para dar un largo paseo solitario, una tarde primaveral del año 19... La primavera no se había mostrado agradable. Sobreexcitado por el difícil y es­forzado trabajo de la mañana, que le exigía ex­trema preocupación, penetración y escrúpulo de su voluntad, el escritor no había podido de­tener, después de la comida, la vibración inter­na del impulso creador, de aquel motus animi continuus en que consiste, según Cicerón, la raíz de la elocuencia. Tampoco había logrado conciliar el sueño reparador, que le iba siendo cada día más necesario, a medida que sus fuer­zas se gastaban. Por eso, después del té, había salido, con la esperanza de que el aire y el mo­vimiento lo restaurasen, dándole fuerzas para trabajar luego con fruto.

Principiaba mayo, y, tras unas semanas de frío y humedad, había llegado un verano pre­maturo. El “Englischer Garten” tenía la clari­dad de un día de agosto, a pesar de que los ár­boles apenas estaban vestidos de hojas. Las cercanías de la ciudad se inundaban de paseantes y carruajes. En Anmeister, adonde había llegado por senderos cada vez más solitarios, se detuvo un instante para contemplar la ani­mación popular de los merenderos, ante los cua­les habían parado algunos coches. Desde allí, y cuando el sol comenzaba ya a ponerse, salió del parque atravesando los campos. Después, sintiéndose cansado, como el cielo amenazase tormenta del lado de Foehring, se quedó junto al Cementerio del Norte esperando el tranvía, que le llevaría de nuevo a la ciudad, en línea recta.

No había nadie, cosa extraña, ni en la pa­rada del tranvía ni en sus alrededores. Ni por la calle de Ungerer, en la cual los rieles solita­rios se tendían hacia Schwalimg. Ni por la ca­rretera de Foehring se veía venir coche niguno. Detrás de las verjas de los marmolistas, ante las cuales las cruces, lápidas y monumentos expuestos a la venta formaban un segundo ce­menterio, no se movía nada. El bizantino pór­tico del cementerio, se erguía silencioso, bri­llando al resplandor del día expirante. Además de las cruces griegas y de los signos hieráticos pintados en colores claros, veíanse en el pór­tico inscripciones en letras doradas, ordenadas simétricamente, que se referían a la otra vida, tales como «Entráis en la morada de Dios» o «Que la luz eterna os ilumine». Aschenbach se entretuvo durante algunos minutos leyendo las inscripciones y dejando que su mirada ideal se perdiese en el misticismo de que estaba pe­netrada, cuando de pronto, saliendo de su en­sueño, advirtió en el pórtico, entre las dos bes­tias apocalípticas que vigilaban la escalera de piedra, a un hombre de aspecto nada vulgar que dio a sus pensamientos una dirección totalmen­te distinta.

¿Había salido de adentro por la puerta de bronce, o había subido por fuera sin que Aschenbach lo notase? Sin dilucidar profunda­mente la cuestión, Aschenbach se inclinaba, sin embargo, a lo primero. De mediana estatura, enjuto, lampiño y de nariz muy aplastada, aquel hombre pertenecía al tipo pelirrojo, y su tez era lechosa y llena de pecas. Indudablemente, no podía ser alemán, y el amplio sombrero de fiel­tro de alas rectas que cubría su cabeza le daba un aspecto exótico de hombre de tierras remo­tas. Contribuían a darle ese aspecto la mochila sujeta a los hombros por unas correas, un cinturón de cuero amarillo, una capa de montaña, pendiente de su brazo izquierdo, y un bastón con punta de hierro, sobre el cual apoyaba la cadera.

Tenía la cabeza erguida, y en su flaco cuello, saliendo de la camisa deportiva, abierta, se destacaba la nuez, fuerte y desnuda. Miraba a lo lejos con ojos inexpresivos, bajo las cejas rojizas, entre las cuales había dos arrugas ver­ticales, enérgicas, que contrastaban singular­mente con su nariz aplastada. Así —quizá con­tribuyera a producir esta impresión el verlo colocado en alto— su gesto tenía algo de do­minador, atrevido y violento. Y sea que se tra­tase de una deformación fisonómica permanen­te, o que, deslumhrado por el sol crepuscular, hiciese muecas nerviosas, sus labios parecían demasiado cortos, y no llegaban a cerrarse so­bre los dientes, que resaltaban blancos y lar­gos, descubiertos hasta las encías.

¿Aschenbach pecaba de indiscreción al ob­servar así al desconocido en forma un tanto distraída y al mismo tiempo inquisitiva? En todo caso, de pronto notó que le devolvía su mirada de un modo tan agresivo, cara a cara, tan abiertamente resuelto a llevar la cosa al último extremo, tan desafiadoramente, que As­chenbach se apartó con una impresión penosa, comenzando a pasear a lo largo de las verjas, decidido a no volver a fijar su atención en aquel hombre. En efecto, minutos después lo había olvidado. Pero, bien porque el aspecto errante del desconocido hubiera impresionado su fan­tasía, o por obra de cualquier otra influencia física o espiritual, lo cierto es que de pronto ad­virtió una sorprendente ilusión en su alma, una especie de inquietud aventurera, un ansia juve­nil hacia lo lejano, sentimientos tan vivos, tan nuevos o, por lo menos, tan remotos, que se detuvo, con las manos en la espalda y la vista clavada en el suelo, para examinar su estado de ánimo.

Era sencillamente deseo de viajar; deseo tan violento como un verdadero ataque, y tan intenso, que llegaba a producirle visiones. Su imaginación, que no se había tranquilizado des­de las horas del trabajo, cristalizó en la evoca­ción de un ejemplo de las maravillas y espan­tos de la tierra que quería abarcar en una sola imagen. Veía claramente un paisaje: una co­marca tropical cenagosa, bajo un cielo ardien­te; una tierra húmeda, vigorosa, monstruosa, una especie de selva primitiva, con islas, pan­tanos y aguas cenagosas; gigantescas palmeras se alzaban en medio de una vegetación luju­riante, rodeadas de plantas enormes, hincha­das, que crecían en complicado ramaje; árbo­les extrañamente deformados hundían sus raí­ces hacia el suelo, entre aguas quietas de ver­des reflejos y cubiertas de flores flotantes, de una blancura de leche y grandes como ban­dejas.

Pájaros exóticos, de largas zancas y picos deformes, se erguían en estúpida inmovilidad mirando de lado, y por entre los troncos nudo­sos de la espesura de bambú brillaban los ojos de un tigre al acecho... Su corazón comenzó a latir aceleradamente, movido de temor y de oscuras ansias. Al cabo de un rato, se pasó la mano por la frente y continuó su paseo por de­lante de las marmolerías.

Por lo menos, desde que tuvo a su alcance medios para aprovechar a su antojo las facili­dades de comunicación, no había considerado el viaje sino como una medida higiénica, que en ocasiones tuvo que emplear aun contra sus de­seos e inclinaciones. Preocupado excesivamen­te por los problemas que le ofrecía su propio yo, su alma europea, sobrecargada por el im­pulso creador y con escasa inclinación a disper­sarse para sentir la atracción del complejo mun­do interior, se había conformado con la idea general que todos nos hacemos de la superfi­cie de la tierra sin apartarnos gran cosa de nuestro círculo, y ni siquiera había intentado nunca salir de Europa. Además, desde que su vida había iniciado el descenso lento, desde que su temor de artista de no acabar su obra, de que llegase su última hora antes de que rea­lizara lo suyo, sin haber producido cuanto en su interior fermentaba, desde que su preocu­pación creadora había dejado de ser preocupa­ción caprichosa de un instante, su vida exterior se había limitado casi exclusivamente a desli­zarse dentro de la hermosa ciudad en que fijara su residencia y a escapar de vez en cuando ha­cia la recia casa de campo que hizo construir en la montaña, donde pasaba los veranos llu­viosos.

En efecto, aquel impulso oscuro que tan inesperada y tardíamente le acometía, fue pron­to dominado y reducido a justas proporciones por la razón y por el dominio de sí mismo, ad­quirido a fuerza de ejercicios.

Se había propuesto llegar, antes de irse al campo, hasta un punto determinado en la obra que entonces le absorbía. El pensamiento de un viaje por el mundo, que por fuerza tendría que ocuparle demasiado tiempo, le parecía cosa absurda contraria a sus planes e indigna de ser tomada en consideración. Sin embargo, com­prendía perfectamente la razón de aquellos sú­bitos deseos. Era un ansia indudable de huir, ansia de cosas nuevas y lejanas, de liberación, de descanso, de olvido. Era el deseo de huir de su obra, del lugar cotidiano, de su labor obs­tinada, dura y apasionada. Cierto que la amaba y que casi amaba ya también la lucha renovada todos los días, entre su voluntad orgullosa y terca, probada ya muchas veces, y aquel agota­miento creciente que nadie debía sospechar, y del cual no podía quedar en su obra huella al­guna. Pero parecía razonable no aumentar de­masiado la tensión del arco ni ahogar por ca­pricho un ansia tan vivamente sentida. Pensó en su labor, pensó en aquel pasaje que en todo tiempo había tenido que abandonar, sin que le valiesen su paciente esfuerzo ni sus atrevidos ímpetus. La examinó una vez más, tratando de vencer o desviar el obstáculo, y, con un estre­mecimiento de impotencia, hubo de confesar­se vencido. Lo que le molestaba no era una di­ficultad insuperable, sino cierta falta de com­placencia en su obra, que se le manifestaba como disconformidad. Cierto es que desde jo­ven, la disconformidad había sido para él la íntima naturaleza, la esencia del talento, y que por ello había dominado y enfriado el senti­miento, sabiendo que éste se inclina a satisfa­cerse con un “poco más o menos” optimista y con una semiperfección.

¿No sería que el sentimiento así dominado se vengaba abandonándole, negándose a ani­mar su arte, anulando de esa manera toda com­placencia, todo encanto en la forma y en la ex­presión? No es que produjese cosas malas; los años le habían traído la ventaja de encontrarse cada vez más dueño y más seguro de su destre­za. Pero, mientras la nación rendía acatamiento a esta maestría, él no estaba satisfecho por ello. Y era como si a su obra le faltase el fervor de esa alegría ágil que, como ninguna otra cuali­dad, produce el encanto del público. Le temía al veraneo en el campo, solo, en la reducida casa, con la muchacha que le preparaba la co­mida y el criado que servía la mesa; tenía mie­do de las siluetas, conocidas hasta la saciedad, de las cimas y laderas de las montañas, que, como todos los años, serían testigos de su can­sancio y su desasosiego. Necesitaba un cambio, una vida imprevista, días ociosos, aire lejano, sangre nueva. Así, el verano sería fecundo y productivo.

Había que emprender, pues, un viaje. No muy lejos, no hasta los lugares de los tigres precisamente. Bastaría con una noche en cada cama, y un descanso de tres o cuatro semanas en una playa cualquiera del Mediodía delei­table...

Así pensaba, mientras el ruido del tranvía iba acercándose por la calle de Angerer. Ya subiendo al vehículo, decidió consagrar la no­che al estudio del mapa y de la guía de ferro­carriles. Al encontrarse en la plataforma, se le ocurrió buscar al hombre exótico que había visto hacía algunos instantes, y que había te­nido ya cierta trascendencia para él. Pero no pudo verlo, pues aquél no se encontraba ni junto al pórtico ni en la parada ni tampoco en el coche.

El autor de la fuerte y luminosa epopeya de Federico II; el paciente artista que había tejido, en obstinada labor, el tapiz novelesco titulado Maía, tan rico en figuras y en el cual se congregaban tantos destinos humanos a la sombra de una idea; el creador de aquella fuer­te narración titulada Un miserable., que mos­tró a toda la juventud la posibilidad de una de­cisión moral más allá del más profundo cono­cimiento; el autor también del apasionado en­sayo Espíritu y Arte (con esto quedan sucinta­mente enumeradas las obras de su edad madu­ra), cuya fuerza ordenadora y cuya elocuencia hizo que ciertos críticos autorizados lo coloca­ran al nivel de la obra de Schiller en el terreno de la poesía ingenua y sentimental, Gustavo Aschenbach había nacido en L., capital de dis­trito de la provincia de Silesia. Hijo de un alto funcionario judicial, sus ascendientes fueron funcionarios públicos, hombres que habían vi­vido una vida disciplinaria y sobria, al servicio del Estado y del rey. La espiritualidad de la familia había cristalizado una vez en la perso­na de un pastor. En la generación precedente, la sangre alemana de sus antepasados se mez­cló con la sangre más viva y sensual de la madre del escritor, hija de un director de orques­ta bohemio.

De ella provenían los rasgos extranjeros que podían notarse en el aspecto exterior de Aschen-bach.

La combinación de ese espíritu de rectitud profesional con los ímpetus apasionados y os­curos provenientes de su ascendencia materna, habían producido un artista, el artista singular que se llamaba Gustavo Aschenbach.

Como su naturaleza iba impulsada entera­mente hacia la gloria, sin ser un escritor pre­coz precisamente, pronto apareció ante el pú­blico, maduro y formado, gracias a la decisiva y definida personalidad de su genio. Cuando apenas había dejado el gimnasio poseía ya un nombre. Diez años más tarde había apren­dido a desempeñar una función desde la mesa de su despacho: la de administrar su gloria manteniendo una correspondencia, que debía ser limitada ( ¡tantos son los que acuden a los favorecidos de la fortuna! ) para ser sustancio­sa y digna de su nombre. A los cuarenta años, cansado de los esfuerzos y alternativas de su profesión de escritor, ocupaba ya un puesto en­tre la intelectualidad mundial, que diariamen­te le manifestaba su afecto y reconocimiento en todos los países.

Su genio, apartado por igual de lo vulgar y de lo excéntrico, era de la índole más apropia­da para conquistar, al mismo tiempo, la admi­ración del gran público y el interés animador de las minorías selectas. Acostumbrado desde muchacho al esfuerzo, y al esfuerzo intenso, no había disfrutado nunca del ocio ni conoció la descuidada indolencia de la juventud. A los treinta y cinco años de edad cayó enfermo en Viena. Un fino observador decía por entonces, hablando de él en sociedad: “Aschenbach ha vivido siempre así —y cerraba fuertemente el puño de la mano izquierda—. Nunca así —y de­jaba colgar indolentemente la mano abierta.” Esto era exacto, y el valor moral probado por ello era tanto mayor, cuanto que su naturaleza no era robusta ni mucho menos, y no había nacido para ejecutar esfuerzos de suprema ten­sión.

Su delicada complexión hizo que los médi­cos le excluyesen durante su niñez de la asisten­cia a la escuela, por lo cual disfrutó una edu­cación casera. Había crecido así, aislado, sin amigos, dándose cuenta prematuramente de que pertenecía a una generación en la cual es­caseaba, si no el talento, sí la base fisiológica que el talento requiere para desarrollarse; a una generación que suele dar muy pronto lo mejor que posee y que rara vez conserva sus facultades actuantes hasta una edad avanzada. Pero su lema favorito fue siempre resistir, y su epopeya de Federico no era sino la exalta­ción de esta palabra, que le parecía el compen­dio de toda virtud pasiva. Y deseaba ardiente­mente llegar a viejo, pues siempre había creído que sólo es verdaderamente grande y realmente digno de estima el artista a quien el Destino ha concedido el privilegio de crear sus obras en todas las etapas de la vida humana.

Por eso, como la carga de su talento tenía que ir sobre unos hombros débiles, y como que­ría llegar lejos, necesitaba una extremada dis­ciplina. Y la disciplina era, por fortuna, una parte de su herencia paterna. A los cuarenta, a los cincuenta años, lo mismo que antes, a la edad en que otros descuidan sus facultades, sueñan y aplazan tranquilamente la ejecución de gran­des planes, él comenzaba temprano la jornada cotidiana, dándose una ducha de agua fría, y luego, alumbrándose con un par de velas altas en el candelabro de plata, a solas con su ma­nuscrito, brindaba al arte en dos o tres horas de intenso y concentrado trabajo mental, las fuerzas que había acumulado durante el sue­ño. Atestigua realmente la victoria de su ro­bustez moral el hecho de que sus desconocidos lectores creyesen que el mundo de su novela Maía, o las figuras épicas entre las que desa­rrollaba la vida heroica de Federico, procedían de una inspiración súbita y habían sido crea­dos en momentos de extraordinaria fuerza de expresión. Pero, en realidad, la grandeza de toda su obra estaba hecha de un minucioso trabajo cotidiano; era la resultante de cientos de inspiraciones breves, y debía la excelsa maes­tría de la concepción total y de cada uno de los detalles al hecho de que su creador, con te­nacidad y energía semejantes a las del héroe que conquistara su provincia natal, supo per­severar años y años bajo la tensión de una mis­ma obra, consagrando a la labor de ejecución, propiamente dicha, sus horas más preciosas e intensas.


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