TODOS LOS DÍAS Justin
Horgenschlag, auxiliar de imprenta con un sueldo de treinta dólares semanales,
veía muy de cerca a aproximadamente sesenta mujeres a las que nunca había visto
antes. Así, en los cuatro años que llevaba viviendo en Nueva York, Horgenschlag
había visto muy de cerca a unas 75.120 mujeres distintas. De estas 75.120
mujeres, así como 25.000 tenían menos de treinta años de edad y más de quince.
De las 25.000 sólo 5.000 pesaban entre cuarenta y siete y cincuenta y siete
kilos. De estas 5.000, sólo 1.000 no eran feas.
Sólo 500 eran
razonablemente atractivas; sólo 100 eran realmente atractivas; sólo 25 podrían
haber inspirado un largo, despacioso silbido. Y de sólo 1 se enamoró Horgenschlag
a primera vista.
Bien, existen dos
clases de femme fatale. Existe la femme fatale
que es una femme fatale en todos los sentidos de la palabra, y existe la
femme fatale que no es una femme fatale en todos los sentidos de la palabra.
Se llamaba Shirley
Lester. Tenía veinte años (once menos que Horgenschlag), medía un metro y
sesenta y tres centímetros (lo cual le dejaba la cabeza a la altura de los ojos
de Horgenschlag), pesaba 53 kilos (ligera como una pluma para llevarla en
brazos). Shirley era taquígrafa, vivía con su madre, Agnes Lester, una vieja
entusiasta de Nelson Eddy, a la cual mantenía. Respecto a la belleza de
Shirley, la gente a menudo la describía así: “Shirley es tan mona que parece un
retrato”.
Y en el autobús de la
Tercera Avenida, una mañana temprano, Horgenschlag controló a Shirley Lester, y
se sintió un guiñapo. Todo porque la boca
de Shirley estaba abierta de un modo curioso. Shirley estaba leyendo un anuncio
de cosméticos en el tablero de la pared del autobús: y cuando Shirley leía, a
Shirley se le aflojaba ligeramente la mandíbula. Y en ese breve instante en el que
la boca de Shirley estuvo abierta y los labios estuvieron separados, Shirley
fue probablemente la más fatal de todo Manhattan. Horgenschlag vio en ella un seguro
curalotodo contra el gigantesco monstruo de soledad que le había estado rondando
el corazón desde que había llegado a Nueva York. ¡Oh, aquella agonía!
La agonía de estar
controlando a Shirley Lester y no poder inclinarse y besar, los labios
separados de Shirley. jAquella inefable agonía!
Ese era el comienzo
del cuento que empecé a escribir para Collier's. Iba a escribir una tierna y
encantadora historia del tipo chico-conoce-chica. Qué podría ser mejor, pensé.
El mundo necesita historias del tipo chico-conoce-chica. Pero para escribir
una, por desgracia, el escritor debe ponerse a la tarea de hacer que el chico
conozca a la chica. Yo no pude lograrlo con ésta. No y lograr que tuviera sentido.
No pude juntar a Horgenschlag y a Shirley como es debido. Y he aquí las razones:
Desde luego, era
imposible que Horgenschlag se inclinara y dijera con toda sinceridad:
- Disculpe. La amo
mucho. Estoy chiflado por usted. Lo sé.
Podría amarla toda la vida. Soy auxiliar de imprenta y gano treinta dólares
semanales. Dios, cómo la amo. ¿Tiene algo que hacer esta noche?
Este Horgenschlag
puede ser un chorras, pero no tamaño
chorras. Puede haber nacido ayer, pero no hoy. Uno no puede esperar que los
lectores de Collier's se traguen esa clase de majadería. Después de todo, cinco
centavos son cinco centavos.
Por supuesto, no podía
darle de pronto a Horgenschlag un suero de la suavidad, mezcla de la vieja
pitillera de William Powell y el viejo sombrero de copa de Fred Astaire.
- Por favor, no me
interprete mal, señorita. Soy ilustrador de revistas. Mi tarjeta. Me gustaría
dibujarla más de lo que nunca he querido dibujar a nadie en mi vida. Tal vez
semejante empresa sería para nuestro mutuo provecho. ¿Me permite que la
telefonee esta tarde, o en un futuro muy cercano? (Breve risa desenfadada.)
Espero no sonar demasiado desesperado. (Otra risa.) En realidad supongo que lo
estoy.
Caray, muchacho. Esas
líneas soltadas con una sonrisa cansada y sin embargo jovial, y sin embargo
despreocupada. Ojalá Horgenschlag las hubiera soltado. Shirley, por supuesto,
era también una vieja entusiasta de Nelson Eddy, y miembro activo de la
Biblioteca Circulante Keystone.
Tal vez estén ustedes
empezando a ver a qué me enfrentaba.
Cierto, Horgenschlag
podría haber dicho lo siguiente: -Perdone, pero ¿no es usted Wilma Pritchard?
A lo que Shirley
habría respondido fríamente, y buscando un punto neutro al otro extremo del autobús:
- No.
- Tiene gracia -podría
haber proseguido Horgenschlag-, estaba dispuesto a jurar que era usted Wilma Pritchard. Ah. ¿No
será usted por casualidad de Seattle?
- No -Aquel no era de
un sitio con más hielo.
- Seattle es mi ciudad
natal.
Punto neutro.
- Gran pequeña ciudad,
Seattle. Quiero decir que realmente es una gran pequeña ciudad. Yo sólo llevo
aquí (quiero decir en Nueva York) cuatro años. Soy auxiliar de imprenta. Me
llamo Justin Horgenschlag.
- Realmente no me
inte-resa.
Oh, Horgenschlag no
habría llegado a ninguna parte en esa línea. No tenía el físico, la
personalidad ni la ropa buena para ganarse el interés de Shirley en esas
circunstancias. No tenía ninguna posibilidad. Y, como dije antes, para escribir
una historia realmente buena del tipo chico-conoce-chica es aconsejable hacer que
el chico conozca a la chica.
Quizá Horgenschlag
podría haberse desmayado, y al hacerlo haberse agarrado a algo en busca de
apoyo: siendo el apoyo el tobillo de Shirley. De ese modo podía haberle rasgado
la media, o conseguido adornársela con una estupenda y larga carrera. La gente
se habría hecho a un lado para dejarle sitio al fulminado Horgenschlag, y él se
habría puesto en pie, mascullando:
- Ya estoy bien,
gracias. -Y luego-: ¡Oh, vaya! Lo siento muchísimo, señorita.
Le he rasgado la
media. Tiene que dejarme que se la pague. Ahora mismo no llevo bastante en
efectivo, pero deme su dirección.
Shirley no le habría
dado su dirección. Se habría limitado a ponerse violenta y a estar torpe de
palabra.
- No importa, déjelo
-habría dicho, deseando que Horgenschlag no hubiera nacido. Y además, la idea
entera carece de lógica. A Horgenschlag, un muchacho de Seattle, no se le
habría ocurrido agarrarse al tobillo de Shirley. No en el autobús de la Tercera
Avenida.
Pero lo que sí es más
lógico es la posibilidad de que Horgenschlag se hubiera desesperado. Todavía
quedan unos cuantos hombres que aman desesperadamente. Quizá Horgenschlag era
uno. Podría haberle arrebatado el bolso a Shirley y haber corrido con él hacia
la puerta trasera de salida. Shirley habría gritado. Los hombres la habrían
oído, y se habrían acordado del Álamo o algo por el estilo. La huida de
Horgenschlag, digamos, es ahora detenida. El autobús es parado. El agente
Wilson, que no ha hecho una buena detención en mucho tiempo, entra en escena.
¿Qué está pasando aquí Guardia, este hombre ha intentado robarme el bolso. Horgenschlag
es arrastrado ante el tribunal. Shirley, por supuesto, debe asistir a la vista.
Ambos dan sus direcciones; con ello Horgenschlag queda informado del lugar de
la divina morada de Shirley.
El juez Perkins, que
en su propia casa ni siquiera puede conseguir una buena, realmente buena taza
de café, condena a Horgenschlag a un año de prisión. Shirley se muerde el labio,
pero a Horgenschlag se lo llevan.
En la cárcel,
Horgenschlag escribe la siguiente carta a Shirley Lester:
Querida Miss Lester:
No tenía verdadera intención de
robarle el bolso. Se lo cogí sólo porque la amo.
Ya
ve, solamente quería conocerla. Por favor, ¿me escribirá usted una carta alguna vez cuando tenga tiempo? Aquí se
está bastante solitario y yo la amo mucho
y quizá hasta vendría usted a verme alguna vez si tiene tiempo.
Su amigo,
JUSTIN HORGENSCHLAG
Shirley enseña la
carta a todas sus amigas. Éstas dicen: “Ah, es una monada de carta, Shirley”. Shirley reconoce que en
cierto sentido sí es mona.
Quizá la conteste. “¡Sí!
Contéstala. Dale una oportunidad. ¿Qué tienes que perder?” Así que Shirley
contesta a la carta de Horgenschlag.
Querido Mr. Horgenschlag:
Recibí su carta y realmente siento
mucho lo que ha ocurrido. Por desgracia poco
podemos hacer al respecto a estas alturas, pero me siento abominable tal como se han desarrollado los acontecimientos.
Sin embargo, su condena es corta y
pronto estará fuera. Le deseo la mayor suerte.
Le saluda atentamente,
SHIRLEY
LESTER
Querida Miss Lester:
Nunca sabrá lo mucho que me animó
recibir su carta. No debería sentirse abominable
en absoluto. Fue todo culpa mía por ser tan loco, así que no se sienta de ese modo en absoluto. Aquí nos ponen
películas una vez a la semana y en realidad no está tan mal. Tengo
treinta y un años de edad y soy de Seattle. Llevo
cuatro años en Nueva York y creo que es una gran ciudad, sólo que de vez en cuando se siente uno bastante solo.
Usted es la chica más guapa que he visto
nunca, incluso en Seattle. Me gustaría que me viniera a ver algún sábado por la tarde durante las horas de
visita, de 2 a 4, y yo le pagaré el billete de tren.
Su
amigo,
JUSTIN
HORGENSCHLAG
Shirley habría
enseñado también esta carta a todas sus amigas. Pero ésta no la contestaría.
Cualquiera podía ver que este Horgenschlag era un chorras. Y después de todo,
ella había contestado a la primera
carta. Si contestaba a esta carta idiota la cosa podría eternizarse durante
meses y todo eso. Había hecho por el hombre cuanto había podido. Y vaya nombre.
Horgenschlag.
Mientras tanto,
Horgenschlag lo está pasando fatal en la cárcel, aun cuando les pasan películas
una vez a la semana. Sus compañeros de celda son Snipe Morgan y Slicer Burke,
dos chicos de los bajos fondos, que ven en la cara de Horgenschlag cierto
parecido con un tipo de Chicago que una vez se chivó de ellos. Están
convencidos de que Cararrata Ferrero y Justin Horgenschlag son una y la misma
persona.
- Pero yo no soy
Cararrata Ferrero -les dice Horgenschlag.
- No me vengas con eso
-dice Slicer, tirando al suelo las escasas raciones de comida de Horgenschlag.
- Zúmbale en la cabeza
-dice Snipe.
- Os digo que sólo
estoy aquí por haberle robado el bolso a una chica en el autobús de la Tercera
Avenida -alega Horgenschlag-. Sólo que en realidad no se lo robé. Me enamoré de
ella, y ésa era la única manera de poder conocerla.
- No me vengas con eso
-dice Slicer.
- Zúmbale en la cabeza
-dice Snipe.
Llega entonces el día
en el que diecisiete presos intentan llevar a cabo una fuga. Durante el periodo
de juegos en el patio de recreo, Slicer Burke, con artimañas hace caer a la
sobrina del alcaide, Lisbeth Sue, de ocho años, en sus garras. Rodea el talle
de la niña con sus manos de veinte por treinta centímetros y la sostiene en
alto para que la vea el alcaide.
- jEh, alcaide! -grita
Slicer- iAbra esas puertas o hay telón para la cría!
- jTío Bert, no tengo
miedo! -grita Lisbeth Sue.
- iSuelta a esa niña,
Slicer! -ordena el alcaide, con toda la impotencia de su orden.
Pero Slicer sabe que
tiene al alcaide justo allí donde lo quiere. Diecisiete hombres y una niña
pequeña y rubia salen por las puertas. Dieciséis hombres y una niña pequeña y
rubia salen sanos y salvos. Un guardia de la torre alta cree ver una
maravillosa oportunidad para pegarle un tiro en la cabeza a Slicer, y con ello destruir
la unidad del grupo fugitivo. Pero falla, y sólo logra pegarle un tiro al hombrecillo
que camina nerviosamente detrás de Slicer, matándolo en el acto.
¿Adivinan de quién se
trata?
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