I
UNA CIUDAD PEQUEÑA
Put
thousands together
Less
bad
But
the cage less gay.
HOBBES
La pequeña ciudad de
Verrières puede pasar por una de las más lindas del Franco Condado. Sus casas,
blancas como la nieve y techadas con teja roja, escalan la estribación de una colina,
cuyas sinuosidades más insignificantes dibujan las copas de vigorosos castaños.
El Doubs se desliza inquieto algunos centenares de pies por bajo de la base de
las fortificaciones, edificadas en otro tiempo por los españoles y hoy en ruinas.
Una montaña elevada
defiende a Verrières por su lado Norte. Los picachos de la tal montaña, llamada
Verra, y que es una de las ramificaciones del Jura, se visten de nieve en los primeros
días de octubre. Un torrente, que desciende precipitado de la montaña, atraviesa
a Verrières y mueve una porción de sierras mecánicas, antes de verter en el
Doubs su violento caudal. La mayor parte de los habitantes de la ciudad, más
campesinos que ciudadanos, disfrutan de un bienestar relativo, merced a la
industria de aserrar maderas, aunque, a decir verdad, no son las sierras las
que han enriquecido a nuestra pequeña ciudad, sino la fábrica de telas pintadas
llamadas de Mulhouse, cuyos rendimientos han remozado casi todas las fachadas
de las casas, después de la caída de Napoleón.
Aturde al viajero que
entra en la ciudad el estrépito ensordecedor de una máquina de terrible
apariencia. Una rueda movida por el torrente, levanta veinte mazos pesadísimos,
que, al caer, producen un estruendo que hace retemblar el pavimento de las
calles. Cada uno de esos mazos fabrica diariamente una infinidad de millares de
clavos. Muchachas deliciosas, frescas y bonitas, ofrecen al rudo beso de los
mazos barras de hierro, que éstos transforman en clavos en un abrir y cerrar de
ojos. Esta labor, que a primera vista parece ruda, es una de las que en mayor
grado sorprenden y maravillan al viajero que penetra por vez primera en las
montañas que forman la divisoria entre Francia y Helvecia. Si el viajero, al entrar
en Verrières, siente a la vista de la fábrica de clavos el aguijón de la
curiosidad, y pregunta quién es el dueño de aquella manifestación del genio
humano, que ensordece y aturde a las personas que suben por la calle Mayor, le
contestarán:
- ¡Oh! ¡Esta fábrica
es del señor alcalde!
A poco que el viajero
se detenga en su ascensión por la calle Mayor de Verrières, que arranca de la
margen misma del Doubs y termina en la cumbre de la colina, es seguro que ha de
tropezar con un hombre de gran prosopopeya, con un personaje de muchas
campanillas. Viste traje gris, y grises son sus cabellos; es caballero de
varias órdenes, tiene frente despejada, nariz aguileña y facciones regulares.
Su expresión, su conjunto, a primera vista, es agradable y hasta simpático, dentro
de lo que cabe a los cuarenta y ocho o cincuenta años; pero si el viajero hace
un examen detenido de su persona, hallará, a la par que ese aire típico de
dignidad de los alcaldes de pueblo y esa expresión de endiosamiento y de
suficiencia, un no sé qué indefinido que es síntoma de pobreza de talento y de
estrechez de mentalidad, y terminará por pensar que las pruebas únicas de
inteligencia que ha dado, o es capaz de dar el alcalde, consisten en hacerse
pagar con puntualidad y exactitud lo que le deben, y en no pagar, o en retardar
todo lo posible el pago de lo que él debe a los demás.
Y ya tenemos hecho el
retrato del alcalde de Verrières, señor de Rênal. El viajero no tarda en
perderle de vista, porque entra aquel invariablemente en la alcaldía, después
de recorrer con paso majestuoso la calle; pero si, dejando al alcalde en su despacho,
continúa su ascensión, encontrará, unos cien pasos más arriba, una casa de
lujoso aspecto, y verá las verjas que la circundan, jardines hermosísimos, que
tienen por fondo las distantes colinas de Borgoña, y ofrecen un panorama que parece de propósito hecho para
recreo de la vista. El viajero comienza allí a olvidar la atmósfera saturada de
emanaciones de sórdido interés que venía respirando y que principiaban a asfixiarle.
Pregunta, y le dicen
que aquel inmueble lujoso es propiedad del señor de Rênal. La fabricación de
clavos produce al alcalde de Verrières enormes rendimientos, merced a los cuales
ha podido erigir el hermoso edificio de sólida sillería.
Afirman que su familia
es española y de rancia estirpe, establecida en el país mucho antes de la
conquista del mismo por Luis XIV.
Desde el año de 1815,
se avergüenza de ser industrial: fue el año que le sentó en la poltrona de la
alcaldía de Verrières. Los muros que sostienen las diversas parcelas de aquel
magnífico jardín, que desciende, formando a manera de pisos de regularidad
perfecta, hasta la orilla del Doubs, son también premio alcanzado por la
ciencia del señor Rênal en el negocio del hierro.
Que no esperen
nuestros lectores encontrar en Francia esos jardines pintorescos que rodean las
ciudades de Alemania: Leipzig, Francfort, Nuremberg, etc. En el Franco Condado,
cuantos más muros se construyen, cuanto con mayor profusión se llenan las
propiedades de hileras de sillares superpuestos, tantos mayores derechos se
adquiere al respeto y a la consideración de los vecinos. Los jardines del señor
Rênal gozan de la admiración general, no por su hermosura precisamente, sino
porque su propietario ha comprado a peso de oro las distintas parcelas que
ocupan. Citaremos un ejemplo: la serrería que, a causa de su emplazamiento
singular sobre la margen del Doubs, llamó la atención del viajero a su entrada en
Verrières, y cuya techadumbre corona una tabla gigantesca sobre la cual se lee
el nombre de SOREL, escrito con letras descomunales, ocupaba, seis años antes,
el terreno que hoy sirve de emplazamiento al muro de la cuarta terraza de los jardines
del señor Rênal.
Pese a su altivez, el
señor alcalde necesitó Dios y ayuda para convencer al viejo Sorel, rústico duro
de pelar y terco como una mula, quien no
se decidió a trasladar su serrería a otra parte sin antes hacerse suplicar
mucho y obligar al comprador a dar por los terrenos un precio diez veces mayor
del que en realidad tenían. En cuanto a la fuerza motriz necesaria para la
marcha de la sierra, el señor Rênal consiguió, gracias a las buenas relaciones
con que contaba en París, que fuese desviado el curso del río público. La gracia
le fue concedida a raíz de las elecciones de 182...
El trato hizo a Sorel
dueño de cuatro hectáreas de terreno, en vez de una, que antes tenía. La
industria quedó instala- da sobre la margen del Doubs, unos quinientos pasos
más abajo que la antigua, y aunque esta posición última era incomparablemente
más ventajosa para el negocio, el señor Sorel, que así se le llama generalmente
desde que es rico, fue bastante diestro para arrancar a la impaciencia de la
manía de propietario que acosaba a su vecino, la bonita suma de seis mil francos.
Diremos, en honor a la
verdad, que todas las personas inteligentes del país criticaron el trato. En
una ocasión, hace de eso cuatro años, el señor Rênal, al salir de la iglesia un
domingo, luciendo los distintivos de su cargo de alcalde, vio desde lejos a
Sorel, rodeado de sus tres hijos, que le miraba con la sonrisa en los labios.
Aquella sonrisa fue feroz puñalada asestada en medio del corazón del alcalde,
porque le hizo comprender que le habría sido fácil obtener los terrenos mucho
más baratos.
Quien quiera
conquistarse la consideración pública en Verrières, debe huir como de la peste,
en la construcción de los muros, de cualquiera de los planos que importan de
Italia los maestros de obras y albañiles que, llegada la primavera, atraviesan
las gargantas del Jura para llegar a París. La innovación atraería sobre la
cabeza del imprudente constructor la eterna reputación de mala cabeza, y le
perdería para siempre en el concepto y estimación de las personas prudentes y
moderadas, que son las encargadas de otorgar entrambas cosas en el Franco
Condado.
En realidad de verdad,
las tales personas prudentes y moderadas ejercen el más fastidioso de los
despotismos y son causa de que la permanencia en las ciudades pequeñas se haga
insoportable a los que han vivido en la inmensa república llamada París.
La tiranía de la opinión... ¡y qué opinión, santo Dios! están estúpida en
las pequeñas ciudades de Francia como en los Estados Unidos de América.
II
UN ALCALDE
¡La
importancia! ¿Es nada, por
ventura?
La importancia es el respeto de
los
necios, el pasmo de los niños, la
envidia
de los ricos y el desprecio del
sabio.
BARNAVE.
Afortunadamente para
la reputación del señor Rênal como administrador, fue preciso construir un
inmenso muro de contención, a lo largo del paseo público que rodea la colina a
un centenar de pies sobre el nivel de las aguas del Doubs. A la posición
admirable del paseo es deudora la ciudad de la vista que posee, una de las más
pintorescas de Francia; pero era el caso que todos los años, en cuanto llegaba
la primavera, las lluvias agrietaban el firme y abrían en él surcos y barrancos
que lo hacía impracticable. Este inconveniente, por todos sentidos, puso al señor
Rênal en la feliz necesidad de inmortalizar su administración construyendo un
muro de veinte pies de altura y de treinta o cuarenta toesas de longitud.
El parapeto del muro
en cuestión, que obligó al señor Rênal a hacer tres viajes a París, porque el penúltimo
ministro del Interior se había declarado enemigo mortal del paseo público de
Verrières, se alza en la actualidad cuatro pies sobre el suelo, y, como para
desafiar la oposición de todos los ministros pasados, presentes y futuros, le
ponen un coronamiento de hermosos sillares.
¡Cuántas veces,
apoyado de pechos contra aquellos bloques de piedra, de hermoso tono gris
azulado, mis ojos se han hundido en el fondo del valle del Doubs, mientras mi
pensamiento recordaba los bailes de París, abandonados la víspera! Más allá del
caudal del río, sobre la margen izquierda de éste, serpentean cinco o seis
valles, por cuyo fondo se distingue a simple vista el curso de otros tantos
arroyuelos que, después de precipitarse de cascada en cascada, vienen a ser engullidos
por el Doubs. Los rayos del sol queman en aquellas montañas, pero cuando se
dejan caer a plomo sobre la cabeza del viajero, puede éste continuar sus sueños
a la deliciosa sombra de los magníficos plátanos que allí crecen. El desarrollo
rápido y el hermoso verdor de tono azulado de los plátanos débense a la tierra
que el alcalde hizo transportar y colocar detrás del inmenso muro de
contención, para aumentar en más de seis pies el ancho del paseo, no obstante
la oposición sistemática del Consejo Municipal en pleno. Aunque el alcalde sea
ultra y yo liberal, faltaría a la imparcialidad, y a la justicia si no
ponderara como se merece una mejora que, a juicio del señor Rênal y del señor
Valenod, afortunado director del Asilo de Mendicidad de Verrières, ha dado a la
ciudad una terraza capaz de competir, acaso con ventaja, con la célebre de
Saint-Germain-en-Laye.
En el Paseo de la
Fidelidad, nombre que se lee en quince o veinte lápidas de mármol colocadas en
otros tantos sitios, y que han valido al señor Rênal una condecoración más,
sólo hallo un detalle digno de censura, y es el sistema bárbaro de poda de los
plátanos empleado por la autoridad. Es indudable que estos árboles, los más
vulgares de los de cultivo, en vez de copas espesas, redondas y aplanadas,
preferirían tener esas formas magníficas que estamos acostumbrados a ver en sus
congéneres de Inglaterra; pero la voluntad del señor alcalde es despótica, y
ésta ordena que todos los árboles propiedad del municipio sean amputados y
mutilados bárbaramente dos veces al año.
Los liberales de la
circunscripción pretenden, seguramente con notable exageración, que la mano del
jardinero municipal es más severa desde que el señor vicario Maslon se
acostumbró a apoderarse de los productos de la poda.
El joven eclesiástico
que acabo de nombrar fue enviado hace algunos años desde Besançon, con el
encargo de espiar al párroco Chélan y a otros curas de los alrededores. Un médico
mayor del ejército de Italia, retirado en Verrières, jacobino y bonapartista en
vida, según el señor Rênal, se atrevió un día a quejarse de la mutilación
periódica de los árboles.
- Me gusta la sombra-
replicó el señor alcalde, con ese tono de altanería que tan bien sienta a las
autoridades cuando se dirigen a un humilde caballero de la Legión de Honor-. Me
gusta la sombra, mando podar mis árboles para que den sombra, y no concibo que
los árboles sirvan para otra cosa que para dar sombra, de no tratarse de los
que, como el nogal, producen utilidades.
Y acabó de estampar la
razón que lo decide todo en Verrières: utilidad, rendimiento. Las tres cuartas
partes de sus habitantes sólo para las rentas tienen pensamiento.
En una ciudad que tan
poética parece, todo se mueve, todo obedece a la más prosaica de las razones: a
la renta, al interés. El extranjero, el forastero que llega a ella, seducido por
la frescura y profundidad de los valles que la rodean, imagina al principio que
sus habitantes han de ser necesariamente sensibles a lo bello. No saben hablar
más que de la belleza de su país, la ponderan con entusiasmo, y en realidad la estiman
en mucho; pero la ponderan y estiman porque atrae gran contingente de
extranjeros, cuyos bolsillos se encargan de aligerar los fondistas y posaderos.
Era un delicioso día
de otoño. El señor Rênal paseaba por el Paseo de la Fidelidad dando el brazo a
su señora Esta, sin dejar de escuchar a su marido, que hablaba con voz grave,
no separaba sus inquietos ojos de tres niños, uno de los cuales, el mayor, que
tendría once años, se acercaba al parapeto con demasiada frecuencia y con ganas
evidentes de subirse sobre él. Una voz dulce pronunciaba entonces el nombre de
Adolfo, y el niño renunciaba a su proyecto ambicioso. La señora del alcalde
tendría unos treinta años y se mantenía muy bella.
- Pudiera ocurrir que
ese arrogante caballero de París hubiese de arrepentirse- decía el señor Rênal
con voz concentrada y rostro más pálido que de ordinario-. ¿Cree el zángano que
me faltan buenos amigos...?
El arrogante caballero
de París, que tan odioso se había hecho al alcalde de Verrières, era un tal
señor Appert, que dos días antes había conseguido introducirse, no sólo en la cárcel
y en el Asilo de Mendicidad de Verrières, sino también en el hospital,
administrado gratuitamente por el alcalde y propietarios principales de la
población.
- ¿Pero qué importa-
replicaba con timidez la alcaldesa- que ese caballero de París haya hecho una
visita de inspección a esos establecimientos, que tú administras con probidad
la más escrupulosa?
- Ha venido con el
propósito de fisgonear, y luego publicará artículos en la prensa liberal.
- Qué tú no lees
nunca, amigo mío.
- Pero no falta quien
comente los artículos jacobinos, lo que es obstáculo que nos dificulta el
ejercicio de la caridad. Te juro que nunca podré perdonar al cura.
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