viernes, 6 de enero de 2012

IVANHOE (Walter Scott)


CAPÍTULO PRIMERO



            Así los dos departen caminando 
            y los cochinos a despecho guían; 
            más de esto el gruñir y tardo paso 
            que van a su pesar sobrado indican.
                                                            ODISEA.


En aquel hermoso cantón de la dichosa Inglaterra bañado por  las cristalinas aguas del río Don se extendía antiguamente una inmensa floresta que ocultaba la mayor parte de los valles y montañas que se encuentran entre  Sheffield  y  la encantadora ciudad de Doncaster. Aún existen considerables restos de aquel bosque en las magníficas posesiones de Wentwort, Warncliffe-Park y en las cercanías de Rotherdham. Este fue, según la tradición, el Teatro de los estragos ejecutados por el fabuloso dragón de Wantley; allí se dieron algunas batallas libradas en las guerras civiles, cuando peleó la rosa encarnada contra la rosa blanca, y allí también campearon las partidas de valientes proscriptos, tan celebrados por sus hazañas en las populares canciones de Inglaterra.

Este es el principal sitio de la escena de nuestra historia, cuya fecha se refiere a los postreros años del reinado de Ricardo I, Corazón de León; época en que los deseos de sus vasallos, más bien que fundadas esperanzas, hacían creer que regresaría del cautiverio en que le había encerrado la perfidia al volver de Palestina. La nobleza, cuyo poder no conocía freno en el reinado de Esteban, y de la cual toda la gran prudencia de Enrique II sólo pudo lograr que conservase cierta muestra de sumisión a la Corona, recobró de pronto su antigua insolencia, entregándose a ella con el más imprudente desenfreno. La intervención del Consejo de Estado era mirada por los nobles con el más alto desprecio: ellos reforzaban sus tropas; fortificaban sus castillos aumentando el número de sus posesiones a costa de los pacíficos vecinos, que, reducidos a un estado de vasallaje, ponían el mayor conato para lograr el mando de algunas fuerzas suficientes, a fin de  adquirir  cierto carácter de importancia en la civil discordia porque estaba ya el país amenazado. La Nobleza que seguía a la de los grandes barones, y que, según las leyes de Inglaterra, debía estar a cubierto de la tiranía feudal, llegó a verse en la posición más precaria y expuesta; y los nobles que en categoría seguían a los barones eran designados con el nombre de franklines.

Estos comúnmente se ponían bajo la protección de algún poderoso vecino, o tal vez aceptaban algún  cargo  feudal en sus castillos, o bien se comprometían a ayudarle  en sus proyectos por medio de un tratado de alianza que garantizaba del modo posible su tranquilidad durante cierto término, aunque a costa de su independencia y de tener que figurar en las arriesgadas empresas que tomaran a su cargo sus protectores; empresas siempre dictadas por el orgullo, la arrogancia o la temeridad. Los franklines, que deseaban librarse de la despótica autoridad de los grandes barones observando una conducta pacífica y descansando en las leyes del país, aunque holladas  las más veces en aquella azarosa época, se veían continuamente perseguidos y arruinados; llegaba la tiranía de los señores feudales a oprimirlos por todos los medios, no faltándoles nunca pretexto para vejarlos, aunque jamás le hallaban para favorecerlos.

Después de la conquista de Inglaterra por Guillermo, duque de Normandía, seguían la misma conducta opresora; y cuatro generaciones transcurridas no bastaron a mezclar entre sí  la sangre de los normandos con  la de los anglosajones, ni a inspirarles un mismo lenguaje, ni a unir los intereses de  las dos razas enemigas: la una estaba engreída con el orgullo de  la  victoria, en tanto que la otra lloraba y se abatía por el deshonor del vencimiento. Los nobles normandos se habían hecho dueños del mando después de la famosa batalla de Hastings, y, según refieren los historiadores, no hicieron de su autoridad el mejor uso. La raza de los príncipes y de nobles sajones había sido despojada o destruida y apenas se encontraba un sajón que conservara algún dominio de segunda o tercera clase en el país de sus antepasados. La política de Guillermo y de sus sucesores fue oprimir y debilitar cada vez más a los antiguos habitantes bien fuese por medios legales o violentos, pues, con justa razón, sólo eran mirados como irreconciliables enemigos del partido vencedor. Los soberanos de raza normanda, no sólo distinguían con la mayor predilección a los vasallos normandos, sino que introducían a cada momento nuevas leyes sobre la caza y sobre mil otros objetos importantes, que contrariaban visiblemente al antiguo código sajón mucho más benigno, y que manifestaban cuánto era el deseo que tenían de agravar todo lo posible la pesadumbre del yugo que oprimía a los habitantes conquistados. En la corte, en los castillos de la alta nobleza, que era un mezquino remedo de aquélla, no se hablaba otro idioma que el francés, y este mismo se usaba en los tribunales y juicios; el uso del lenguaje sajón, harto más expresivo y varonil, había quedado sólo para los campesinos y demás clases inferiores, mientras que el francés era el idioma predilecto de la Caballería y de la Justicia. Pero la necesidad de comunicarse y entenderse los señores del país y los que le cultivaban produjo un dialecto que participaba del francés y del sajón y éste fue el origen verdadero del actual idioma inglés. En él afortunadamente se confundieron los idiomas del pueblo vencedor y del vencido, enriqueciéndose siempre por grados con  las adquisiciones que hiciera tomándolas de las lenguas clásicas y alguna vez de las que usan los pueblos del mediodía de Europa.

Esta era exactamente la situación del Estado en la época de que vamos hablando; habiendo durado  la  memoria de  las  distinciones nacionales entre los conquistadores y vencidos hasta el reinado de Eduardo III, permanecían sin cicatrizarse las profundas heridas que dejara la conquista, y existía la línea que separaba a los descendientes de los normandos de los sajones.

Caminaba el Sol hacia su ocaso, y hería con sus postreros rayos un hermoso claro descubierto del bosque que indicamos al principio de este capítulo. Millares de antiguas encinas que contaban muchos siglos de antigüedad y que, probablemente, habrían sido testigos de  las  triunfales marchas de  las  legiones romanas, extendían sus nudosas ramas sobre una encantadora alfombra de verde césped; con ellas se mezclaban  las  de los abedules, acebos y otras infinitas de varios árboles altos, cuyo tejido impenetrable interceptaba el paso a la luz. En otros parajes inmediatos se separaban los unos de los otros formando largas calles de alamedas en cuyas revueltas se perdía la vista agradablemente y a la imaginación le parecían rústicos senderos que guiaban a otros parajes aún más silvestres y sombríos. Los purpúreos rayos del sol poniente perdían sus fulgidos matices al quebrarse en el verde ramaje, en tanto que, llegando sin obstáculo, en otros sitios más claros brillaban con todo su esplendor.

Notábase además abierto un considerable espacio que sirvió tal vez en otro tiempo a  las  supersticiosas ceremonias de los druidas, pues sobre la cima de una colina cuya regularidad dejaba entrever la mano industriosa del hombre se divisaba un círculo de toscas piedras sin pulimento.  Siete de ellas estaban colocadas en su antiguo lugar, y  las  demás probablemente habrían sido arrancadas y dispersas por el celo de los primeros neófitos del cristianismo: sólo una de las mayores llegaba hasta la parte más baja e interceptaba el paso a un arroyuelo cuyas ligeras ondas al superar aquel obstáculo, causaban un dulce murmullo de que antes carecía.

Animaban el rústico paisaje dos personas cuyo porte y vestidos indicaban cierto aire selvático y agreste, con el cual eran distinguidos en tan remotos tiempos los habitantes de los bosques del condado de York en su parte más occidental. El más entrado en años parecía un tosco y grosero aldeano vestido muy sencillamente; vestía un gabán con mangas hecho de piel curtida, pero el uso y el roce le habían hecho perder el pelo que en un principio tenía, por lo cual no era fácil calcular a qué especie de animal había pertenecido.

Le llegaba desde el cuello a la rodilla, supliendo a lo demás destinado a cubrir el cuerpo del hombre. Tenía el gabán una abertura en la parte superior, por donde pasaba la cabeza, y sin duda se vestía del mismo modo que en el día una camisa o en otro tiempo una cota de malla. Cubrían sus pies unas abarcas sujetas con correas de cuero de jabalí, y otras dos más delgadas subían hasta  la mitad de  las piernas y dejaban descubiertas  las  rodillas, según lo estilan hoy día los montañeses de Escocia.

Esta especie de gabán estaba ceñida al cuerpo por un cinturón de cuero cerrado con una hebilla de cobre, y pendiente del cinturón llevaba un saquito y un cuerno de carnero convertido en bocina; y asimismo pendía de su cinto un largo cuchillo de monte de ancha hoja, puño de asta, y que fue, sin duda, fabricado en  Sheffield.  El hombre que vamos describiendo tenía la cabeza desnuda y los cabellos partidos en trenzas muy menudas, que la continua acción del Sol había vuelto de color rojo encendido y que contrastaban notablemente con su barba, de tinte amarillo igual al del ámbar. Sólo falta añadir una circunstancia, que es demasiado importante para olvidarla: lucía un collar de cobre semejante al que usan los perros alrededor del cuello; pero no tenía ninguna abertura, y estaba perpetuamente fijo, aunque bastante holgado para no impedir la respiración ni los movimientos de cabeza. No obstante esto, era imposible abrirle sin recurrir a una lima. En él había grabada esta inscripción en caracteres sajones: "Gurth, hijo de Beowulph, esclavo nato de Cedric de Rotherwood".

Junto a aquel guardián de cerdos (tal era  la ocupación de Gurt) estaba  sentado en una de  las  druídicas  piedras un  hombre que  aparentaba tener diez años menos, y  cuyo vestido, muy  semejante por  su  forma  al de  su compañero,  era más rico y de una  extraña apariencia; su  túnica era de vivo color de púrpura, y sobre tal  fondo  se había ensayado su dueño en  pintar  ciertos  adornos grotescos de diversos colores. Llevaba además  una capa corta que solamente le llegaba hasta la mitad muslo, y era de color carmesí, algo manchado y con ribetes amarillos; tan pronto se la colocaba en un hombro como en el otro, o se cubría con ella  todo  el cuerpo,  y atendido  su poco vuelo, formaba un ropaje  raro y caprichoso.

Llevaba adornados   los brazos con unos brazaletes de plata, y tenía un collar exactamente igual al de Gurth,  sólo que era del mismo Metal que  los brazaletes, y en él  se  leían estas palabras: "Wamba, hijo de Witless, esclavo de Cedric de Rotherwood.» Sus sandalias eran semejantes  a  las  de Gurth;  pero en  vez de llevar, como  éste, las piernas cubiertas con correas entrelazadas,-llevaba una polaina encarnada y otra amarilla; en la cabeza tenía una caperuza llena de cascabeles como  los que se ponen a  los halcones en el cuello de modo que a cada movimiento que hacía sonaban los cascabeles, y él nunca estaba un minuto en una misma postura. La parte inferior de la caperuza estaba guarnecida de una ancha correa cortada en pico, que formaba una especie de corona. Su  traje, su fisonomía, que denotaba tanta malicia como atolondramiento, hacían ver que Wamba era uno de aquellos clowns o bufones  domésticos que  las  grandes  señores mantenían  a  su  lado para  pasar con menos fastidio las  horas  en  que precisamente  tenían  que habitar sus  palacios. De  la  cintura de Wamba pendía un saquito igual al de Gurth; pero no  llevaba bocina ni cuchillo de monte, por el inminente peligro de confiar armas a un hombre de tal especie; así es que en vez del cuchillo llevaba un sable  de madera  parecido  al  que  usan los arlequines en  sus  juegos  y pantomimas.

El aspecto del primer siervo de Cedric era muy diverso de la fisonomía del segundo; la  frente de Gurth  denotaba  estar abatida a  fuerza  de  disgustos; llevaba la cabeza baja, representando la indiferencia de un hombre apático, a no ser por el fuego que centelleaba en  sus ojos al levantarlos, que  indicaba demasiado cuánto sentía la pesadumbre del yugo que  le oprima y que alentaba un vehemente deseo de sacudirle. La  fisonomía de Wamba anunciaba solamente  una vaga  curiosidad,  una  necesidad  de cambiar de postura continuamente, y su completa satisfacción por el puesto que ocupaba y por la costumbre de que se hallaba revestido.

Hablaban ambos en anglosajón lenguaje que como ya hemos indicado sólo usaban las clases  inferiores, a excepción de  los  soldados normandos  y  las personas destinadas  al servicio de la nobleza feudal.

- ¡La  maldición  de San Witholdo  caiga  sobre esta  desdichada  piara!  -dijo  Gurth después de haber sonado  infinitas veces la bocina para reunir  los dispersos cochinos, que sólo contestaban  a esta  señal con  sonidos igualmente melodiosos;  pero  a pesar de  haber oído los llamamientos  de  su guardián,  no por  eso dejaron el  suntuoso banquete que  les ofrecían los  fabucos y  bellotas con  que se  cebaban  y  un lodazal en  que se  revolcaban deliciosamente.

- ¡Sí; la maldición de San Witholdo caiga sobre ellos y sobre mí! ¡Si algún lobo de dos pies no me atrapa parte de la piara esta tarde, consiento en perder el nombre que tengo!

¡Por  aquí,  Fangs,  por  aquí!  -gritaba  a  un  perro grande, mestizo  de mastín  y lebrel, que corría como para ayudar a su amo a fin de reunir el insubordinado rebaño; pero entonces o por mal enseñado, o porque no llegase a comprender las señas de su amo y se dejara llevar de un ciego furor acosaba en distintas direcciones a los cerdos, y aumentaba el desorden, en lugar de remediarle. -¡El Diablo te haga saltar los dientes - continuó Gurth-, y que el padre del  mal confunda  al  guardabosque  que arranca a  nuestros  perros sus zarpas  delanteras dejándolos inhábiles para hacer su deber!.  ¡Wamba, vamos;  levántate  y ven  a  ayudarme!

Pasa por detrás de la montaña toma la delantera a mi ganado y entonces podremos llevarlos delante como corderillos.

- ¿De veras? -respondió Wamba sin mudar de posición-. He consultado a mis piernas acerca de  tan  delicado  asunto,  y una y  otra son  de parecer que no  debo exponer  mis pomposos vestidos  al riesgo  de  mancharse en ese lodazal, pues eso sería un  acto de deslealtad contra mi soberana persona y real guardarropa. Te aconsejo, Gurth, que  llames nuevamente a Fangs y que abandones  la piara a  su destino; porque,  sea que ella caiga en manos de una partida de soldados, de una bandada de contrabandistas o de una caravana de peregrinos, los animales confiados a tu custodia estarán mañana convertidos en normandos, y esta circunstancia será indudablemente un consuelo para ti.

- ¡Convertidos mis cerdos  en normandos! Explícame ese  enigma, porque no  tengo bastante sutil el entendimiento ni tranquila la cabeza para adivinar misterios.

- ¿Qué nombre das a estos animales que gruñen y andan en cuatro pies?

- ¡El de cerdos, loco, el de cerdos! Y no hay loco que no diga otro tanto.

- Cerdo es palabra sajona; más cuando el cerdo está degollado, chamuscado, hecho cuartos y colgado de un gancho como un traidor, ¿cómo le llamas en sajón?

- Tocino.

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