Uno
«Cathia tiene
el mejor culo de Europa.»
El grafitto rojo brilla
con toda su desfachatez sobre una columna del puente de la avenida Francia.
Cerca, un
águila real, esculpida mucho tiempo atrás, seguramente ha visto al culpable
pero no hablará nunca. Algo más abajo, como un pequeño aguilucho protegido por
las rapaces garras de mármol, está sentado él.
El pelo corto,
casi a cepillo, rebajado en la nuca como el de un marine y una cazadora Levi’s
de color oscuro.
El cuello
levantado, un Marlboro en la boca y las Ray-Ban en los ojos. Aspecto de duro,
aunque no lo necesita. Tiene una sonrisa preciosa, a pesar de que son pocos los
que han tenido oportunidad de poder apreciarla.
Tras el paso
de cebra, algunos coches se han detenido amenazadores en el semáforo. Ahí
están, en fila, como en una carrera, si no fuera por su variedad. Un
Cinquecento, un New Beatle, un Micra, un coche americano sin identificar y un
viejo Fiat Punto.
En el interior
de un Mercedes 200, un delgado dedo con las uñas mordidas da un leve empujón a
un CD. En los altavoces Pioneer laterales, la voz de un grupo de rock cobra
vida repentinamente.
El coche se
pone de nuevo en marcha siguiendo la marea. Como dice la canción, ella también
quisiera saber ¿Dónde está el amor?
Pero ¿existe
realmente? De una cosa está segura, prescindiría gustosa de su hermana, quien
desde atrás sigue repitiendo con insistencia:
«Pon a Eros, venga,
quiero escuchar a Eros.»
El Mercedes
pasa precisamente cuando el cigarrillo, ya terminado, cae al suelo, empujado
por un impulso certero y ayudado por un soplo de viento. Él baja por la
escalera de mármol, se acomoda sus Levi’s 501 y después se sube en la Honda
azul VF 750 Custom. Como por arte de magia, se encuentra de pronto entre los
coches. Su Adidas derecha cambia las marchas, embraga y deja ir el motor, que,
potente, lo empuja entre el tráfico como una ola.
El sol está
saliendo y es una bonita mañana. Ella se dirige a clase; él aún no se ha
acostado. Un día como otro cualquiera. Pero en el semáforo se encuentran el uno
al lado del otro. Y a partir de ese momento, ya no será un día cualquiera.
Rojo.
Él la mira. La
ventanilla está bajada; un mechón de pelo rubio ceniza descubre levemente su
cuello suave. Un perfil amable pero decidido, los ojos azules, dulces y
serenos, escuchan soñadores y entornados una canción. Tanta calma le
impresiona.
— ¡Eh!
Ella se vuelve
hacia él, sorprendida. Él sonríe, inmóvil junto a ella, en aquella moto, los
hombros anchos, las manos tempranamente bronceadas, pues están a mediados de
abril.
— ¿Te apetece
dar un paseo conmigo?
— No, tengo
que ir a clase.
— ¿Y por qué
no haces ver que vas y te recojo delante de la escuela?
— Perdona —ella
exhibe una sonrisa forzada y falsa—, pero me he equivocado de respuesta: no me
apetece ir a dar un paseo contigo.
— Pues te
divertirías...
— Lo dudo.
— Resolvería
todos tus problemas.
— Yo no tengo
problemas.
— Ahora soy yo
el que duda.
Verde.
El Mercedes
200 se pone en marcha dejando que la sonrisa segura de él se desvanezca. El
padre se vuelve hacia ella:
— Pero ¿quién
era ése?, ¿un amigo tuyo?
— No, papá, sólo un
cretino...
Algunos
segundos después la Honda se sitúa de nuevo junto al coche.
Él se agarra a
la ventanilla con la mano izquierda y con la derecha da un poco de gas, para no
hacer demasiado esfuerzo, aunque con ese pedazo de brazo no debería suponerle
muchos problemas.
El único que
parece tener alguno es el padre.
— Pero ¿qué
hace ese inconsciente? ¿Por qué se pega tanto al coche?
— Tranquilo,
papá, yo me ocupo...
Se vuelve decidida hacia él:
— Oye, ¿es que
no tienes nada mejor que hacer?
— No.
— Pues
búscatelo.
— Ya he
encontrado algo que me gusta.
— ¿Y se puede
saber qué es?
— Ir a dar un
paseo contigo. Vamos, te llevo a la calle Olímpica, corremos un poco con la
moto, te invito a comer y luego te devuelvo a la salida de clase. Te lo juro.
— Me temo que
tus juramentos valen bien poco.
— Eso es
cierto —sonríe—. ¿Ves?, ahora que sabes tantas cosas de mí, confiésalo, ya
empiezo a gustarte, ¿eh?
Ella se ríe y
sacude la cabeza.
— Vamos, ya
basta —dice, y abre un libro que ha sacado de la bolsa
Nike de piel—.
Ahora debo concentrarme en mi verdadero y único problema.
— ¿Cuál es?
— El examen de
latín.
— Creía que
era el sexo.
Ella se
vuelve, molesta. Esta vez ya no sonríe, ni siquiera de mentira.
— Quita la
mano de la ventanilla
— ¿Y dónde
quieres que la ponga?
Ella pulsa un
botón.
— No puedo
decírtelo: mi padre está presente.
La ventanilla
eléctrica empieza a subir. Él espera hasta el último instante y después aparta
la mano.
— Nos vemos.
No le da
tiempo a oír su seco «No». Tuerce ligeramente hacia la derecha, toma la curva,
escala con las marchas y desaparece veloz entre los coches. El Mercedes
prosigue su viaje, ahora más tranquilo, hacia el colegio.
— Pero ¿tú
sabes quién es ése? —La cabeza de la hermana asoma repentinamente entre los dos
asientos—. Lo llaman Matrícula de Honor.
— Para mí es
sólo un idiota.
Después, abre
el libro de latín y empieza a repasar el ablativo absoluto.
De repente,
deja de leer y mira hacia afuera. ¿Es ése realmente su único problema? Por
descontado, no es el que dice ese tipo. Y de todos modos, no va a volver a
verlo. Retoma la lectura decidida. El coche gira a la izquierda, hacia la
escuela Falconieri. «Sí, yo no tengo problemas y no volveré a verlo nunca más.»
En realidad,
no sabe lo mucho que se está equivocando. Sobre ambas cosas.
Dos
La luna asoma
alta y pálida entre las últimas ramas de un árbol frondoso.
Los ruidos,
extrañamente lejanos. Desde una ventana llegan algunas notas de una música
lenta y agradable. Algo más abajo, las líneas blancas de la pista de tenis
brillan rectas bajo la palidez lunar y el fondo de la piscina vacía espera
triste el verano. En un primer plano del bloque de apartamentos, una chica
rubia, no demasiado alta, con los ojos azules y la piel aterciopelada, se mira
indecisa al espejo.
— ¿Necesitas
la camiseta negra elástica de Onyx?
— No sé.
— ¿Y los
pantalones azules? —grita Daniela desde su habitación.
— No sé.
— Y las
mallas, ¿te las pones?
Ahora Daniela
está inmóvil frente a la puerta mirando a Babi, que tiene los cajones del
dormitorio abiertos y la ropa esparcida por todas partes.
— Entonces
cojo esto...
Daniela avanza
entre algunas Superga de diversos colores esparcidos por el suelo, todas del
treinta y siete.
— ¡No! Eso no
te lo pongas porque le tengo cariño.
— Me lo llevo
igualmente.
Babi se
levanta de pronto con los brazos en jarras:
— Perdona,
pero no me lo he puesto nunca...
— ¡Pues
habértelo puesto antes!
— Sí, para que luego
me lo deformes...
Daniela mira
irónica a su hermana.
— ¿Qué? ¿Estás
de broma? Fuiste tú quien se puso el otro día mi falda azul elástica, y ahora
tienes que ser adivino para distinguir mis bonitas curvas.
— ¿Y eso qué
tiene que ver? Esa falda la ensanchó Chicco Brandelli.
— ¿Qué?
¿Chicco lo intentó y no me habías dicho nada?
— Hay poco que
contar.
— No lo creo,
a juzgar por cómo quedó mi falda.
— Tampoco es
para tanto. ¿Qué me dices de esta chaqueta azul con la camisa rosa melocotón
debajo?
—No cambies de
tema. Dime cómo fue.
— Oh, ya sabes
cómo son esas cosas...
— No.
Babi mira a su
hermana pequeña. Es cierto, no lo sabe. Aún no puede saberlo. Está demasiado
rellenita y no hay nada lo bastante bonito en ella para convencer a alguien de
que le ensanche una falda.
— Nada. ¿Te
acuerdas de que la otra tarde le dije a mamá que iba a estudiar a casa de
Pallina?
— Sí, ¿y?
— Pues que en
realidad fui al cine con Chicco Brandelli.
— ¿Qué?
— La película
no era nada del otro mundo y, bien mirado, él tampoco.
— De acuerdo,
pero vayamos al quid de la cuestión. ¿Cómo se ensanchó la falda?
— Bueno, hacía
diez minutos que había empezado la película y él no dejaba de moverse en su
asiento.
Pensé: «Este
cine es realmente incómodo, pero creo que lo que Chicco quiere es meterme
mano.» Y la verdad es que al poco rato fue acercándose más y más a mí y pasó el
brazo por encima de mi respaldo. Oye, ¿qué te parece si me pongo el conjunto
verde, el que tiene los botoncitos delante?
— ¡Sigue!
— Pues eso,
del respaldo bajó poco a poco hacia el hombro.
— ¿Y tú?
— Yo... nada.
Hacía ver que no me daba cuenta. Miraba la película, como interesadísima.
Después me atrajo hacia él y me besó.
— ¿Chicco
Brandelli te besó? ¡Caray!
— ¿Por qué te
gusta tanto?
— Bueno, es un
chico guapo.
— Sí, pero se
lo tiene muy creído... Siempre está mirándose al espejo...
Bueno, total,
que en el intermedio recuperó casi de inmediato su posición inicial. Me invitó
a un cornete Algida. La película había mejorado claramente, quizá también
gracias a las avellanas del helado...
Yo me distraje
y de pronto lo encontré con las manos demasiado abajo para mi gusto. Intenté
alejarme y entonces él se agarró a tu falda azul, y ahí fue cuando se ensachó.
— ¡Qué cerdo!
— Ya,
imagínate que no quería soltarla. Y después, ¿sabes qué hizo?
— No, ¿qué
hizo?
—Se desabrochó
los pantalones, me cogió la mano y me la empujó hacia abajo. Sí, o sea, hacia
su cosa...
— ¡No!
¡Entonces es realmente un cerdo! ¿Y luego?
— Entonces,
para calmarlo, tuve que sacrificar mi cornete. Lo cogí y se lo metí en la
bragueta. ¡Si hubieras visto el salto que dio!
— ¡Bien,
hermanita! ¡Así se hace!...
Ambas estallan
en una carcajada. Después Daniela, aprovechando el momento de regocijo, se
aleja con el conjunto verde de su hermana.
Algo más allá,
en el estudio, sobre un blando sofá de dibujos de cachemira, Claudio se prepara
la pipa. Le divierte toda esa parafernalia del tabaco, pero en realidad es sólo
un apaño. En casa ya no lo dejan fumar sus Marlboro. Su mujer, una empedernida
jugadora de tenis, y sus hijas, demasiado pendientes de la salud, lo riñen cada
vez que enciende un cigarrillo; y así fue como se pasó a la pipa. «¡Te da más
clase y te hace parecer más reflexivo!», había dicho Raffaella.
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