martes, 17 de enero de 2012

A TRES METROS SOBRE EL CIELO (Federico Moccia)



Uno

«Cathia tiene el mejor culo de Europa.»

El grafitto rojo brilla con toda su desfachatez sobre una columna del puente de la avenida Francia.

Cerca, un águila real, esculpida mucho tiempo atrás, seguramente ha visto al culpable pero no hablará nunca. Algo más abajo, como un pequeño aguilucho protegido por las rapaces garras de mármol, está sentado él.

El pelo corto, casi a cepillo, rebajado en la nuca como el de un marine y una cazadora Levi’s de color oscuro.

El cuello levantado, un Marlboro en la boca y las Ray-Ban en los ojos. Aspecto de duro, aunque no lo necesita. Tiene una sonrisa preciosa, a pesar de que son pocos los que han tenido oportunidad de poder apreciarla.

Tras el paso de cebra, algunos coches se han detenido amenazadores en el semáforo. Ahí están, en fila, como en una carrera, si no fuera por su variedad. Un Cinquecento, un New Beatle, un Micra, un coche americano sin identificar y un viejo Fiat Punto.

En el interior de un Mercedes 200, un delgado dedo con las uñas mordidas da un leve empujón a un CD. En los altavoces Pioneer laterales, la voz de un grupo de rock cobra vida repentinamente.

El coche se pone de nuevo en marcha siguiendo la marea. Como dice la canción, ella también quisiera saber ¿Dónde está el amor?

Pero ¿existe realmente? De una cosa está segura, prescindiría gustosa de su hermana, quien desde atrás sigue repitiendo con insistencia:

«Pon a Eros, venga, quiero escuchar a Eros.»
El Mercedes pasa precisamente cuando el cigarrillo, ya terminado, cae al suelo, empujado por un impulso certero y ayudado por un soplo de viento. Él baja por la escalera de mármol, se acomoda sus Levi’s 501 y después se sube en la Honda azul VF 750 Custom. Como por arte de magia, se encuentra de pronto entre los coches. Su Adidas derecha cambia las marchas, embraga y deja ir el motor, que, potente, lo empuja entre el tráfico como una ola.

El sol está saliendo y es una bonita mañana. Ella se dirige a clase; él aún no se ha acostado. Un día como otro cualquiera. Pero en el semáforo se encuentran el uno al lado del otro. Y a partir de ese momento, ya no será un día cualquiera.

Rojo.

Él la mira. La ventanilla está bajada; un mechón de pelo rubio ceniza descubre levemente su cuello suave. Un perfil amable pero decidido, los ojos azules, dulces y serenos, escuchan soñadores y entornados una canción. Tanta calma le impresiona.

— ¡Eh!

Ella se vuelve hacia él, sorprendida. Él sonríe, inmóvil junto a ella, en aquella moto, los hombros anchos, las manos tempranamente bronceadas, pues están a mediados de abril.

— ¿Te apetece dar un paseo conmigo?

— No, tengo que ir a clase.

— ¿Y por qué no haces ver que vas y te recojo delante de la escuela?

— Perdona —ella exhibe una sonrisa forzada y falsa—, pero me he equivocado de respuesta: no me apetece ir a dar un paseo contigo.

— Pues te divertirías...

— Lo dudo.

— Resolvería todos tus problemas.

— Yo no tengo problemas.

— Ahora soy yo el que duda.

Verde.

El Mercedes 200 se pone en marcha dejando que la sonrisa segura de él se desvanezca. El padre se vuelve hacia ella:

— Pero ¿quién era ése?, ¿un amigo tuyo?

— No, papá, sólo un cretino...
Algunos segundos después la Honda se sitúa de nuevo junto al coche.

Él se agarra a la ventanilla con la mano izquierda y con la derecha da un poco de gas, para no hacer demasiado esfuerzo, aunque con ese pedazo de brazo no debería suponerle muchos problemas.

El único que parece tener alguno es el padre.

— Pero ¿qué hace ese inconsciente? ¿Por qué se pega tanto al coche?

— Tranquilo, papá, yo me ocupo...

Se vuelve decidida hacia él:

— Oye, ¿es que no tienes nada mejor que hacer?

— No.

— Pues búscatelo.

— Ya he encontrado algo que me gusta.

— ¿Y se puede saber qué es?

— Ir a dar un paseo contigo. Vamos, te llevo a la calle Olímpica, corremos un poco con la moto, te invito a comer y luego te devuelvo a la salida de clase. Te lo juro.

— Me temo que tus juramentos valen bien poco.

— Eso es cierto —sonríe—. ¿Ves?, ahora que sabes tantas cosas de mí, confiésalo, ya empiezo a gustarte, ¿eh?

Ella se ríe y sacude la cabeza.

— Vamos, ya basta —dice, y abre un libro que ha sacado de la bolsa

Nike de piel—. Ahora debo concentrarme en mi verdadero y único problema.

— ¿Cuál es?

— El examen de latín.

— Creía que era el sexo.

Ella se vuelve, molesta. Esta vez ya no sonríe, ni siquiera de mentira.

— Quita la mano de la ventanilla

— ¿Y dónde quieres que la ponga?

Ella pulsa un botón.

— No puedo decírtelo: mi padre está presente.

La ventanilla eléctrica empieza a subir. Él espera hasta el último instante y después aparta la mano.

— Nos vemos.

No le da tiempo a oír su seco «No». Tuerce ligeramente hacia la derecha, toma la curva, escala con las marchas y desaparece veloz entre los coches. El Mercedes prosigue su viaje, ahora más tranquilo, hacia el colegio.

— Pero ¿tú sabes quién es ése? —La cabeza de la hermana asoma repentinamente entre los dos asientos—. Lo llaman Matrícula de Honor.

— Para mí es sólo un idiota.

Después, abre el libro de latín y empieza a repasar el ablativo absoluto.

De repente, deja de leer y mira hacia afuera. ¿Es ése realmente su único problema? Por descontado, no es el que dice ese tipo. Y de todos modos, no va a volver a verlo. Retoma la lectura decidida. El coche gira a la izquierda, hacia la escuela Falconieri. «Sí, yo no tengo problemas y no volveré a verlo nunca más.»

En realidad, no sabe lo mucho que se está equivocando. Sobre ambas cosas.


Dos

La luna asoma alta y pálida entre las últimas ramas de un árbol frondoso.

Los ruidos, extrañamente lejanos. Desde una ventana llegan algunas notas de una música lenta y agradable. Algo más abajo, las líneas blancas de la pista de tenis brillan rectas bajo la palidez lunar y el fondo de la piscina vacía espera triste el verano. En un primer plano del bloque de apartamentos, una chica rubia, no demasiado alta, con los ojos azules y la piel aterciopelada, se mira indecisa al espejo.

— ¿Necesitas la camiseta negra elástica de Onyx?

— No sé.

— ¿Y los pantalones azules? —grita Daniela desde su habitación.

— No sé.

— Y las mallas, ¿te las pones?

Ahora Daniela está inmóvil frente a la puerta mirando a Babi, que tiene los cajones del dormitorio abiertos y la ropa esparcida por todas partes.

— Entonces cojo esto...

Daniela avanza entre algunas Superga de diversos colores esparcidos por el suelo, todas del treinta y siete.

— ¡No! Eso no te lo pongas porque le tengo cariño.

— Me lo llevo igualmente.

Babi se levanta de pronto con los brazos en jarras:

— Perdona, pero no me lo he puesto nunca...

— ¡Pues habértelo puesto antes!

— Sí, para que luego me lo deformes...
Daniela mira irónica a su hermana.

— ¿Qué? ¿Estás de broma? Fuiste tú quien se puso el otro día mi falda azul elástica, y ahora tienes que ser adivino para distinguir mis bonitas curvas.

— ¿Y eso qué tiene que ver? Esa falda la ensanchó Chicco Brandelli.

— ¿Qué? ¿Chicco lo intentó y no me habías dicho nada?

— Hay poco que contar.

— No lo creo, a juzgar por cómo quedó mi falda.

— Tampoco es para tanto. ¿Qué me dices de esta chaqueta azul con la camisa rosa melocotón debajo?

—No cambies de tema. Dime cómo fue.

— Oh, ya sabes cómo son esas cosas...

— No.

Babi mira a su hermana pequeña. Es cierto, no lo sabe. Aún no puede saberlo. Está demasiado rellenita y no hay nada lo bastante bonito en ella para convencer a alguien de que le ensanche una falda.

— Nada. ¿Te acuerdas de que la otra tarde le dije a mamá que iba a estudiar a casa de Pallina?

— Sí, ¿y?

— Pues que en realidad fui al cine con Chicco Brandelli.

— ¿Qué?

— La película no era nada del otro mundo y, bien mirado, él tampoco.

— De acuerdo, pero vayamos al quid de la cuestión. ¿Cómo se ensanchó la falda?

— Bueno, hacía diez minutos que había empezado la película y él no dejaba de moverse en su asiento.

Pensé: «Este cine es realmente incómodo, pero creo que lo que Chicco quiere es meterme mano.» Y la verdad es que al poco rato fue acercándose más y más a mí y pasó el brazo por encima de mi respaldo. Oye, ¿qué te parece si me pongo el conjunto verde, el que tiene los botoncitos delante?

— ¡Sigue!

— Pues eso, del respaldo bajó poco a poco hacia el hombro.

— ¿Y tú?
— Yo... nada. Hacía ver que no me daba cuenta. Miraba la película, como interesadísima. Después me atrajo hacia él y me besó.

— ¿Chicco Brandelli te besó? ¡Caray!

— ¿Por qué te gusta tanto?

— Bueno, es un chico guapo.

— Sí, pero se lo tiene muy creído... Siempre está mirándose al espejo...

Bueno, total, que en el intermedio recuperó casi de inmediato su posición inicial. Me invitó a un cornete Algida. La película había mejorado claramente, quizá también gracias a las avellanas del helado...

Yo me distraje y de pronto lo encontré con las manos demasiado abajo para mi gusto. Intenté alejarme y entonces él se agarró a tu falda azul, y ahí fue cuando se ensachó.

— ¡Qué cerdo!

— Ya, imagínate que no quería soltarla. Y después, ¿sabes qué hizo?

— No, ¿qué hizo?

—Se desabrochó los pantalones, me cogió la mano y me la empujó hacia abajo. Sí, o sea, hacia su cosa...

— ¡No! ¡Entonces es realmente un cerdo! ¿Y luego?

— Entonces, para calmarlo, tuve que sacrificar mi cornete. Lo cogí y se lo metí en la bragueta. ¡Si hubieras visto el salto que dio!

— ¡Bien, hermanita! ¡Así se hace!...

Ambas estallan en una carcajada. Después Daniela, aprovechando el momento de regocijo, se aleja con el conjunto verde de su hermana.

Algo más allá, en el estudio, sobre un blando sofá de dibujos de cachemira, Claudio se prepara la pipa. Le divierte toda esa parafernalia del tabaco, pero en realidad es sólo un apaño. En casa ya no lo dejan fumar sus Marlboro. Su mujer, una empedernida jugadora de tenis, y sus hijas, demasiado pendientes de la salud, lo riñen cada vez que enciende un cigarrillo; y así fue como se pasó a la pipa. «¡Te da más clase y te hace parecer más reflexivo!», había dicho Raffaella.

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