Nadie que
hubiera conocido a Catherine Morland en su infancia habría imaginado que el
destino le reservaba un papel de heroína de novela. Ni su posición social ni el
carácter de sus padres, ni siquiera la personalidad de la niña, favorecían tal
suposición. Mr. Morland era un hombre de vida ordenada, clérigo y dueño de una
pequeña fortuna que, unida a los dos excelentes beneficios que en virtud de su
profesión usufructuaba, le daban para vivir holgadamente. Su nombre era
Richard; jamás pudo jactarse de ser bien parecido y no se mostró en su vida
partidario de tener sujetas a sus hijas. La madre de Catherine era una mujer de
buen sentido, carácter afable y una salud a toda prueba. Fruto del matrimonio
nacieron, en primer lugar, tres hijos varones; luego, Catherine, y lejos de
fallecer la madre al advenimiento de ésta, dejándola huérfana, como habría
correspondido tratándose de la protagonista de una novela, Mrs. Morland siguió
disfrutando de una salud excelente, lo que le permitió a su debido tiempo dar a
luz seis hijos más.
Los Morland
siempre fueron considerados una familia admirable, ninguno de cuyos miembros
tenía defecto físico alguno; sin embargo, todos carecían del don de la belleza,
en particular, y durante los primeros años de su vida, Catherine, que además de
ser excesivamente delgada, tenía el cutis pálido, el cabello lacio y facciones
inexpresivas. Tampoco mostró la niña un desarrollo mental superlativo. Le
gustaban más los juegos de chico que los de chica, prefiriendo el críquet no
sólo a las muñecas, sino a otras diversiones propias de la infancia, como
cuidar un lirón o un canario y regar las flores. Catherine no mostró de pequeña
afición por la horticultura, y si alguna vez se entretenía cogiendo flores, lo
hacía por satisfacer su gusto a las travesuras, ya que solía coger precisamente
aquellas que le estaba prohibido tocar. Esto en cuanto a las tendencias de
Catherine; de sus habilidades sólo puedo decir que jamás aprendió nada que no se
le enseñara y que muchas veces se mostró desaplicada y en ocasiones torpe. A su
madre le llevó tres meses de esfuerzo continuado el enseñarle a recitar la
Petición de un mendigo, e incluso su hermana Sally lo aprendió antes que ella.
Y no es que fuera corta de entendimiento –la fábula de La liebre y sus amigos
se la aprendió con tanta rapidez como pudieran haberlo hecho otras niñas–, pero
en lo que a estudios se refería, se empeñaba en seguir los impulsos de su
capricho. Desde muy pequeña mostró afición a jugar con las teclas de una vieja
espineta, y Mrs. Morland, creyendo ver en ello una prueba de afición musical,
le puso maestro.
Catherine
estudió la espineta durante un año, pero como en ese tiempo no se logró más que
despertar en ella una aversión inconfundible por la música, su madre, deseosa
siempre de evitar contrariedades a su hija, decidió despedir al maestro.
Tampoco se caracterizó Catherine por sus dotes para el dibujo, lo cual era
extraño, ya que siempre que encontraba un trozo de papel se entretenía en
reproducir, a su manera, casas, árboles, gallinas y pollos. Su padre la enseñó
todo lo que supo de aritmética; su madre, la caligrafía y algunas nociones de
francés.
En dichos
conocimientos demostró Catherine la misma falta de interés que en todos los
demás que sus padres desearon inculcarle. Sin embargo, y a pesar de su pereza,
la niña no era mala ni tenía un carácter ingrato; tampoco era terca ni amiga de
reñir con sus hermanos, mostrándose muy rara vez tiránica con los más pequeños.
Por lo demás, hay que reconocer que era ruidosa y hasta, si cabe, un poco
salvaje; odiaba el aseo excesivo y que se ejerciese cualquier control sobre
ella, y amaba sobre todas las cosas rodar por la pendiente suave y cubierta de
musgo que había por detrás de la casa.
Tal era
Catherine Morland a los diez años de edad. Al llegar a los quince comenzó a
mejorar exteriormente; se rizaba el cabello y suspiraba de anhelo esperando el
día en que se la permitiera asistir a los bailes. Se le embelleció el cutis,
sus facciones se hicieron más finas, la expresión de sus ojos más animados y su
figura adquirió mayor prestancia. Su inclinación al desorden se convirtió en
afición a la frivolidad, y, lentamente, su desaliño dio paso a la elegancia.
Hasta tal punto se hizo evidente el cambio que en ella se operaba que en más de
una ocasión sus padres se permitieron hacer observaciones acerca de la mejoría
que en el porte y el aspecto exterior de su hija se advertía. «Catherine está
mucho más guapa que antes», decían de vez en cuando, y estas palabras colmaban
de alegría a la chica, pues para la mujer que hasta los quince años ha pasado por
fea, el ser casi guapa es tanto como para la siempre bella ser profunda y
sinceramente admirada.
Mrs. Morland
era una m adre
ejemplar, y como tal deseaba que sus hijas fueran lo que debieran ser, pero
estaba tan ocupada en dar a luz y criar y cuidar a sus hijos más pequeños, que
el tiempo que podía dedicar a los mayores era más bien escaso. Ello explica el
que Catherine, de cuya educación no se preocuparon seriamente sus padres,
prefiriese a los catorce años jugar por el campo y montar a caballo antes que
leer libros instructivos. En cambio, siempre tenía a mano aquellos que trataban
única y exclusivamente de asuntos ligeros y cuyo objeto no era otro que servir
de pasatiempo. Felizmente para ella, a partir de los quince años empezó a
aficionarse a lecturas serias, que, al tiempo que ilustraban su inteligencia,
le procuraban citas literarias tan oportunas como útiles para quien estaba
destinada a una vida de vicisitudes y peripecias.
De las obras
de Pope aprendió a censurar a los que
llevan puesto siempre el disfraz de la
pena.
De las de
Gray, que
Más de una flor nace y florece sin ser vista, perfumando pródigamente
el aire del desierto.
De las de
Thompson, que
… Es grato el deber de enseñar a brotar las ideas nuevas.
De las de
Shakespeare adquirió prolija e interesante información, y entre otras cosas la
de que
Pequeñeces ligeras como el aire
son para el celoso confirmación plena,
pruebas tan irrefutables como las Sagradas Escrituras.
Y que
El pobre
insecto que pisamos
siente al morir un dolor tan intenso
como el que pueda
experimentar un gigante.
Finalmente, se
enteró de que la joven enamorada se asemeja a
La imagen de la Paciencia que
desde un monumento sonríe al Dolor.
La educación de Catherine se había
perfeccionado, como se ve, de manera notable. Y si bien jamás llegó a escribir
un soneto ni a entusiasmar a un auditorio con una composición original, nunca
dejó de leer los trabajos literarios y poéticos de sus amigas ni de aplaudir
con entusiasmo y sin demostrar fatiga las pruebas del talento musical de sus
íntimas. En lo que menos logró imponerse Catherine fue en el dibujo; ni
siquiera consiguió aprender a manejar el lápiz, ni siquiera para plasmar en el
papel el perfil de su amado. A decir verdad, en este terreno no alcanzó tanta
perfección como su porvenir heroico-romántico exigía. Claro que, por el momento,
y no teniendo amado a quien retratar, no se daba cuenta de que carecía de esa
habilidad. Porque Catherine había cumplido diecisiete años sin que hombre
alguno hubiera logrado despertar su corazón del letargo infantil ni inspirado
una sola pasión, ni excitado la admiración más pasajera y moderada. Todo lo
cual era muy extraño. Sin embargo, cualquier cosa, por incomprensible que nos
parezca, tiene explicación si se indagan las causas que la originan, y la
ausencia de amor en la vida de Catherine
hasta los diecisiete años se comprenderá fácilmente si se considera que ninguna
de las familias que conocía había traído al mundo un niño de origen
desconocido; detalle importantísimo tratándose de la historia de una heroína.
Tampoco vivía ningún aristócrata en la comarca, ni quiso la casualidad que Mr.
Morland fuese nombrado tutor de un huérfano, ni que el mayor hacendado de los
alrededores tuviese hijos varones.
No obstante,
cuando una joven nace para ser protagonista de una historia de amor no puede
oponerse a su destino la perversidad acumulada de unas cuantas familias. En el
momento oportuno siempre surge algo que impulsa al héroe indispensable a
cruzarse en su camino, y en el caso de Catherine un tal Mr. Allen, dueño de la
propiedad más importante de Fullerton, el pueblo al que pertenecía la familia
Morland, quien fue el instrumento elegido para tan alto fin. A dicho caballero
le habían sido rentadas las aguas de Bath, y su esposa, una dama muy corpulenta
pero de carácter excelente, comprendiendo sin duda que cuando una señorita de pueblo
no tropieza con aventura alguna allí donde vive, debe salir a buscarlas en otro
lugar, invitó a Catherine a que los acompañase. Accedieron gustosos a tal
petición Mr. y Mrs. Morland, y la vida para Catherine se trocó desde aquel
momento en una esperanza bella y atrayente.
A lo explicado
en las páginas anteriores respecto a las dotes personales y mentales de
Catherine en el momento de lanzarse a los peligros que, como todo el mundo
sabe, rodean a los balnearios, debe añadirse que la niña era afectuosa y
alegre, que carecía de vanidad y afectación, que sus modales eran sencillos, su
conversación amena, su porte distinguido, y que todo ello compensaba la falta
de los conocimientos que, al fin y al cabo, tampoco poseen otros cerebros
femeninos a la edad de diecisiete años.
A medida que
se acercaba la hora de partir rumbo a Bath, Mrs. Morland debería haberse
mostrado profundamente afligida, debería haber presentido mil incidentes
calamitosos y, con lágrimas en los ojos, pronunciar palabras de amonestación y
consejo. Visiones de nobles cuya única finalidad en la vida fuera la de
embaucar a doncellas inocentes y huir con ellas a lugares misteriosos y
desconocidos, deberían, asimismo, haber poblado su mente. Pero Mrs. Morland era
tan sencilla, se hallaba tan lejos de sospechar cuáles podrían ser, cuáles
eran, según aseguraban las novelas, las maldades de que se mostraban capaces
los aristócratas de su tiempo, y los peligros que rodeaban a las jóvenes que
por primera vez se lanzaban al mundo, que no se preocupó prácticamente de la
suerte que pudiera correr su hija, hasta el punto de limitar a dos las advertencias
que al partir le dirigió, y que fueron las siguientes: que se abrigase la garganta
al salir por las noches y que llevase apuntados en un cuadernito los gastos que
hiciera durante su ausencia.
Al llegar
tales momentos, correspondía a Sally, o Sarah – ¿qué señorita que se respete
llega a los dieciséis años sin cambiar su nombre de pila?–, el puesto de
confidente íntima de su hermana. Sin embargo, tampoco ella se mostró a la
altura de las circunstancias, exigiendo a Catherine que le prometiese que
escribiría a menudo transmitiendo cuantos detalles de su vida en Bath pudieran
resultar interesantes. La familia Morland mostró, en lo relativo a tan
importante viaje, una compostura inexplicable y más en consonancia con los
acontecimientos de un vivir diario y monótono, y sentimientos plebeyos, que con
las tiernas emociones que la primera separación de una heroína del seno del
hogar suelen y deben inspirar. Mr. Morland, por su parte, en lugar de entregar
a su hija un billete de banco de cien libras esterlinas, advirtiéndole que
contaba a partir de ese momento con un crédito ilimitado abierto a su nombre,
confió a la joven e inexperta muchacha diez guineas y le prometió darle alguna
cosita más si tenía necesidad urgente de ello.
Con elementos
tan poco favorables para la formación de una novela, emprendió Catherine su
primer viaje. Este tuvo lugar sin inconveniente alguno; los viajeros no se
vieron sorprendidos por salteadores ni tempestades; ni siquiera consiguieron
encontrarse con el ansiado héroe. Lo único que por espacio de breves momentos
logró interrumpir su tranquilidad fue la suposición de que Mrs. Allen había
olvidado sus chinelas en la posada, temor que, finalmente, resultó infundado.
Finalmente
llegaron a Bath. Catherine no cabía en sí de gozo; dirigía a todos lados la
mirada, deseosa de disfrutar de las bellezas que encontraban a su paso por los
alrededores de la población y por las calles amplias y simétricas de ésta.
Había ido a Bath para ser feliz, y ya lo era.
A poco de
llegar se instalaron en una cómoda posada de Pulteney Street.
Antes de
proseguir conviene tener al corriente a los lectores del modo de ser de Mrs.
Allen, con el objeto de que aprecien hasta qué punto influyó en el transcurso
de esta historia y si entrañará el carácter de dicha señora capacidad para
labrar la desgracia de Catherine; en una palabra: si será capaz de interpretar
el papel de villana de la novela, que es el que le correspondería, bien
haciendo a su protegida víctima de un egoísmo y una envidia despiadados, bien
con denodada perfidia interceptando sus cartas, difamándola o echándola de su
casa.
Mrs. Allen
pertenecía a la categoría de mujeres cuyo trato nos obliga a preguntarnos cómo
se las arreglaron para encontrar la persona dispuesta a contraer matrimonio con
ellas. Para empezar diremos que carecía tanto de belleza como de talento y
simpatía personal. Mr. Allen no tuvo más base en que fundar su elección que la
que pudiera ofrecerle cierta distinción de porte, una frivolidad sosegada y un
carácter bastante tranquilo.
Nadie, en
cambio, más indicada que su esposa para presentar a una joven en sociedad, ya
que a la buena señora le encantaba tanto salir y divertirse como a cualquier
muchacha ávida de emociones. Su pasión eran los trapos. Vestir bien era uno de
los mayores placeres de Mrs. Allen, y tan trascendental que en aquella ocasión
hubieron de emplearse tres o cuatro días en buscar lo más nuevo, lo más
elegante, lo que estuviera más en armonía con los últimos mandatos de la moda,
antes de que la amable y excelente esposa de Mr. Allen se mostrase dispuesta a
presentarse ante el mundo distinguido de Bath. Catherine invirtió su tiempo y su
dinero adquiriendo algunos adornos con que embellecer su indumento; y una vez
que todo estuvo dispuesto, esperó con ansiedad la noche de su presentación en
los salones del gran casino del balneario. Una vez llegada ésta, un peluquero
experto onduló el cabello de la muchacha, recogiéndoselo en artístico peinado.
Tras vestirse poniendo exquisita atención en los detalles tanto Mrs. Allen como
su doncella reconocieron que Catherine estaba verdaderamente atractiva. Animada
por tan autorizadas opiniones, la muchacha se despreocupó por completo, ya que
le bastaba la idea de pasar inadvertida, pues no se creía lo bastante bonita
para provocar admiración. Mrs. Allen invirtió tanto tiempo en vestirse que cuando
al fin llegaron al baile los salones ya se encontraban atestados. Apenas
pusieron pie en el edificio, Mr. Allen desapareció en dirección a la sala de
juego, dejando que las damas se las arreglasen como pudieran para encontrar
asiento. Cuidando más de su traje que de su protegida, Mrs. Allen se abrió paso
entre los caballeros, que, en grupo compacto, obstruían el acceso al salón; y
Catherine, temiendo quedar rezagada, pasó su brazo por el de su acompañante,
asiéndola con tal fuerza que no lograron separarlas el flujo y reflujo de las
personas que pasaban por su lado. Una vez dentro del salón, sin embargo, las
señoras se encontraron con que, lejos de resultarles más fácil el adelantar,
aumentaban la bulla y las apreturas. A fuerza de empujar llegaron al extremo
más apartado de la estancia. Allí no sólo no encontraron donde sentarse, sino
ni siquiera ver las parejas que, con gran dificultad, bailaban en el centro. Al
fin, y tras poner a prueba todo su ingenio, lograron colocarse en una especie de
pasillo, detrás de la última fila de bancos, donde había menos aglomeración de
gente. Desde esa posición, Miss Morland pudo disfrutar de la vista del salón y
comprender cuan graves habían sido los peligros que habían corrido para llegar
allí. Era un baile verdaderamente magnífico, y por primera vez aquella noche
Catherine tuvo la impresión de encontrarse en una fiesta.
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