I
Fue el 15 de junio de 1767 cuando Cósimo
Piovasco de Rondó, mi hermano, se sentó por última vez entre nosotros. Lo
recuerdo como si fuera hoy. Estábamos en el comedor de nuestra villa de
Ombrosa, las ventanas enmarcaban las espesas ramas de la gran encina del
parque. Era mediodía, y nuestra familia por tradición se sentaba a la mesa a aquella
hora, a pesar de estar ya difundida entre los nobles la moda, procedente de la poco
madrugadora Corte de Francia, de comer a media tarde.
Recuerdo que soplaba viento del mar y las
hojas se movían.
Cósimo dijo: “¡He dicho que no quiero y no
quiero!”, y rechazó el plato de caracoles. Nunca se había visto una
desobediencia tan grave.
En la cabecera estaba el barón Arminio
Piovasco de Rondó, nuestro padre, con peluca sobre las orejas a lo Luis XIV,
anticuada como tantas cosas suyas. Entre mi hermano y yo se sentaba el abate
Fauchelafleur, limosnero de nuestra familia y preceptor de nosotros dos.
Delante teníamos a la generala Corradina de Rondó, nuestra madre, y a nuestra hermana
Battista, monja doméstica. En el otro extremo de la mesa, frente a nuestro padre,
se sentaba, vestido a la turca, el caballero abogado Enea Silvio Carrega, administrador
e hidráulico de nuestras haciendas, y tío natural nuestro, como hermano ilegítimo
de nuestro padre.
Hacía pocos meses, habiendo cumplido Cósimo
los doce años y yo los ocho, habíamos sido admitidos a la misma mesa que
nuestros padres; o sea que yo había salido favorecido en la misma hornada que
mi hermano, antes de tiempo, porque no quisieron dejarme aparte comiendo solo.
Favorecido lo he dicho por decir; en realidad tanto para Cósimo como para mí
había terminado la buena vida, y añorábamos las comidas en nuestra habitación,
nosotros dos solos con el abate Fauchelafleur. El abate era un viejecito seco y
arrugado, que tenía fama de jansenista, y en efecto, había huido del Delfinado,
su tierra natal, para librarse de un proceso de la Inquisición. Pero el
carácter riguroso que todos acostumbraban a elogiar de él, la severidad interior
que se imponía e imponía a los demás, cedían continuamente a una fundamental
vocación por la indiferencia y el dejar pasar, como si sus largas meditaciones
con la mirada clavada en el vacío no hubiesen conseguido más que tedio y
desgana, y en cada dificultad, incluso mínima, viese la señal de una fatalidad
a la que de nada valía oponerse. Nuestras comidas en compañía del abate
comenzaban tras largas oraciones, con movimientos de cuchara comedidos,
rituales, silenciosos, y ay del que levantara los ojos del plato o hiciera el
más leve ruido sorbiendo el caldo...; pero al final de la sopa el abate ya
estaba cansado, aburrido, miraba al vacío, daba chasquidos con la lengua a cada
sorbo de vino, como si sólo las sensaciones más superficiales y efímeras
consiguieran llegar hasta él; al segundo plato ya podíamos ponernos a comer con
las manos, y terminábamos la comida arrojándonos corazones de pera, mientras el
abate soltaba de vez en cuando uno de sus parsimoniosos: “Ooo bien...! Ooo
alors...!”
Ahora, en cambio, en la mesa con la familia,
tomaban cuerpo los rencores familiares, capítulo triste de la infancia. Nuestro
padre, nuestra madre siempre allí delante, el uso de los cubiertos para el
pollo, y estate derecho, y saca los codos de la mesa, ¡constantemente!, y
además aquella antipática de nuestra hermana Battista. Comenzó una serie de
reprimendas, de despechos, de castigos, de antojos, hasta el día en que Cósimo
rechazó los caracoles y decidió separar su suerte de la nuestra.
Sólo más tarde me di cuenta de esta
acumulación de resentimientos familiares; entonces tenía ocho años, todo me
parecía un juego, nuestra guerra contra los mayores era la habitual de todos
los chicos, no entendía que la obstinación que ponía mi hermano en ella
ocultaba algo más hondo.
Nuestro padre el barón era un hombre
fastidioso, la verdad, aunque no malvado; fastidioso porque su vida estaba
dominada por ideas confusas, como sucede a menudo en épocas de cambio. Los
tiempos agitados transmiten a muchos una necesidad de agitarse ellos también,
pero totalmente al revés, o de forma desorientada: así, nuestro padre, con lo
que entonces se estaba incubando, hacía alarde de pretensiones al título de duque
de Ombrosa, y no pensaba más que en genealogías y sucesiones y rivalidades y alianzas
con los potentados vecinos y lejanos.
Por eso en casa se vivía siempre como si
estuviéramos en el ensayo general de una invitación a la Corte, no sé si a la
de la emperatriz de Austria, del rey Luis, o quizá de aquellos montañeses de
Turín. Nos servían un pavo, y nuestro padre observaba si lo trinchábamos y
descarnábamos según todas las reglas reales, y el abate casi no lo probaba para
no dejarse coger en un error, él que debía ayudar a nuestro padre en sus reprensiones.
Del caballero abogado Carrega, en fin, habíamos descubierto su fondo de intenciones
equívocas: hacía desaparecer muslos enteros bajo los faldones de su zamarra
turca, para comérselos luego a mordiscos como le gustaba, escondido en la viña;
y nosotros habríamos jurado (aunque nunca conseguimos pillarlo con las manos en
la masa, de lo hábiles que eran sus movimientos) que se sentaba a la mesa con
el bolsillo lleno de huesos ya descarnados, para dejarlos en el plato en lugar
de los cuartos de pavo hechos desaparecer como por encanto. Nuestra madre la
generala no contaba, porque usaba bruscos modos militares incluso al servirse
en la mesa – “So! Noch ein wenig! Gut!” -, a los que nadie replicaba; pero con
nosotros se comportaba, si no con etiqueta, con disciplina, y echaba una mano
al barón con sus órdenes de plaza de armas – “Sitz' ruhig! ¡Y límpiate los
morros!”-. La única que se encontraba a sus anchas era Battista, la monja
doméstica, que descarnaba pollos con un ahínco extremo, fibra por fibra, con
unos cuchillitos afilados que sólo tenía ella, parecidos a bisturís de
cirujano. El barón, que acaso habría podido ponérnosla como ejemplo, no osaba
mirarla, porque, con aquellos ojos espantados bajo las alas de la cofia
almidonada, los dientes apretados en su amarilla carita de ratón, le daba miedo
incluso a él. Se comprende, pues, que fuera la mesa el lugar donde salían a luz
todos los antagonismos, las incompatibilidades entre nosotros, y también todas
nuestras locuras e hipocresías; y que precisamente en la mesa se determinara la
rebelión de Cósimo.
Por esto me alargo al contarlo, puesto que,
en la vida de mi hermano, ya no volveremos a encontrar ninguna mesa aparejada,
podemos estar seguros.
Era también el único sitio en donde nos
encontrábamos con los mayores. Durante el resto del día nuestra madre se
retiraba a sus habitaciones a hacer encajes y bordados y filé, porque la
generala, en realidad, sólo sabía ocuparse de estas labores tradicionalmente
femeninas, y sólo con ellas se desahogaba de su pasión guerrera.
Eran encajes y bordados que acostumbraban a
representar mapas geográficos; y extendidos sobre cojines o tapices, nuestra
madre los punteaba con alfileres y banderitas, señalando los planes de batalla
de la Guerra de Sucesión, que conocía al dedillo. O bien bordaba cañones, con
las distintas trayectorias que salían de la boca de fuego, y las cureñas, y los
ángulos de tiro, porque era muy competente en balística, y tenía además a su
disposición toda la biblioteca de su padre el general, con tratados de arte
militar y tablas de tiro y atlas. Nuestra madre era una Von Kurtewitz,
Konradine de pila, hija del general Konrad von Kurtewitz, que veinte años antes
había ocupado nuestras tierras al mando de las tropas de María Teresa de
Austria. Huérfana de madre, el general se la llevaba consigo al campo; nada
novelesco, viajaban bien equipados, se alojaban en los mejores castillos, con
un tropel de criadas, y ella se pasaba el día haciendo encajes de bolillos; eso
que cuentan, que también ella iba a las batallas, a caballo, sólo son leyendas;
siempre había sido una mujercita de piel rosada y nariz respingona como la
recordamos nosotros, pero le había quedado esa paterna pasión militar, quizá
como protesta contra su marido.
Nuestro padre era de los pocos nobles de
nuestra tierra que fueron partidarios de los imperiales en aquella guerra;
acogió con los brazos abiertos al general Von Kurtewitz en su feudo, puso a su
disposición sus hombres, y para demostrar mejor su adhesión a la causa imperial
se casó con Konradine; todo con la esperanza del Ducado, y también entonces le
fue mal, como de costumbre, porque los imperiales se marcharon pronto y los genoveses
lo cargaron de impuestos. Pero había ganado una buena esposa, la generala, como
se la llamó después que su padre murió en la expedición a Provenza, y María Teresa
le mandó un collar de oro sobre un. cojín de damasco; una esposa con la que estuvo
casi siempre de acuerdo, aunque ella, criada en los campamentos, no soñaba más que
en ejércitos y batallas y le recriminaba no ser más que un chalán
desafortunado.
Pero en el fondo los dos se habían quedado
en los tiempos de las Guerras de Sucesión, ella con la artillería en la cabeza,
él con los árboles genealógicos; ella soñando para nosotros sus hijos un grado
en un ejército, no importa cuál, él viéndonos en cambio casados con alguna gran
duquesa electora del Imperio... Aun así fueron unos padres buenísimos, pero tan
distraídos que los dos tuvimos que crecer casi abandonados a nosotros mismos.
¿Fue un bien o un mal? ¿Quién puede saberlo? La vida de Cósimo fue tan fuera de
lo normal como metódica y modesta la mía, y sin embargo pasamos nuestra
infancia junta, indiferente ambos a los resentimientos de los adultos, buscando
caminos distintos de los frecuentados por la gente.
Trepábamos a los árboles (estos primeros
juegos inocentes se cargan ahora en mi recuerdo de un destello de iniciación,
de presagio; pero ¿quién lo pensaba, entonces?), subíamos por los torrentes
saltando de roca en roca, explorábamos cuevas en la orilla del mar, nos
deslizábamos por las balaustradas de mármol de las escalinatas de la villa.
Por uno de estos deslizamientos se originó
una de las más graves causas de discordia de Cósimo con los padres, porque fue
castigado, injustamente según él, y desde entonces guardó rencor contra la
familia (o la sociedad, o el mundo en general) que se manifestó luego en su
decisión del 15 de junio.
A decir verdad, ya habíamos sido advertidos
de no deslizamos por la balaustrada de mármol de las escaleras, no por miedo a
que nos rompiésemos un brazo o una pierna, que de esto nuestros padres no se
preocuparon nunca, y fue la razón - creo yo - de que nunca nos rompiésemos
nada; sino porque al crecer y aumentar de peso podíamos echar abajo las
estatuas de antepasados que nuestro padre había mandado colocar sobre los pilares
terminales de las balaustradas en cada tramo de escaleras. Ya una vez Cósimo había
hecho caer un tatarabuelo obispo, con la mitra y todo; le castigaron, y desde entonces
aprendió a frenar un instante antes de llegar al final del tramo y a saltar
cuando faltaba un pelo para chocar contra la estatua. También yo aprendí eso,
porque lo seguía en todo, sólo que, siempre más modesto y prudente, me apeaba a
la mitad del tramo, o bien no me deslizaba seguido, sino con continuos
frenazos. Un día él bajaba por la balaustrada como una flecha, ¿y quién estaba
subiendo las escaleras?
El abate Fauchelafleur que se iba a pasear,
con el breviario abierto, pero con la mirada fija en el vacío como una gallina.
¡Si hubiera estado medio dormido como de costumbre! Pero no, se hallaba en uno
de esos momentos que también le daban, de extrema atención e inquietud por
todo. Ve a Cósimo, piensa: balaustrada, estatua, ahora se le echa encima, ahora
me reprenden también a mí (porque a cada travesura nuestra le regañaban también
a él por no saber vigilarnos), y se lanza a la balaustrada para detener a mi
hermano.
Cósimo da contra el abate, lo arrastra
consigo por la balaustrada (era un viejecito todo piel y huesos), no puede
frenar, choca con más fuerza contra la estatua de nuestro antepasado
Cacciaguerra Piovasco, cruzado en Tierra Santa, y se precipitan todos al pie de
las escaleras; el cruzado hecho añicos (era de yeso), el abate y él. Hubo
reprimendas hasta nunca acabar, azotes, deberes de castigo, encierros a pan y
sopa fría. Y Cósimo, que se sentía inocente porque la culpa no había sido suya,
sino del abate, salió con aquella invectiva feroz: “¡Yo me río de todos
vuestros antepasados, señor padre!”, que ya anunciaba su vocación de rebelde.
Nuestra hermana, en el fondo, lo mismo.
También ella, si bien vivía en el aislamiento que le había impuesto nuestro padre,
tras la historia del marquesito De la Mela, siempre había sido de espíritu
rebelde y solitario. Qué fue lo que pasó aquella vez con el marquesito, nunca
se supo del todo. Hijo de una familia enemiga nuestra, ¿cómo se pudo introducir
en casa? ¿Y para qué? Para seducir, o mejor, para violar a nuestra hermana, se dijo
en el largo litigio que mantuvieron después las dos familias. En realidad,
nunca conseguimos imaginarnos a aquel bobalicón pecoso como un seductor, y
menos aún con nuestra hermana, desde luego más fuerte que él, y famosa por
echar pulsos incluso con los mozos de cuadra. Y además, ¿por qué fue él quien
gritó? Y los criados que acudieron con nuestro padre, ¿por qué lo hallaron con
los pantalones hechos pedazos, destrozados como por las garras de una tigresa?
Los De la Mela nunca quisieron admitir que su hijo hubiese atentado contra el
honor de Battista ni consintieron el matrimonio. Así nuestra hermana acabó
sepultada en casa, con los hábitos de monja, aún sin haber hecho votos ni
siquiera de terciaria, dada su dudosa vocación.
Su ánimo pérfido se expansionaba sobre todo
con la cocina. Era excelente cocinando, ya que no le faltaba ni prontitud ni
fantasía, cualidades principales para una cocinera, pero donde ella ponía las
manos no se sabía qué sorpresas podían llegarnos luego a la mesa; una vez
preparó unas tostadas con paté, la verdad es que exquisitas, de hígado de
ratón, y no nos lo dijo hasta que las hubimos comido y encontrado buenas; por
no hablar de las patas de saltamontes, las de atrás, duras y dentelladas,
puestas en mosaico sobre un pastel; y los rabitos de cerdo, asados como si
hubiesen sido rosquillas; y aquella vez que dio a cocer un puercoespín entero,
con todas las púas, quién sabe por qué, desde luego sólo para impresionarnos
cuando levantaron el cubreplatos, porque ni ella, que siempre comía todas las
cosas raras que preparaba, lo quiso probar, aún cuando era un puercoespín
cachorro, rosado, sin duda tierno. En realidad, gran parte de esta horrenda cocina
era ingeniada sólo por su aspecto, más que por el placer de hacernos saborear junto
a ella manjares con unos sabores horripilantes. Estos platos de Battista eran
unas obras de delicada orfebrería animal o vegetal: coliflores con orejas de
liebre puestas sobre un anillo de pelos de liebre; o una cabeza de cerdo de
cuya boca salía, como si sacara la lengua, una langosta roja, y la langosta
entre las pinzas sujetaba la lengua del cerdo como si se la hubiese arrancado.
Luego los caracoles: había conseguido decapitar no sé cuántos caracoles, y las
cabezas, aquellas cabezas de caballitos tan viscosas, las había clavado, creo
que con mondadientes, sobre unas pastas de hojaldre, y parecían, cuando llegaron
a la mesa, una bandada de minúsculos cisnes. Y más aún que la vista de aquellas
chucherías impresionaba pensar en todo el empeño que sin duda Battista había puesto
al prepararlas, imaginar sus manos sutiles mientras desmembraban aquellos cuerpecitos
de animales.
El modo en que los caracoles excitaban la macabra
fantasía de nuestra hermana, nos empujó, a mi hermano y a mí, a una rebelión,
que era, al mismo tiempo, de solidaridad con los pobres animales atormentados,
de desagrado por el sabor de los caracoles cocidos y de exasperación por todos
y todo, hasta el punto que no hay que sorprenderse que a partir de ese momento
madurase Cósimo su gesto y todo lo que le siguió.
Habíamos urdido un plan. Cuando el caballero
abogado traía a casa un cesto lleno de caracoles comestibles, los metían en un
tonel de la bodega, para que ayunaran, y comiendo sólo salvado se purgasen. Al
desplazar la tapa de tablas de este tonel aparecía una especie de infierno, en
el que los caracoles subían por las duelas con una lentitud que ya era un
presagio de agonía, entre restos de salvado, estrías de opaca baba agrumada y
coloreados excrementos, recuerdo de los buenos tiempos de las hierbas al aire
libre. Algunos estaban fuera del caparazón, con la cabeza extendida y los
cuernos separados, otros encogidos, dejando asomar solamente desconfiadas
antenas, otros de tertulia como comadres, otros adormecidos y encerrados, otros
muertos, vueltos al revés.
Para salvarlos del encuentro con aquella
siniestra cocinera, y para salvarnos a nosotros de sus opíparas comidas,
practicamos un agujero en el fondo del tonel, y desde allí trazamos con briznas
de hierba picada y miel, un camino lo más escondido posible, detrás de barriles
y aparejos de la bodega, para incitar a los caracoles a la fuga, hasta un ventanuco
que daba a un bancal inculto y lleno de maleza.
Al día siguiente, cuando bajamos a la bodega
a examinar los efectos de nuestro plan, a la luz de una vela inspeccionamos las
paredes y los corredores. “¡Aquí hay uno! ¡Aquí otro! ¡Mira éste hasta dónde ha
llegado!” Ya una hilera de caracoles sin grandes claros recorría el suelo y las
paredes, del tonel al ventanuco, siguiendo nuestra pista. “¡Rápido, caracoles!
¡De prisa, escapad!”, no pudimos contenernos de decirles, viendo los animalillos
andar lentamente, no sin desviarse en inútiles rodeos por las desconchadas paredes
de la bodega, atraídos por ocasionales depósitos y mohos y grumos; pero la bodega
estaba oscura, abarrotada, accidentada; esperábamos que nadie pudiera descubrirlos,
que todos tuvieran tiempo de escapar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario