PRIMERA
PARTE
CAPITULO
I
Era un día
luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la
barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo viento,
se deslizó rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la
Victoria, aunque no con la suficiente rapidez para evitar que una ráfaga
polvorienta se colara con él.
El vestíbulo
olía a legumbres cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un cartel de colores,
demasiado grande para hallarse en un interior, estaba pegado a la pared. Representaba
sólo un enorme rostro de más de un metro de anchura: la cara de un hombre de
unos cuarenta y cinco años con un gran bigote negro y facciones hermosas y
endurecidas. Winston se dirigió hacia las escaleras. Era inútil intentar subir
en el ascensor. No funcionaba con frecuencia y en esta época la corriente se
cortaba durante las horas de día. Esto era parte de las restricciones con que
se preparaba la Semana del Odio. Winston tenía que subir a un séptimo piso. Con
sus treinta y nueve años y una úlcera de varices por encima del tobillo
derecho, subió lentamente, descansando varias veces. En cada descansillo,
frente a la puerta del ascensor, el cartelón del enorme rostro miraba desde el
muro. Era uno de esos dibujos realizados de tal manera que los ojos le siguen a
uno adondequiera que esté. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las palabras al
pie.
Dentro del piso
una voz llena leía una lista de números que tenían algo que ver con la
producción de lingotes de hierro. La voz salía de una placa oblonga de metal, una
especie de espejo empeñado, que formaba parte de la superficie de la pared
situada a la derecha. Winston hizo funcionar su regulador y la voz disminuyó de
volumen aunque las palabras seguían distinguiéndose. El instrumento (llamado teidoatítalia)
podía ser amortiguado, pero no había manera de cerrarlo del todo. Winston fue
hacia la ventana: una figura pequeña y frágil cuya delgadez resultaba realzada
por el «mono» azul, uniforme del Partido. Tenía el cabello muy rubio, una cara sanguínea
y la piel embastecida por un jabón malo, las romas hojas de afeitar y el frío
de un invierno que acababa de terminar.
Afuera, incluso
a través de los ventanales cerrados, el mundo parecía frío. Calle abajo se
formaban pequeños torbellinos de viento y polvo; los papeles rotos subían en espirales
y, aunque el sol lucía y el cielo estaba intensamente azul, nada parecía tener
color a no ser los carteles pegados por todas partes. La cara de los bigotes
negros miraba desde todas las esquinas que dominaban la circulación. En la casa
de enfrente había uno de estos cartelones. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían
las grandes letras, mientras los sombríos ojos miraban fijamente a los de
Winston. En la calle, en línea vertical con aquél, había otro cartel roto por
un pico, que flameaba espasmódicamente azotado por el viento, descubriendo y
cubriendo alternativamente una sola palabra: INGSOC. A lo lejos, un autogiro
pasaba entre los tejados, se quedaba un instante colgado en el aire y luego se
lanzaba otra vez en un vuelo curvo. Era de la patrulla de policía encargada de
vigilar a la gente a través de los balcones y ventanas. Sin embargo, las
patrullas eran lo de menos. Lo que importaba verdaderamente era la Policía del
Pensamiento.
A la espalda de
Winston, la voz de la telepantalla seguía murmurando datos sobre el hierro y el
cumplimiento del noveno Plan Trienal. La telepantalla recibía y transmitía simultáneamente.
Cualquier sonido que hiciera Winston superior a un susurro, era captado por el
aparato. Además, mientras permaneciera dentro del radio de visión de la placa
de metal, podía ser visto a la vez que oído. Por supuesto, no había manera de
saber si le contemplaban a uno en un momento dado. Lo único posible era
figurarse la frecuencia y el plan que empleaba la Policía del Pensamiento para
controlar un hilo privado. Incluso se concebía que los vigilaran a todos a la vez.
Pero, desde luego, podían intervenir su línea de usted cada vez que se les antojara.
Tenía usted que vivir -y en esto el hábito se convertía en un instinto- con la seguridad
de que cualquier sonido emitido por usted sería registrado y escuchado por
alguien y que, excepto en la oscuridad, todos sus movimientos serían
observados.
Winston se
mantuvo de espaldas a la telepantalla. Así era más seguro; aunque, como él
sabía muy bien, incluso una espalda podía ser reveladora. A un kilómetro de
distancia, el Ministerio de la Verdad, donde trabajaba Winston, se elevaba
inmenso y blanco sobre el sombrío paisaje. «Esto es Londres», pensó con una
sensación vaga de disgusto; Londres, principal ciudad de la Franja aérea 1, que
era a su vez la tercera de las provincias más pobladas de Oceanía. Trató de
exprimirse de la memoria algún recuerdo infantil que le dijera si Londres había
sido siempre así. ¿Hubo siempre estas vistas de decrépitas casas decimonónicas,
con los costados revestidos de madera, las ventanas tapadas con cartón, los techos
remendados con planchas de cinc acanalado y trozos sueltos de tapias de
antiguos jardines? ¿Y los lugares bombardeados, cuyos restos de yeso y cemento revoloteaban
pulverizados en el aire, y el césped amontonado, y los lugares donde las bombas
habían abierto claros de mayor extensión y habían surgido en ellos sórdidas colonias
de chozas de madera que parecían gallineros? Pero era inútil, no podía
recordar: nada le quedaba de su infancia excepto una serie de cuadros
brillantemente iluminados y sin fondo, que en su mayoría le resultaban ininteligibles.
El Ministerio
de la Verdad -que en neolengua (La lengua oficial de Oceanía) se le
llamaba el Minver- era diferente, hasta un extremo asombroso, de
cualquier otro objeto que se presentara a la vista. Era una enorme estructura piramidal
de cemento armado blanco y reluciente, que se elevaba, terraza tras terraza, a
unos trescientos metros de altura. Desde donde Winston se hallaba, podían
leerse, adheridas sobre su blanca fachada en letras de elegante forma, las tres
consignas del Partido:
LA
GUERRA ES LA PAZ
LA
LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA
IGNORANCIA ES LA FUERZA
Se decía que el
Ministerio de la Verdad tenía tres mil habitaciones sobre el nivel del suelo y
las correspondientes ramificaciones en el subsuelo. En Londres sólo había otros
tres edificios del mismo aspecto y tamaño. Éstos aplastaban de tal manera la
arquitectura de los alrededores que desde el techo de las Casas de la Victoria se
podían distinguir, a la vez, los cuatro edificios. En ellos estaban instalados
los cuatro Ministerios entre los cuales se dividía todo el sistema
gubernamental. El Ministerio de la Verdad, que se dedicaba a las noticias, a los
espectáculos, la educación y las bellas artes. El Ministerio de la Paz, para
los asuntos de guerra. El Ministerio del Amor, encargado de mantener la ley y
el orden. Y el Ministerio de la Abundancia, al que correspondían los asuntos
económicos. Sus nombres, en neolengua: Miniver, Minipax, Minimor y
Minindantia
El Ministerio
del Amor era terrorífico. No tenía ventanas en absoluto. Winston nunca había
estado dentro del Minimor, ni siquiera se había acercado a medio kilómetro de
él. Era imposible entrar allí a no ser por un asunto oficial y en ese caso
había que pasar por un la berinto de caminos rodeados de alambre espinoso,
puertas de acero y ocultos nidos de ametralladoras. Incluso las calles que
conducían a sus salidas extremas, estaban muy vigiladas por guardias, con caras
de gorila y uniformes negros, armados con porras.
Winston se
volvió de pronto. Había adquirido su rostro instantáneamente la expresión de
tranquilo optimismo que era prudente llevar al enfrentarse con la telepantalla.
Cruzó la habitación hacia la diminuta cocina. Por haber salido del Ministerio a
esta hora tuvo que renunciar a almorzar en la cantina y en seguida comprobó que
no le quedaban víveres en la cocina a no ser un mendrugo de pan muy oscuro que
debía guardar para el desayuno del día siguiente. Tomó de un estante una
botella de un líquido incoloro con una sencilla etiqueta que decía: Ginebra
de la Victoria. Aquello olía a medicina, algo así como el espíritu de arroz
chino. Winston se sirvió una tacita, se preparó los nervios para el choque, y
se lo tragó de un golpe como si se lo hubieran recetado.
Al momento, se
le volvió roja la cara y los ojos empezaron a llorarle. Este líquido era como
ácido nítrico; además, al tragarlo, se tenía la misma sensación que si le dieran
a uno un golpe en la nuca con una porra de goma. Sin embargo, unos segundos
después, desaparecía la incandescencia del vientre y el mundo empezaba a
resultar más alegre. Winston sacó un cigarrillo de una cajetilla sobre la cual
se leía: Cigarrillos de la Victoria, y como lo tenía cogido
verticalmente por distracción, se le vació en el suelo. Con el próximo pitillo
tuvo ya cuidado y el tabaco no se salió. Volvió al cuarto de estar y se sentó
ante una mesita situada a la izquierda de la telepantalla. Del cajón sacó un
portaplumas, un tintero y un grueso libro en blanco de tamaño inquarto, con el lomo
rojo y cuyas tapas de cartón imitaban el mármol.
Por alguna
razón la telepantalla del cuarto de estar se encontraba en una posición
insólita. En vez de hallarse colocada, como era normal, en la pared del fondo,
desde donde podría dominar toda la habitación, estaba en la pared más larga,
frente a la ventana. A un lado de ella había una alcoba que apenas tenía fondo,
en la que se había instalado ahora Winston. Era un hueco que, al ser construido
el edificio, habría sido calculado seguramente para alacena o biblioteca.
Sentado en aquel hueco y situándose lo más dentro posible, Winston podía mantenerse
fuera del alcance de la telepantalla en cuanto a la visualidad, ya que no podía
evitar que oyera sus ruidos.
En parte, fue
la misma distribución insólita del cuarto lo que le indujo a lo que ahora se
disponía a hacer. Pero también se lo había sugerido el libro que acababa de
sacar del cajón. Era un libro excepcionalmente bello. Su papel, suave y
cremoso, un poco amarillento por el paso del tiempo, por lo menos hacía
cuarenta años que no se fabricaba. Sin embargo, Winston suponía que el libro
tenía muchos años más. Lo había visto en el escaparate de un establecimiento de
compraventa en un barrio miserable de la ciudad (no recordaba exactamente en
qué barrio había sido) y en el mismísimo instante en que lo vio, sintió un
irreprimible deseo de poseerlo. Los miembros del Partido no deben entrar en las
tiendas corrientes (a esto se le llamaba, en tono de severa censura, «traficar
en el mercado libre»), pero no se acataba rigurosamente esta prohibición porque
había varios objetos como cordones para los zapatos y hojas de afeitar que era
imposible adquirir de otra manera. Winston, antes de entrar en la tienda, había
mirado en ambas direcciones de la calle para asegurarse de que no venía nadie
y, en pocos minutos, adquirió el libro por dos dólares cincuenta. En aquel
momento no sabía exactamente para qué deseaba el libro. Sintiéndose culpable se
lo había llevado a su casa, guardado en su cartera de mano. Aunque estuviera en
blanco, era comprometido guardar aquel libro.
Lo que ahora se
disponía Winston a hacer era abrir su Diario. Esto no se consideraba ilegal (en
realidad, nada era ilegal, ya que no existían leyes), pero si lo detenían podía
estar seguro de que lo condenarían a muerte, o por lo menos a veinticinco años
de trabajos forzados. Winston puso un plumín en el portaplumas y lo chupó
primero para quitarle la grasa. La pluma era ya un instrumento arcaico. Se
usaba rarísimas veces, ni siquiera para firmar, pero él se había procurado una,
furtivamente y con mucha dificultad, simplemente porque tenía la sensación de
que el bello papel cremoso merecía una pluma de verdad en vez de ser rascado
con un lápiz tinta. Pero lo malo era que no estaba acostumbrado a escribir a
mano. Aparte de las notas muy breves, lo corriente era dictárselo todo al hablescribe,
totalmente inadecuado para las circunstancias actuales. Mojó la pluma en la
tinta y luego dudó unos instantes. En los intestinos se le había producido un
ruido que podía delatarle. El acto trascendental, decisivo, era marcar el papel.
En una letra pequeña e inhábil escribió:
4 de abril de 1984
Se echó hacia
atrás en la silla. Estaba absolutamente desconcertado. Lo primero que no sabía
con certeza era si aquel era, de verdad, el año 1984. Desde luego, la fecha
había de ser aquélla muy aproximadamente, puesto que él había nacido en 1944 o
1945, según creía; pero, «¡cualquiera va a saber hoy en qué año vive!», se
decía Winston.
Y se le ocurrió
de pronto preguntarse: ¿Para qué estaba escribiendo él este diario? Para el
futuro, para los que aún no habían nacido. Su mente se posó durante unos
momentos en la fecha que había escrito a la cabecera y luego se le presentó,
sobresaltándose terriblemente, la palabra neolingüística doblepensar. Por
primera vez comprendió la magnitud de lo que se proponía hacer. ¿Cómo iba a
comunicar con el futuro? Esto era imposible por su misma naturaleza. Una de
dos: o el futuro se parecía al presente y entonces no le haría ningún caso, o
sería una cosa distinta y, en tal caso, lo que él dijera carecería de todo
sentido para ese futuro.
Durante algún
tiempo permaneció contemplando estúpidamente el papel. La telepantalla
transmitía ahora estridente música militar. Es curioso: Winston no sólo parecía
haber perdido la facultad de expresarse, sino haber olvidado de qué iba a
ocuparse. Por espacio de varias semanas se había estado preparando para este momento
y no se le había ocurrido pensar que para realizar esa tarea se necesitara algo
más que atrevimiento. El hecho mismo de expresarse por escrito, creía él, le sería
muy fácil. Sólo tenía que trasladar al papel el interminable e inquieto
monólogo que desde hacía muchos años venía corriéndose por la cabeza. Sin embargo,
en este momento hasta el monólogo se le había secado. Además, sus varices
habían empezado a escocerle insoportablemente. No se atrevía a rascarse porque
siempre que lo hacía se le inflamaba aquello. Transcurrían los segundos y él
sólo tenía conciencia de la blancura del papel ante sus ojos, el absoluto vacío
de esta blancura, el escozor de la piel sobre el tobillo, el estruendo de la
música militar, y una leve sensación de atontamiento producido por la ginebra.
De repente,
empezó a escribir con gran rapidez, como si lo impulsara el pánico, dándose
apenas cuenta de lo que escribía. Con su letrita infantil iba trazando líneas torcidas
y si primero empezó a «comerse» las mayúsculas, luego suprimió incluso los
puntos:
4 de abril de
1984. Anoche estuve en los flicks. Todas las películas eras de guerra Había
una muy buena de su barrio lleno de refugiados que lo bombardeaban no sé dónde
del Mediterráneo. Al público lo divirtieron mucho los planos de un hombre muy
muy gordo que intentaba escaparse nadando de un helicóptero que lo perseguía, primero
se le veía en el agua chapoteando como una tortuga, luego lo veías por los
visores de las ametralladoras del helicóptero, luego se veía cómo lo iban
agujereando a tiros y el agua a su alrededor que se ponía toda roja y el gordo
se hundía como si el agua le entrara por los agujeros que le habían hecho las
balas. La gente se moría de risa cuando el gordo se iba hundiendo en el agua, y
también una lancha salvavidas llena de niños con un helicóptero que venía dando
vueltas y más vueltas había una mujer de edad madura que bien podía ser una
judía y estaba sentada la proa con un niño en los brazos que quizás tuviera
unos tres años, el niño chillaba con mucho pánico, metía la cabeza entre los
pechos de la mujer y parecía que se quería esconder así y la mujer lo rodeaba con
los brazos y lo consolaba como si ella no estuviese también aterrada y como sí
por tenerlo así en los brazos fuera a evitar que le mataran al niño las balas.
Entonces va el helicóptero y tira una bomba de veinte kilos sobre el barco y no
queda ni una astilla de él, que fue una explosión pero que magnífica, y luego
salía su primer plano maravilloso del brazo del niño subiendo por el aire yo
creo que un helicóptero con su cámara debe haberlo seguido así por el aire y la
gente aplaudió muchísimo pero una mujer que estaba entro los proletarios empezó
a armar un escándalo terrible chillando que no debían echar eso, no debían
echarlo delante de los críos, que no debían, hasta que la policía la sacó de
allí a rastras no creo que le pasara nada, a nadie le importa lo que dicen los
proletarios, la reacción típica de los proletarios y no se hace caso nunca...
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