jueves, 5 de enero de 2012

YO, EL SUPREMO (Augusto Roa Bastos)


Yo el Supremo Dictador de la República Ordeno que al acaecer mi muerte, mi cadáver sea decapitado; la cabeza puesta en una pica por tres días  en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son  de las campanas echadas al vuelo
Todos mis servidores civiles y militares sufrirán pena de horca. Sus cadáveres serán enterrados en potreros de extramuros sin cruz ni marca que memore sus nombres.
Al término del dicho plazo, mando que mis restos sean quemados y las cenizas arrojadas al río....


¿Dónde encontraron eso? Clavado en la puerta de la catedral, Excelencia. Una partida de granaderos lo descubrió esta madruga­da y lo retiró llevándolo a la comandancia. Felizmente nadie al­canzó a leerlo. No te he preguntado eso ni es cosa que importe. Tiene razón Usía, la tinta de los pasquines se vuelve agria más pronto que la leche. Tampoco es hoja de Gaceta porteña ni arran­cada de libros, señor. ¡Qué libros va a haber aquí fuera de los míos!

Hace mucho tiempo que los aristócratas de las veinte familias han convertido los suyos en naipes. Allanar las casas de los antipatrio­tas. Los calabozos, ahí en los calabozos, vichea en los calabozos. Entre esas ratas uñudas greñudas puede hallarse el culpable. Apriétales los refalsos a esos falsarios. Sobre todo a Peña y a Molas. Tráeme las cartas en las que Molas me rinde pleitesía durante el Primer Consulado, luego durante la Primera Dictadura. Quiero releer el discurso que pronunció en la Asamblea del año 14 reclamando mi elección de Dictador. Muy distinta es su letra en la minuta del dis­curso, en las instrucciones a los diputados, en la denuncia en que años más tarde acusará a un hermano por robarle ganado de su es­tancia de Altos. Puedo repetir lo que dicen esos papeles, Exce­lencia. No te he pedido que me vengas a recitar los millares de expedientes, autos, providencias del archivo. Te he ordenado sim­plemente que me traigas el legajo de Mariano Antonio Molas. Tráeme también los panfletos de Manuel Pedro de Peña. ¡Sicofantes rencillosos! Se jactan de haber sido el verbo de la Independencia. ¡Ratas! Nunca la entendieron. Se creen dueños de sus palabras en los calabozos. No saben más que chillar. No han enmudecido to­davía. Siempre encuentran nuevas formas de secretar su maldito veneno. Sacan panfletos, pasquines, libelos, caricaturas. Soy una figura indispensable para la maledicencia. Por mí, pueden fabricar su papel con trapos consagrados. Escribirlo, imprimirlo con letras consagradas sobre una prensa consagrada. ¡Impriman sus pasqui­nes en el Monte Sinaí, si se les frunce la realísima gana, folicularios letrinarios!

Hum. Ah. Oraciones fúnebres, panfletos condenándome a la hoguera. Bah. Ahora se atreven a parodiar mis Decretos Supre­mos. Remedan mi lenguaje, mi letra, buscando infiltrarse a través de él; llegar hasta mí desde sus madrigueras. Taparme la boca con la voz que los fulminó. Recubrirme en palabra, en figura. Viejo truco de los hechiceros de las tribus. Refuerza la vigilancia de los que se alucinan con poder suplantarme después de muerto. ¿Dón­de está el legajo de los anónimos? Ahí lo tiene, Excelencia, bajo su mano.

No es del todo improbable que los dos tunantes escribanos Molas y De la Peña hayan podido dictar esta mofa. La burla muestra el estilo de los dos infames faccionarios porteñistas. Si son ellos, inmolo a Molas, despeño a Peña. Pudo uno de sus infames secuaces aprenderla de memoria. Escribirla un segundo. Un tercero va y pega el escarnio con cuatro chinches en la puerta de la ca­tedral. Los propios guardianes, los peores infieles. Razón que le so­bra a Usía. Frente a lo que Vuecencia dice, hasta la verdad parece mentira. No te pido que me adules, Patiño. Te ordeno que bus­ques y descubras al autor del pasquín. Debes ser capaz, la ley es un agujero sin fondo, de encontrar un pelo en ese agujero. Escúlcales  el alma a Peña y a Molas. Señor, no pueden. Están encerrados en la más total obscuridad desde hace años. ¿Y eso qué? Después del  último Clamor que se le interceptó a Molas, Excelencia, mandé tapiar a cal y canto las claraboyas, las rendijas de las puertas, las fa­llas de tapias y techos. Sabes que continuamente los presos amaestran ratones para sus comunicaciones clandestinas. Hasta para conseguir comida. Acuérdate que así estuvieron robando los santafesinos las raciones de mis cuervos durante meses. También mandé taponar todos los agujeros y corredores de las hormigas, las  alcantarillas de los grillos, los suspiros de las grietas. Obscuridad más obscura imposible, Señor. No tienen con qué escribir. ¿Olvi­das la memoria, tú, memorioso patán? Puede que no dispongan de un cabo de lápiz, de un trozo de carbonilla. Pueden no tener luz ni aire. Tienen memoria. Memoria igual a la tuya. Memoria de cucaracha de archivo, trescientos millones de años más vieja que el homo sapiens. Memoria del pez, de la rana, del loro limpiándose siempre el pico del mismo lado. Lo cual no quiere decir que sean inteligentes. Todo lo contrario. ¿Puedes certificar de memorioso al gato escaldado que huye hasta del agua fría? No, sino que es un gato miedoso. La escaldadura le ha entrado en la memoria. La me­moria no recuerda el miedo. Se ha transformado en miedo ella  misma.

¿Sabes tú qué es la memoria? Estómago del alma, dijo errónea­mente alguien. Aunque en el nombrar las cosas nunca hay un pri­mero. No hay más que infinidad de repetidores. Sólo se inventan nuevos errores. Memoria de uno solo no sirve para nada.

Estómago del alma. ¡Vaya fineza! ¿Qué alma han de tener estos desalmados calumniadores? Estómagos cuádruples de bestias cuatropeas. Estómagos rumiantes. Es ahí donde fermenta la perfidia de esos sucesivos e incurables picaros. Es ahí donde cocinan sus calderadas de infamia. ¿De qué memoria no han de necesitar para acordarse de tantas patrañas como han forjado con el único fin de difamarme, de calumniar al Gobierno? Memoria de masca-masca. Memoria de ingiero-digiero. Repetitiva. Desfigurativa. Mancillativa. Profetizaron convertir a este país en la nueva Atenas. Areópago de las ciencias, las letras, las artes de este Continente. Lo que bus­caban en realidad bajo tales quimeras era entregar el Paraguay al mejor impostor. A punto de conseguirlo estuvieron los aeropagitas. Los fui sacando de en medio. Los derroqué uno a uno. Los puse donde debían estar. ¡Areópagos a mí! ¡A la cárcel, collones!

Al reo Manuel Pedro de Peña, papagayo mayor del patriciado, lo desblasoné. Descolguélo de su heráldica percha. Lo enjaulé en un calabozo. Aprendió allí a recitar sin equivocarse desde la A a la Z los cien mil vocablos del diccionario de la Real Academia. De este modo ejercita su memoria en el cementerio de las palabras. No se le vayan a herrumbrar los esmaltes, los metales de su diapa­són palabrero. El doctor Mariano Antonio Molas, el abogado Mo­las, vamos, el escriba Molas, recita sin descanso, hasta en sueños, trozos de una descripción de lo que él llama la Antigua Provincia del Paraguay. Para estos últimos areopagitas sobrevivientes, la Pa­tria continúa siendo la antigua provincia. No mentan, aunque sea por decoro de sus lenguas colonizadas, a la Provincia Gigante de las Indias, al fin de cuentas, abuela, madre, tía, parienta pobre del virreinado del Río de la Plata enriquecido a su costa.

Aquí usan y abusan de su rumiante memoria no solamente los patricios y areopagitas vernáculos. También los marsupiales ex­tranjeros que robaron al país y embolsaron en el estómago de su alma el recuerdo de sus ladronicidios. Ahí está el francés Pedro Martell. Después de veinte años de calabozo y otros tantos de locura sigue temando con su capón de onzas de oro. Todas las no­ches saca furtivamente el cofre del hoyo que ha cavado con las uñas bajo su hamaca; recuenta una por una las relucientes mone­das; las prueba con las desdentadas encías; las vuelve a meter en su caja fuerte y la entierra otra vez en el hoyo. Se tumba en la hama­ca y duerme feliz sobre su imaginario tesoro. ¿Quién podría sentirse más protegido que él? Del mismo modo vivió en los sótanos por muchos años otro francés, Charles Andreu-Legard, ex prisionero de la Bastilla, rumiando sus recuerdos en mi bastilla republi­cana. ¿Puede decirse acaso que estos didelfos saben qué cosa es la memoria? Ni tú ni ellos lo saben. Los que lo saben no tienen me­moria. Los memoriones son casi siempre antidotados imbéciles. A más de malvados embaucadores. O algo peor todavía. Emplean su memoria en el daño ajeno, mas no saben hacerlo ni siquiera en el propio bien. No pueden compararse con el gato escaldado. Me­moria del loro, de la vaca, del burro. No la memoria-sentido, me-moría-juicio, dueña de una robusta imaginación capaz de engen­drar por sí misma los acontecimientos. Los hechos sucedidos cambian continuamente. El hombre de buena memoria no re­cuerda nada porque no olvida nada.

A mi presunta hermana Petrona Regalada se le infestó de ga­rrapatas la vaca que se le permite tener en el patio de su casa. Le mandé que la tratara del modo como se combaten ése y otros ma­les en las estancias patrias: Perdiendo el ganado. Tengo una sola vaca, Señor, y no es mía sino de mi escuelita de catecismo. Da jus­to el vaso de leche para los veinte chicos que vienen a la doctrina. Se quedará, señora, sin la vaca y sus alumnos no podrán beber ni siquiera la leche del Espíritu Santo, que usted les ordeña mientras baña sus velas. Se quedará sin vaca, sin catecúmenos, sin cateque­sis. La garrapata no sólo se comerá la vaca. Los comerá a ustedes. Invadirá la ciudad, que ya tiene bastante con su plaga de mala gen­te y perros orejanos. ¿No oye usted cómo crece el rabioso ulular de los aullidos que sube por todas partes? Sacrifique la vaca, señora.

Vi en sus ojos que no lo iba a hacer. Mandé a un soldado que matara el animal enfermo a bayonetazos, y lo enterrara. La ex viu­da de Larios Galván, mi supuesta hermana, vino a presentar que­ja. Prevaricada del cerebro, la vieja aseguró que, aun después de muerta, la vaca seguía mugiendo sordamente bajo tierra. Mandé a los forenses suizos hacer la autopsia del animal. Le encontraron en la entraña una piedra bezoar del tamaño de una toronja. Ahora la vieja pretende que el cálculo cabellóso vale contra todo veneno. Cura enfermedades, Señor. Especialmente el tabardillo. Adivina sueños. Pronostica muertes, se entusiasma. Asegura, inclusive, que ha escuchado murmurar a la piedra voces inaudibles. Ah locura, memoria al revés que olvida su camino al par que lo recorre.

Quién que tenga en su cerebro algún tinte puede sostener tales manías.

Con perdón de Vuecencia, me permito decir que yo he escu­chado esas voces. Lo mismo el granadero que ultimó la vaca. ¡Va­mos, Patiño, no desvaríes tú también! Perdón, Señor, con su licen­cia debo decir que yo he oído esas palabras-mugidos, parecidas a palabras humanas. Voces muy lejanas, medio acatarradas, gargan­tean palabras. Restos de algún lenguaje desconocido que no quie­re morir del todo, Excelencia. Tú eres demasiado tonto para vol­verte loco, secretario. La locura humana suele ser astuta. Camaleona del juicio. Cuando la crees curada, es porque está peor. No ha hecho sino transformarse en otra locura más sutil. Por eso, al igual que la vieja Petrona Regalada, tú oyes esas voces inexisten­tes en una carroña. ¿Qué lenguaje se te ocurre que puede recordar esa bola excremental, petrificada en el estómago de una vaca? Con su permiso, algo dice, Su Merced. Capaz que en latín o en otra lengua desconocida. ¿No cree Usía que podría existir un oído para el cual todos los hombres y animales hablaran un solo idioma? La última vez que la señora Petrona Regalada me permitió escuchar su piedra, la oí murmurar algo así como... rey del mundo... ¡Claro, bribón, debí habérmelo figurado! Qué otra cosa sino realista podía ser esa piedra que encalabrinó a la viuda. ¡Sólo eso falta! Que los chapetones, además de pasquines en la catedral, pongan una pie­dra de contagio en el buche de las vacas.

Tanto o más que la memoria falsa, las malas costumbres en­mudecen los fenómenos habituales. Forman una segunda natura­leza, así como la naturaleza es el primer hábito. Olvida, Patiño, la piedra-bezoar. Olvida tu chifladura de ese oído que podría com­prender todos los idiomas en uno solo. ¡Insanias!

He prohibido a la que consideran mi media hermana esas prácticas de brujería con que alucina a los ignorantes crédulos como ella. Ya hace bastante daño con prender en los muchachuelos que asisten a su escuelita la garrapata del catecismo. La dejo ha­cer. Manía inofensiva. El Catecismo Patrio Reformado y la militancia ciudadana les extirparán a esos chicos cuando sean grandes el quiste catequístico.

La maldita bezoar no impidió que la vaca fuera invadida por la garrapata, le he dicho cuando vino a quejarse. No la curó a usted, señora, de su encalabrinamiento. No pudo sacar la ponzoña de la demencia al obispo Panes. Menos aún, aliviarme la gota cuando trajo aquí su piedra a restregármela sobre la pierna hinchada du­rante tres días seguidos. Si la piedra no sirve más que para repetir al bureo esas palabras provenientes de un mundo trasmundano, en un lenguaje contranatural que únicamente los orates y chifla­dos creen escuchar, ¡maldito para lo que sirve la piedra!

Usted tiene también su piedra, me replicó señalándome el ae­rolito. No la utilizo en agüerías como usted la suya, señora Petro­na Regalada. Acabará nublándole el cerebro igual lo tuvieron sus otros hermanos. Usted sabe que a los suyos les rondó siempre el fantasma de la demencia. Especie de cualidad familiar en los con­sangres. Entierre usted su piedra-bezoar. Entiérrela en su patio. Póngala al pie de una cruz-lengua. Arrójela al río. Desembargúese de esa zoncera. No vuelva a darme usted un disgusto como cuan­do después de diez años de separación supe que usted seguía vién­dose a escondidas con su ex marido Larios Galvan. ¿Qué quiere de ese farsante? Ha pretendido burlarse de usted. Antes se burló de la Primera Junta Gubernativa. Después del Supremo Gobierno. ¿Qué quiere hacer usted en plena vejez con ese corrompido bragante? ¿Hijos güérfanos? ¿Hijarros bezoares? ¿Eh, qué? Entierre us­ted su piedra, como yo enterré a su ex marido en la cárcel. Bañe sus velas en paz y déjese de pamplinas.

Se le mudó la vista. Peculiar astucia de la demencia cuando fin­ge un firme sentido exterior. Empezó a mirar para adentro bus­cando esconderse de mi presencia en la malvada taciturnidad de los França. ¡Ah malditos!

Vea, señora Petrona Regalada, de un tiempo a esta parte anda armándome los cigarros más gruesos que de costumbre. Tengo que desenrollarlos. Sacarles algo de tripa. De otro modo, imposi­ble fumarlos. Fabríquelos del grueso de este dedo. Ármelos en una sola hoja de tabaco enserenado, bien seco. El que menos irrita los pulmones. Responda. No se quede callada. ¿Estoy dirigiéndome a una estaca? ¿Ha perdido usted el habla además del juicio? Míreme. Vea. Hable. Ha girado la cabeza. Me mira con la expresión de cier­tos pájaros que no tienen otro rostro. El suyo, extraordinariamen­te parecido al mío. Da la impresión de que está aprendiendo a ver, viendo por primera vez a un desconocido por quien no sabe aún si sentir respeto, desprecio o indiferencia. Me veo en ella. Espejo-persona, la vieja Franja Velho me devuelve mi apariencia vestida de mujer. Por encima de las sangres. ¿Qué tengo yo que ver con ellos? Confabulaciones de la casualidad.

Hay mucha gente. Hay más rostros aún, pues cada uno tiene varios. Hay gentes que llevan un rostro durante años. Gentes sen­cillas, económicas, ahorrativas. ¿Qué hacen con los otros? Los guardan. Sus hijos los llevarán. También sucede a veces que se lo ponen sus perros. ¿Por qué no? Un rostro es un rostro. El de Sultán se parecía mucho al mío en los últimos tiempos, sobre todo un poco antes de morir. Se parecía tanto la cara del perro a la mía como la de esta mujer que está parada ante mí, mirándome, paro­diando mi figura. Ella ya no tendrá hijos. Yo ya no tendré perros. En este momento nuestros rostros coinciden. Por lo menos el mío es el último. Con levita y tricornio, la vieja Franca Velho sería mi réplica exacta. Habría que ver cómo se podría usar este casual pa­recido... (el resto de la frase, quemado, ilegible). ¡Fábula para mejor reír!

Aquí la memoria no sirve. Ver es olvidar. Esa mujer está ahí, inmóvil, espejándome. El no-rostro, todo entero, caído hacia ade­lante. ¿Desea algo? No desea nada. No desea la más ínfima cosa de este mundo, salvo el no-deseo. Mas el no-deseo también se cum­ple si los no-deseantes son testarudos.

¿Entendió usted cómo debe fabricarme los cigarros en adelan­te? La mujer se arrancó violentamente de sí misma. La cara le que­dó entre las manos. No sabe qué hacer con ella. Del grosor de este dedo ¡eh! Armados en una sola hoja de tabaco. Enserenado. Seco. Los que mejor pitan hasta que el fuego llega muy cerca de la boca. Cálido el aliento se escapa con el humo. ¿Me ha entendido usted, señora Petrona Regalada? Ella mueve los labios alforzados. Sé en qué está pensando, desollada viva por los recuerdos.

Desmemoria.

No se ha separado de su piedra-bezoar. La guarda escondida bajo el nicho del Señor de la Paciencia. Más poderosa que la ima­gen del Dios Ensangrentado. Talismán. Grada. Plataforma. Último peldaño. El más resistente. La sostiene en el lugar de la cons­tancia. Lugar donde ya no se precisa ninguna clase de auxilio. La obsesión se fundamenta allí. La fe se apoya toda entera en sí mis­ma. Qué es la fe sino creer en cosas de ninguna verosimilitud. Ver por espejo en obscuro.

Tiene la piedra-rumiante su propia vela. Llegará a tener su pro­pio nicho. Tal vez con el tiempo, su santuario.

Frente a la piedra-bezoar de la que consideran mi hermana, el meteoro tiene aún ¿dejará de tenerlo alguna vez? el sabor de lo im­probable. ¿Y si el mundo mismo no fuera sino una especie de bezoar? Materia excremental, cabellosa, petrificada en el intestino del cosmos.

Mi opinión es... (quemado el borde del folio)... En materia de cosas opinables todas las opiniones son peores...

Mas no es esto lo que quería decir. Nubes se amontonan sobre mi cabeza. Mucha tierra. Pájaro de largo pico, no saco pelotillas de la alcuza. Sombra, no saco sombras de los agujeros. Sigo dando ro­deos de vagabundo como aquella noche atormentada que me tumbó en el lugar de la pérdida. Del desierto creía saber algo. De los perros, un poco más. De los hombres, todo. De lo demás, la sed, el frío, traiciones, enfermedades, no me faltó nada. Mas siem­pre supe qué hacer cuando debía obrar. Que yo recuerde, ésta es la peor ocasión. Si una quimera, bamboleándose en el vacío, puede comer segundas intenciones, según decía el compadre Rabelais, bien comido estoy. La quimera ha ocupado el lugar de mi persona. Tiendo a ser «lo quimérico». Broma famosa que llevará mi nom­bre. Busca la palabra «quimera» en el diccionario, Patiño. Idea fal­sa, desvarío, falsa imaginación dice, Excelencia. Eso voy siendo en la realidad y en el papel. También dice, Señor: Monstruo fabuloso que tenía cabeza de león, vientre de cabra y cola de dragón. Dicen que eso fui. Agrega el diccionario todavía, Excelencia: Nombre de un pez y de una mariposa. Pendencia. Riña. Todo eso fui, y nada de eso. El diccionario es un osario de palabras vacías. Si no, pregún­taselo a De la Peña.

Las formas desaparecen, las palabras queman, para significar lo imposible. Ninguna historia puede ser contada. Ninguna historia que valga la pena ser contada. Mas el verdadero lenguaje no nació todavía. Los animales se comunican entre ellos, sin palabras, me­jor que nosotros, ufanos de haberlas inventado con la materia prima de lo quimérico. Sin fundamento. Ninguna relación con la vida. ¿Sabes tú, Patiño, lo que es la vida, lo que es la muerte? No; no lo sabes. Nadie lo sabe. No se ha sabido nunca si la vida es lo que se vive o lo que se muere. No se sabrá jamás. Además, sería inútil saberlo, admitiendo que es inútil lo imposible. Tendría que haber en nuestro lenguaje palabras que tengan voz. Espacio libre. Su propia memoria. Palabras que subsistan solas, que lleven el lu­gar consigo. Un lugar. Su lugar. Su propia materia. Un espacio donde esa palabra suceda igual que un hecho. Como en el lengua­je de ciertos animales, de ciertas aves, de algunos insectos muy an­tiguos. Pero ¿existe lo que no hay?

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