martes, 3 de enero de 2012

LUNA INDIA (Belén Gache)


1.
Cocodrilos rojos
en las playas de Kookamooga

A través DE LOS VIDRIOS oscuros de mis anteojos terminados en punta veo cómo Karina sorbe un líquido espeso y rosado que sube por una pajita a rayas. Estamos esperando a Jo, sentadas en el bar de Ezeiza y los aviones se precipitan sobre nuestras cabezas como enormes y furiosos pterodáctilos, cada uno de ellos rompe con su estruendo la mañana densa y pesada, con olor a lluvia. Veo a los pterodáctilos empequeñecerse hasta desaparecer en el horizonte igual que las paralelas marcadas por las pequeñas lucecitas celestes, brillantes, difusas, de la pista de aterrizaje.

Karina sorbe esa espuma rojiza, sintética del licuado de frutilla que acabamos de pedir y que parece no querer terminar de subir hasta su boca y yo pienso que los aeropuertos son lugares bastante extraños, el lugar donde los demás desaparecen de pronto, el lugar desde el cual uno se ve catapultado hacia las estrellas, y cruza por mi mente esa sensación de desconcierto al dejar un presente-pasado e ingresar de golpe en un presente-futuro y supongo que quizá sea una ofensa inhumana, casi divina, que doce horas duren nada más que nueve, aunque de todas formas quién puede ser demasiado humano allá arriba, ocupado en disimular los kilómetros de aire que corren debajo del fuselaje, ocupado en disimular lo solos que estamos navegando entre el silencio de las estrellas.

Doy vueltas a mi pajita, que es amarilla, y formo surcos espiralados en mi licuado, y parece que estoy mezclando Loxon bermellón dentro de un vaso y decido que nunca más voy a tomar esto. En la mesa de al lado se acaba de sentar un gordo con un traje arrugado que transpira exageradamente a pesar del aire acondicionado. El gordito saca del bolsillo interior del saco, que no sólo está arrugado sino también cubierto de manchas, un pañuelo también sucio y arrugado y se lo pasa por la frente para enjugar ese millar de gotitas cloradas que perlan su cabeza semicalva y deduzco que debe haber llegado en el vuelo de Los Angeles porque veo una enorme valija roja junto a su pierna.

Es de piel escamada, como de cocodrilo, y tiene pegada una enorme calcomanía con un tipo musculoso y bronceado haciendo equilibrio sobre una enorme tabla de surf. Abajo de la tabla puedo leer HOT SUMMER IN KOOKAMOOGA BEACHES y pienso si habrá cocodrilos rojos en las playas kookamoogavenses y me imagino a mí misma montada en una terrible ola con cara de cocodrilo rojo y de pronto me doy cuenta de que mi tabla no es una tabla de surf sino una valija que se llena de agua y se hunde de a poco en el helado Pacífico. Pero Karina sacude mi brazo y vuelvo en mí y veo que señala la pequeña pantalla de monitor que cuelga de una de las columnas cercanas y reproduce los datos de la pizarra central: 08-26-NY-MIAMI-BUE... EN ZONA. Las letras titilan nerviosas durante unos cuantos segundos. El cuerpo de Karina es pesado y pecoso y su largo pelo rojo le cae sobre la espalda como un infierno. Me es imposible dejar de mirar esas llamaradas naranjas que resplandecen sobre su pulóver verde oscuro —de hecho, creo que a nadie se le ocurriría ponerse un pulóver de ese color salvo a un pelirrojo.

Dejamos un par de billetes junto a los licuados sintéticos y sigo a Karina escaleras abajo.

Nos perdemos entre el enjambre de personas salidas de la nacía —del horizonte pampeano, de la llanura infinita— que de repente inunda el hall de arribos, hace quince minutos nomás totalmente desierto y apagado, como si alguien de pronto hubiera puesto una ficha en el flipper AEROPUERTO y todas las luces se hubieran encendido, junto con las voces, los ruidos y el eterno, esencial, omnipresente rugir de los aviones como fondo. Alguien puso la ficha, así que ahora todos nos dirigimos como autómatas hacia la salida de la Aduana mientras una voz femenina demasiado cálida, tan cálida que suena como congelada, inunda el aire con un extraño eco. como si la misma mujer metálica hablara a través de dos bocas simultáneamente: "...Ammerriccann Airrllinness annunnccia Ha llleggadda...". Karina se adelanta y consigne colocarse cerca de la valla y yo me quedo atrás. Guardo mi distancia, me paseo por los contornos de esa isla humana y veo la pampa húmeda rajarse por los truenos de los motores a través de las paredes de cristal.

Pasan treinta minutos y treinta minutos más y las puertas no se abren y todos siguen ahí sin otra cosa que hacer salvo mirar sus propios reflejos en los paneles espejados mientras yo suspiro y trato de esquivar a tres nenitos rubios sin clientes que pasan zumbando junto a mí con los brazos abiertos como alas de avión, PRRRRRRRRFFFFFFFFFFFFFF. Las consonantes escupidas por entre los motores de colmillos ausentes salpicando al pasar mi blusa de seda color mostaza.

Miro hipnóticamente la maldita puerta espejada que no termina de abrirse e imagino salir por ella más de diez Jos distintas, algunas bastante simpáticas, otras más bien antipáticas, otras altas y otras bajas, así que ahora la Jo real va a tener que medirse con todas ellas. Por fin comienza el desfile de pasajeros demasiado cansados para estar nerviosos, demasiado nerviosos para estar cansados, con las valijas revueltas, mal cerradas, trastocadas, extraviadas y, lo que es peor de todo, en Buenos Aires, después de haber estado hace apenas unos minutos flotando tan cerca de las nubes, de los ángeles de largos bucles que tañen liras cloradas. Casi al final del pelotón, arrastrando un carrito que lleva un enorme bolso plateado, con una mochila negra al hombro y una campera de cuero rojo en el brazo, veo una chica de unos veintiocho años con aire de haber salido recién de una gran nave espacial. Karina empieza a mover frenéticamente los brazos:

—Jo, Josefina!

2.
Galaxias
de café instantáneo

COMO SI CONOCIERA la casa de toda la vida, Josefina tira su mochila y su campera sobre mi sofá de cuero amarillo limón, se sienta como un indio sobre la alfombra, que es lila e imita el pelo de una cabra, y abre su bolso. Karina está recostada en el sofá con los borceguíes sobre el apoyabrazos. Recuerdo que hay un paquete de Marlboro sin abrir en uno de los bolsillos de mi campera de cuero que está colgada detrás de la puerta. Abro el bolsillo, abro el paquete y me enciendo un cigarrillo con el mismo fósforo con el que prendo la hornalla del anafe. Un segundo antes de quemarme la yema del dedo consigo arrojar el fósforo dentro de la pileta, dónele se consume dentro de una gota de agua. Pongo sobre la hornalla la pava silbadora, que es verde metalizada con el asa naranja y tiene forma de pagoda con una tapa cónica y un pájaro dorado en la punta.

— ¿Quieren? — el paquete de cigarrillos cae sobre la alfombra junto a Jo y Karina y yo me alejo rumbo al equipo de audio y aprieto el botón de POWER y empieza a sonar Spleen and Idea de Dead Can Dance en el CD.

Karina. que está hojeando la última Art Forum que había en el sofá, contesta moviendo negativamente la cabeza sin apartar los ojos de la foto de una obra de Cady Noland, una canasta de metal llena de latas de cerveza, cadenas y repuestos de automóviles. Josefina enciende su cigarrillo con el mío, lo sostiene entre los labios y comienza a sacar cosas de su bolso plateado. Pronto la alfombra se cubre de ropa, colgantes, cosméticos y realmente estoy empezando a pensar si habrá sido o no una buena idea armarme con un huésped. La pava empieza a silbar histéricamente. Camino hasta el anafe, apago el fuego y hecho dos cucharadas de café instantáneo y agua hirviendo dentro de cada uno de los jarros, que son todos distintos.

Jo desabrocha la correa de su mochila y saca de uno de los bolsillos una de esas cámaras Canon cilíndricas que parecen videofilmadoras de bolsillo y también una docena de rollos que desparrama descuidadamente sobre el sofá.

Revuelvo el café y suspiro. Dentro de cáela taza, una espuma marrón grisácea forma espirales contra el fondo negro, brillante, infinito del café y crea galaxias, sistemas solares, planetas, en uno de los cuales, en algún departamento del centro de Buenos Aires, hay alguien igual a mí que revuelve café instantáneo.

Karina acaba de descubrir un anuncio en la Art Forun.

¡Miren! A fin de mes inaugura una muestra de Kiki Smith en una galería del Soho sin apartar sus ojos de la revista extiende el brazo para alzar su jarro de café— ¿Tenés sacarina?

— No jodas, ya le puse azúcar — digo.

— El azúcar blanco es venenoso — protesta Karina.

— El café instantáneo también, y los aerosoles, y las hamburguesas y los pañales descartables y las siliconas.

— Bué — dice, algo confundida, y sorbe su café despacio, pero parece que todavía está muy caliente porque lo deja a un costado. Después sigue hablando, sin darse cuenta de que hace ralo se quedo sin auditorio.

— Para mí lo más impresionante que hizo Kiki Smith fue esa instalación con los espermatozoides. De vidrio — dice y sus palabras quedan flotando en el aire confundiéndose con la música de Dead Can Dance.

Jo no parece prestar mucha atención a lo que sucede a su alrededor. Está demasiado ocupada examinando uno por uno los libros de mi biblioteca: es decir los saca, los hojea y vuelve a colocar en cualquier otro lado menos dónele los encontró. Y yo creo que a la larga va a quemar algún libro o algún vestido o me va a quemar la alfombra porque ahora tiene el cigarrillo entre los dedos, y lo revolea en el aire y la ceniza cae por todos lacios.

— ¿Querés un cenicero? — pregunto sin poder ocultar del todo mi horror, pero la verdad es que no tengo nada de ganas de levantarme a buscar uno.

— ¿Eh? ¡Ah!. Me había olvidado de que lo tenía en la mano —dice ella distraída y lo sumerge en el café, que tomó sólo hasta la mitad.

—¿Quieren que les lea sobre la instalación de Bruce Nauman en la Documenta IX? — pregunta Karina, pero no obtiene ninguna respuesta, así que desilusionada se enfrasca silenciosamente en la lectura de la revista y no vuelve a dirigirnos la palabra.

Jo termina de acomodar las pilas de ropa dentro de los cajones que separé para ella, se tira a los pies de la cama y descubre al Wojnarowicz que, tengo colgado en la cabecera, un díptico de un hombre tirado en la calle, con una jeringa clavada en el brazo. En la parte superior hay algunas cruces de hospital y enormes bacilos transparentes.

— ¿No estuvo en la Argentina hace un par de años? —pregunta mientras se saca las botas y las tira sobre la alfombra y noto que su castellano sigue siendo impecable aunque parece costarle algún trabajo seleccionar las palabras.

— ¿Wojnarowicz? Sí —confirmo mientras miro las medias de Jo, que son de lana negra. Después de un rato agrego:

—Me contaron que está haciendo otro libro.

—Memorias con olor a gasolina —dice Jo.

Ladea la cabeza, permanece unos segundos en silencio y después lentamente:

Recojo las tazas y las pongo dentro de la pileta y cuando levanto la cabeza veo a través del vidrio de la ventana quejo esparce sus cosméticos en el colchón y saca de un bolsito un pincel de brillo con el que empieza a retocarse los labios mientras contempla su reflejo en un pequeño espejo redondo que tiene en la mano izquierda. Su labio inferior sobresale hacia adelante y se ve tan transparente como la gelatina de cerezas, debajo del pincelito que viene y va de un lado al otro de la boca. Cuando termina de emparejarse el brillo hace un gesto de desaprobación, se mordisquea el labio hasta despintarlo y repite desde el principio toda la operación.

Arturo, el gato, nos observa sentado sobre mi cantero de lobelias en la terraza e inclina su cabeza frunciendo los bigotes. Karina arroja la revista a un costado y bosteza mientras estira los brazos como si quisiera llegar a tocar el techo. Después se acerca a los estantes y abre la caja de las galletitas para gatos. Las pupilas de Arturo se dilatan y se acerca a la ventana cauteloso.

— ¿Acá pasan MTV? —pregunta de pronto Jo.

Karina y yo nos damos vuelta. Jo sigue tirada en la cama rodeada de cosméticos. Hará cosa de un mes, Karina y yo atravesábamos Plaza de Mayo con pasos larguísimos. Karina llegaba tarde a su clase de japonés y a mí se me partía la cabeza. Karina iba contando algo acerca del hiragana y katakana, y también acerca de los ideogramas chinos, pero yo sólo quería llegar a casa y tomarme cuatro aspirinas. Empezaba a anochecer. Todos los faroles estaban prendidos y se veían difusos detrás de la niebla azulada que se levantaba desde las baldosas cubiertas de barro, y ese clima Jack El Destripador no le hacía nada bien a mi dolor de cabeza. Aparentemente debía ser la hora de salida de los ministerios porque había un montón de gente atravesando la Plaza en todas direcciones y las colas de los colectivos se hacían cada vez más largas; incluso recuerdo que en medio de la estampida de empleados públicos un gordo en silla de ruedas agitaba en el aire un paquete de ballenitas.

— ¿Entonces te parece que la llame y le confirme? Se va a quedar diez, como mucho quince días —oí que decía Karina y recién entonces me di cuenta de que hacía rato que no habíamos cambiado de tema, a pesar del mar de gente que nos rodeaba.

Pensé lo más rápido que pude, teniendo en cuenta que mi cabeza parecía un campanario gótico lleno de gárgolas monstruosas, con los engranajes todos oxidados y un Quasimodo minúsculo balanceándose de un axón a otro de mis neuronas, y deduje que Karina se estaba refiriendo a la chica que había conocido en Nueva York en un anticuario de la Catorce y Broadway y que ahora venía a Buenos Aires a comprar unas antigüedades y que yo me había olvidado que Karina me preguntó unos días o semanas antes si la americana se podía quedar o no en mi casa, porque la casa de ella estaba, digamos, superpoblada.

— Sí; llámala —contesté no muy convencida, y la verdad era que venía eludiendo la respuesta porque para eso de la convivencia soy bastante rara; es decir: no sé si me molesta que dejen toda la ropa tirada o que no laven los platos, pero lo que realmente odio es que no rebobinen los videos y más todavía que toquen mis libros.

Todo esto caminando y ya casi habíamos llegado a la puerta de la Facultad.

— Seguro que se van a llevar bien —comentó Karina dándome una palmadita en la espalda mientras nos despedíamos. Los latidos dentro de mi cerebro se hacían cada vez más fuertes.

— Sí, hay MTV. Por cable —le contesto a Jo y vuelvo al presente. Jo es más bajita de lo que había imaginado, y también más linda; tiene mechones rubios irregulares que caen sobre su frente y los ojos azules muy claros, sus dientes delanteros sobresalen levemente hacia adelante y cuando sonríe, asoman entre sus labios.

Sorpresivamente Jo dispara su Canon sobre nuestros ojos, que se ciegan con la luz del flash. Arturo desaparece por la terraza, espantado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario