1.
Cocodrilos rojos
en las playas de Kookamooga
A través DE LOS VIDRIOS oscuros de mis
anteojos terminados en punta veo cómo Karina sorbe un líquido espeso y rosado
que sube por una pajita a rayas. Estamos esperando a Jo, sentadas en el bar de
Ezeiza y los aviones se precipitan sobre nuestras cabezas como enormes y
furiosos pterodáctilos, cada uno de ellos rompe con su estruendo la mañana
densa y pesada, con olor a lluvia. Veo a los pterodáctilos empequeñecerse hasta
desaparecer en el horizonte igual que las paralelas marcadas por las pequeñas
lucecitas celestes, brillantes, difusas, de la pista de aterrizaje.
Karina sorbe esa espuma rojiza, sintética
del licuado de frutilla que acabamos de pedir y que parece no querer terminar
de subir hasta su boca y yo pienso que los aeropuertos son lugares bastante
extraños, el lugar donde los demás desaparecen de pronto, el lugar desde el
cual uno se ve catapultado hacia las estrellas, y cruza por mi mente esa
sensación de desconcierto al dejar un presente-pasado e ingresar de golpe en un
presente-futuro y supongo que quizá sea una ofensa inhumana, casi divina, que
doce horas duren nada más que nueve, aunque de todas formas quién puede ser
demasiado humano allá arriba, ocupado en disimular los kilómetros de aire que
corren debajo del fuselaje, ocupado en disimular lo solos que estamos navegando
entre el silencio de las estrellas.
Doy vueltas a mi pajita, que es amarilla,
y formo surcos espiralados en mi licuado, y parece que estoy mezclando Loxon
bermellón dentro de un vaso y decido que nunca más voy a tomar esto. En la mesa
de al lado se acaba de sentar un gordo con un traje arrugado que transpira
exageradamente a pesar del aire acondicionado. El gordito saca del bolsillo
interior del saco, que no sólo está arrugado sino también cubierto de manchas, un
pañuelo también sucio y arrugado y se lo pasa por la frente para enjugar ese millar
de gotitas cloradas que perlan su cabeza semicalva y deduzco que debe haber llegado
en el vuelo de Los Angeles porque veo una enorme valija roja junto a su pierna.
Es de piel escamada, como de cocodrilo, y
tiene pegada una enorme calcomanía con un tipo musculoso y bronceado haciendo
equilibrio sobre una enorme tabla de surf. Abajo de la tabla puedo leer HOT
SUMMER IN KOOKAMOOGA BEACHES y pienso si habrá cocodrilos rojos en las playas
kookamoogavenses y me imagino a mí misma montada en una terrible ola con cara
de cocodrilo rojo y de pronto me doy cuenta de que mi tabla no es una tabla de
surf sino una valija que se llena de agua y se hunde de a poco en el helado
Pacífico. Pero Karina sacude mi brazo y vuelvo en mí y veo que señala la
pequeña pantalla de monitor que cuelga de una de las columnas cercanas y
reproduce los datos de la pizarra central: 08-26-NY-MIAMI-BUE... EN ZONA. Las
letras titilan nerviosas durante unos cuantos segundos. El cuerpo de Karina es
pesado y pecoso y su largo pelo rojo le cae sobre la espalda como un infierno.
Me es imposible dejar de mirar esas llamaradas naranjas que resplandecen sobre
su pulóver verde oscuro —de hecho, creo que a nadie se le ocurriría ponerse un
pulóver de ese color salvo a un pelirrojo.
Dejamos un par de billetes junto a los
licuados sintéticos y sigo a Karina escaleras abajo.
Nos perdemos entre el enjambre de personas
salidas de la nacía —del horizonte pampeano, de la llanura infinita— que de
repente inunda el hall de arribos, hace quince minutos nomás totalmente
desierto y apagado, como si alguien de pronto hubiera puesto una ficha en el flipper
AEROPUERTO y todas las luces se hubieran encendido, junto con las voces, los
ruidos y el eterno, esencial, omnipresente rugir de los aviones como fondo. Alguien
puso la ficha, así que ahora todos nos dirigimos como autómatas hacia la salida
de la Aduana mientras una voz femenina demasiado cálida, tan cálida que suena
como congelada, inunda el aire con un extraño eco. como si la misma mujer
metálica hablara a través de dos bocas simultáneamente: "...Ammerriccann
Airrllinness annunnccia Ha llleggadda...". Karina se adelanta y consigne
colocarse cerca de la valla y yo me quedo atrás. Guardo mi distancia, me paseo
por los contornos de esa isla humana y veo la pampa húmeda rajarse por los
truenos de los motores a través de las paredes de cristal.
Pasan treinta minutos y treinta minutos
más y las puertas no se abren y todos siguen ahí sin otra cosa que hacer salvo
mirar sus propios reflejos en los paneles espejados mientras yo suspiro y trato
de esquivar a tres nenitos rubios sin clientes que pasan zumbando junto a mí
con los brazos abiertos como alas de avión, PRRRRRRRRFFFFFFFFFFFFFF. Las
consonantes escupidas por entre los motores de colmillos ausentes salpicando al
pasar mi blusa de seda color mostaza.
Miro hipnóticamente la maldita puerta
espejada que no termina de abrirse e imagino salir por ella más de diez Jos
distintas, algunas bastante simpáticas, otras más bien antipáticas, otras altas
y otras bajas, así que ahora la Jo real va a tener que medirse con todas ellas.
Por fin comienza el desfile de pasajeros demasiado cansados para estar nerviosos,
demasiado nerviosos para estar cansados, con las valijas revueltas, mal cerradas,
trastocadas, extraviadas y, lo que es peor de todo, en Buenos Aires, después de
haber estado hace apenas unos minutos flotando tan cerca de las nubes, de los ángeles
de largos bucles que tañen liras cloradas. Casi al final del pelotón,
arrastrando un carrito que lleva un enorme bolso plateado, con una mochila
negra al hombro y una campera de cuero rojo en el brazo, veo una chica de unos
veintiocho años con aire de haber salido recién de una gran nave espacial.
Karina empieza a mover frenéticamente los brazos:
—Jo, Josefina!
2.
Galaxias
de café instantáneo
COMO SI CONOCIERA la casa de toda la vida,
Josefina tira su mochila y su campera sobre mi sofá de cuero amarillo limón, se
sienta como un indio sobre la alfombra, que es lila e imita el pelo de una cabra,
y abre su bolso. Karina está recostada en el sofá con los borceguíes sobre el
apoyabrazos. Recuerdo que hay un paquete de Marlboro sin abrir en uno de los
bolsillos de mi campera de cuero que está colgada detrás de la puerta. Abro el bolsillo,
abro el paquete y me enciendo un cigarrillo con el mismo fósforo con el que prendo
la hornalla del anafe. Un segundo antes de quemarme la yema del dedo consigo arrojar
el fósforo dentro de la pileta, dónele se consume dentro de una gota de agua. Pongo
sobre la hornalla la pava silbadora, que es verde metalizada con el asa naranja
y tiene forma de pagoda con una tapa cónica y un pájaro dorado en la punta.
— ¿Quieren? — el paquete de cigarrillos
cae sobre la alfombra junto a Jo y Karina y yo me alejo rumbo al equipo de
audio y aprieto el botón de POWER y empieza a sonar Spleen and Idea de
Dead Can Dance en el CD.
Karina. que está hojeando la última Art
Forum que había en el sofá, contesta moviendo negativamente la cabeza sin
apartar los ojos de la foto de una obra de Cady Noland, una canasta de metal
llena de latas de cerveza, cadenas y repuestos de automóviles. Josefina
enciende su cigarrillo con el mío, lo sostiene entre los labios y comienza a
sacar cosas de su bolso plateado. Pronto la alfombra se cubre de ropa, colgantes,
cosméticos y realmente estoy empezando a pensar si habrá sido o no una buena
idea armarme con un huésped. La pava empieza a silbar histéricamente. Camino hasta
el anafe, apago el fuego y hecho dos cucharadas de café instantáneo y agua hirviendo
dentro de cada uno de los jarros, que son todos distintos.
Jo desabrocha la correa de su mochila y
saca de uno de los bolsillos una de esas cámaras Canon cilíndricas que parecen
videofilmadoras de bolsillo y también una docena de rollos que desparrama
descuidadamente sobre el sofá.
Revuelvo el café y suspiro. Dentro de
cáela taza, una espuma marrón grisácea forma espirales contra el fondo negro,
brillante, infinito del café y crea galaxias, sistemas solares, planetas, en
uno de los cuales, en algún departamento del centro de Buenos Aires, hay
alguien igual a mí que revuelve café instantáneo.
Karina acaba de descubrir un anuncio en la
Art Forun.
— ¡Miren! A fin de mes inaugura una muestra de Kiki Smith en una galería
del Soho —sin apartar sus ojos de la revista extiende el brazo para
alzar su jarro de café— ¿Tenés sacarina?
— No jodas, ya le puse azúcar — digo.
— El azúcar blanco es venenoso — protesta
Karina.
— El café instantáneo también, y los
aerosoles, y las hamburguesas y los pañales descartables y las siliconas.
— Bué — dice, algo confundida, y sorbe su
café despacio, pero parece que todavía está muy caliente porque lo deja a un
costado. Después sigue hablando, sin darse cuenta de que hace ralo se quedo sin
auditorio.
— Para mí lo más impresionante que hizo
Kiki Smith fue esa instalación con los espermatozoides. De vidrio — dice y sus
palabras quedan flotando en el aire confundiéndose con la música de Dead Can
Dance.
Jo no parece prestar mucha atención a lo
que sucede a su alrededor. Está demasiado ocupada examinando uno por uno los
libros de mi biblioteca: es decir los saca, los hojea y vuelve a colocar en
cualquier otro lado menos dónele los encontró. Y yo creo que a la larga va a
quemar algún libro o algún vestido o me va a quemar la alfombra porque ahora
tiene el cigarrillo entre los dedos, y lo revolea en el aire y la ceniza cae
por todos lacios.
— ¿Querés un cenicero? — pregunto sin
poder ocultar del todo mi horror, pero la verdad es que no tengo nada de ganas
de levantarme a buscar uno.
— ¿Eh? ¡Ah!. Me había olvidado de que lo
tenía en la mano —dice ella distraída y lo sumerge en el café, que tomó sólo
hasta la mitad.
—¿Quieren que les lea sobre la instalación
de Bruce Nauman en la Documenta IX? — pregunta Karina, pero no obtiene ninguna
respuesta, así que desilusionada se enfrasca silenciosamente en la lectura de
la revista y no vuelve a dirigirnos la palabra.
Jo termina de acomodar las pilas de ropa
dentro de los cajones que separé para ella, se tira a los pies de la cama y
descubre al Wojnarowicz que, tengo colgado en la cabecera, un díptico de un
hombre tirado en la calle, con una jeringa clavada en el brazo. En la parte
superior hay algunas cruces de hospital y enormes bacilos transparentes.
— ¿No estuvo en la Argentina hace un par
de años? —pregunta mientras se saca las botas y las tira sobre la alfombra y
noto que su castellano sigue siendo impecable aunque parece costarle algún
trabajo seleccionar las palabras.
— ¿Wojnarowicz? Sí —confirmo mientras miro
las medias de Jo, que son de lana negra. Después de un rato agrego:
—Me contaron que está haciendo otro libro.
—Memorias con olor a gasolina —dice Jo.
Ladea la cabeza, permanece unos segundos
en silencio y después lentamente:
Recojo las tazas y las pongo dentro de la
pileta y cuando levanto la cabeza veo a través del vidrio de la ventana quejo
esparce sus cosméticos en el colchón y saca de un bolsito un pincel de brillo
con el que empieza a retocarse los labios mientras contempla su reflejo en un
pequeño espejo redondo que tiene en la mano izquierda. Su labio inferior sobresale
hacia adelante y se ve tan transparente como la gelatina de cerezas, debajo del
pincelito que viene y va de un lado al otro de la boca. Cuando termina de emparejarse
el brillo hace un gesto de desaprobación, se mordisquea el labio hasta despintarlo
y repite desde el principio toda la operación.
Arturo, el gato, nos observa sentado sobre
mi cantero de lobelias en la terraza e inclina su cabeza frunciendo los
bigotes. Karina arroja la revista a un costado y bosteza mientras estira los
brazos como si quisiera llegar a tocar el techo. Después se acerca a los
estantes y abre la caja de las galletitas para gatos. Las pupilas de Arturo se
dilatan y se acerca a la ventana cauteloso.
— ¿Acá pasan MTV? —pregunta de pronto Jo.
Karina y yo nos damos vuelta. Jo sigue
tirada en la cama rodeada de cosméticos. Hará cosa de un mes, Karina y yo
atravesábamos Plaza de Mayo con pasos larguísimos. Karina llegaba tarde a su
clase de japonés y a mí se me partía la cabeza. Karina iba contando algo acerca
del hiragana y katakana, y también acerca de los ideogramas chinos, pero yo
sólo quería llegar a casa y tomarme cuatro aspirinas. Empezaba a anochecer.
Todos los faroles estaban prendidos y se veían difusos detrás de la niebla azulada
que se levantaba desde las baldosas cubiertas de barro, y ese clima Jack El Destripador
no le hacía nada bien a mi dolor de cabeza. Aparentemente debía ser la hora de
salida de los ministerios porque había un montón de gente atravesando la Plaza
en todas direcciones y las colas de los colectivos se hacían cada vez más
largas; incluso recuerdo que en medio de la estampida de empleados públicos un
gordo en silla de ruedas agitaba en el aire un paquete de ballenitas.
— ¿Entonces te parece que la llame y le
confirme? Se va a quedar diez, como mucho quince días —oí que decía Karina y
recién entonces me di cuenta de que hacía rato que no habíamos cambiado de
tema, a pesar del mar de gente que nos rodeaba.
Pensé lo más rápido que pude, teniendo en
cuenta que mi cabeza parecía un campanario gótico lleno de gárgolas
monstruosas, con los engranajes todos oxidados y un Quasimodo minúsculo
balanceándose de un axón a otro de mis neuronas, y deduje que Karina se estaba
refiriendo a la chica que había conocido en Nueva York en un anticuario de la
Catorce y Broadway y que ahora venía a Buenos Aires a comprar unas antigüedades
y que yo me había olvidado que Karina me preguntó unos días o semanas antes si
la americana se podía quedar o no en mi casa, porque la casa de ella estaba, digamos,
superpoblada.
— Sí; llámala —contesté no muy convencida,
y la verdad era que venía eludiendo la respuesta porque para eso de la
convivencia soy bastante rara; es decir: no sé si me molesta que dejen toda la
ropa tirada o que no laven los platos, pero lo que realmente odio es que no
rebobinen los videos y más todavía que toquen mis libros.
Todo esto caminando y ya casi habíamos
llegado a la puerta de la Facultad.
— Seguro que se van a llevar bien —comentó
Karina dándome una palmadita en la espalda mientras nos despedíamos. Los
latidos dentro de mi cerebro se hacían cada vez más fuertes.
— Sí, hay MTV. Por cable —le contesto a Jo
y vuelvo al presente. Jo es más bajita de lo que había imaginado, y también más
linda; tiene mechones rubios irregulares que caen sobre su frente y los ojos
azules muy claros, sus dientes delanteros sobresalen levemente hacia adelante y
cuando sonríe, asoman entre sus labios.
Sorpresivamente Jo dispara su Canon sobre
nuestros ojos, que se ciegan con la luz del flash. Arturo desaparece por la
terraza, espantado.
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