Misiá Raquel Ruiz lloró muchísimo cuando la madre
Benita la llamó por teléfono para contarle que la Brígida había amanecido
muerta. Después se consoló un poco y pidió más detalles:
— La Amalia, esa mujercita tuerta que medio la
servía, no sé si se acuerda de ella...
— Cómo no, la Amalia...
— Bueno, como le digo, la Amalia le hizo su tacita
de té bien cargado, como a ella le gustaba de noche, y dice la Amalia que la
Brígida se quedó dormida al tiro, tranquilita como siempre. Parece que antes de
acostarse había estado zurciendo una camisa de dormir preciosa de raso color
crema...
— ¡Ay, qué bueno que me dijo, madre por Dios! Con la
pena se me estaba olvidando.
Que hagan un paquete con ella y que la Rita me la
tenga en la portería. Es la camisa de dormir de novia de mi nieta la Malú, la
que se acaba de casar, se acuerda que le estuve contando. En la luna de miel la
rajó con el cierre de la maleta. Me gustaba llevarle trabajitos así a la
Brígida para que la pobre se entretuviera un poco y todavía se sintiera parte
de la familia. Nadie como la Brígida para estos trabajos finos. ¡Tenía una
mano...!
Misiá Raquel se hizo cargo del funeral: velorio en
la capilla de la casa de Ejercicios Espirituales de la Encarnación de la
Chimba, donde la Brígida pasó sus últimos años, con misa solemne para las
cuarenta asiladas, las tres monjas y las cinco huerfanitas, y asistencia de sus
propios hijos, nueras y nietas. Como se trataba de la última misa que se
celebraría en la capilla antes de ser execrada por el arzobispo y demolida la
casa, la cantó el padre Azócar. Luego, entierro en el mausoleo de los Ruiz,
como ella siempre se lo había prometido. El mausoleo, por desgracia, estaba
bastante lleno. Pero con unos cuantos telefonazos misiá Raquel dispuso que,
fuera como fuera, se las arreglaran para hacerle un lugar a la Brígida. La confianza
en que misiá Raquel cumpliría su promesa de dejarla descansar a ella también
bajo ese mármol hizo que los años postreros de la pobre vieja transcurrieran
tan apacibles: su muerte fue como una llamita que se apagó, según la
retórica anticuada pero conmovedora de la madre Benita. Dentro de un tiempo,
claro, iba a ser necesario efectuar una reducción de algunos restos sepultados
en el mausoleo —tanta guagua de cuando no había remedio ni para la membrana,
una mademoiselle muerta lejos de su patria, tíos solterones cuyas identidades
se iban volviendo borrosas—, para encerrar esa miscelánea de huesos en una
cajita que ocupara poco espacio.
Todo resultó tal como misiá Raquel lo dispuso. Las
asiladas se entretuvieron durante toda la tarde en ayudarme a decorar la
capilla con colgaduras negras. Otras viejas, las íntimas de la finada, lavaron
el cadáver, lo peinaron, le metieron los dientes postizos en la boca, le
pusieron su ropa interior más primorosa, y lamentándose y lloriqueando durante
las deliberaciones acerca de la toilette final más adecuada, se decidieron por
el vestido de jersey gris-marengo y el chal rosado, ése que la Brígida guardaba
envuelto en papel de seda y se ponía los domingos. Arreglamos alrededor del
féretro las coronas enviadas por la familia Ruiz. Encendimos los cirios. ¡Así,
con una patrona como misiá Raquel, sí que vale la pena ser sirviente! ¡Qué
señora tan buena! ¿Pero cuántas tenemos la suerte de la Brígida? Ninguna. La
semana pasada no más, miren lo de la pobre Mercedes Barroso: un furgón de la
Beneficencia Pública, ni siquiera respetuosamente negro, vino a llevarse a la pobre
Menche, y nosotras mismas, sí, parece mentira que nosotras mismas hayamos
tenido que cortar unos cuantos cardenales colorados en el patio de la portería
para adornarle el cajón, y sus patrones, que por teléfono se lo llevaban
prometiéndole el oro y el moro a la pobre Menche, espera, mujer, espera, ten
paciencia, para el verano será mejor, no, mejor cuando volvamos del veraneo
porque a ti no te gusta la playa, acuérdate de cómo te asorochas con el aire de
mar, cuando volvamos, vas a ver, te va a encantar el chalet nuevo con jardín,
tiene una pieza ideal para ti encima del garaje... y ya ven, los patrones de la
Menche ni se aportaron por la casa cuando falleció. ¡Pobre Menche! ¡Tan mala
suerte! Y tan divertida para contar chistes cochinos y tantísimos que sabía.
Quién sabe de dónde los sacaba. Pero el funeral de Brígida fue muy distinto:
tuvo coronas de verdad, con flores blancas y todo, como deben ser las flores
para los entierros, y hasta con tarjetas de visita. Lo primero que hizo la Rita
cuando trajeron el ataúd fue pasarle la mano por debajo para comprobar si esa
parte del cajón venía bien esmaltada como en los ataúdes de primera de antes:
yo la vi fruncir la boca y dar su aprobación con la cabeza. ¡Bien terminadito,
el ataúd de la Brígida! Hasta en eso cumplió misiá Raquel.
Nada nos defraudó. Ni la carroza tirada por cuatro
caballos negros enjaezados con mantos y penachos de plumas, ni los autos
relucientes de la familia Ruiz alineados a lo largo de la vereda esperando la
partida del cortejo.
Pero el cortejo no puede partir todavía. En el
último momento misiá Raquel se acuerda de que en su celda tiene una bicicleta
un poco averiada, pero que con unos cuantos arreglitos puede quedar de lo más
buena para regalársela a su jardinero el día de San Pedro y San Pablo, anda,
Mudito, anda con tu carro y tráemela para que mi chofer la meta en la parte de
atrás de la camioneta y así aprovecho el viaje.
— ¿Que no piensa venir a vernos más, misiá Raquel?
— De venir voy a tener que venir, cuando vuelva la
Inés de Roma.
— ¿Ha tenido noticias de misiá Inés?
— Nada. Le carga escribir cartas. Y ahora que le
fracasó el famoso asunto de la beatificación y que Jerónimo firmó traspasando
la capellanía de los Azcoitía al arzobispado, debe estar con la cola entre las
piernas y ni postales va a mandar. Si se queda mucho más en Roma será milagro
que encuentre esta casa en pie.
— El padre Azócar me estuvo mostrando los proyectos
de la Ciudad del Niño. ¡Son preciosos! ¡Viera qué ventanales! Los planos me
consolaron un poco... que ésta haya sido la última misa en la capilla.
— ¡Cuentos del padre Azócar, madre Benita! ¡No sea
inocente! Es un cura politiquero, de lo peor. Esta propiedad que Jerónimo
Azcoitía traspasó al arzobispado es muy, pero muy, muy valiosa. ¡Ciudad del
Niño! Apuesto que después de la demolición lotean todo esto y lo venden y la
plata se hace sal y agua. ¡Por Dios que se está demorando el Mudito, madre, y
la Brígida esperando para que la enterremos! ¿En qué se habrá quedado el
Mudito? Claro que es tan grande la casa, si una misma se demora en llegar por
los pasillos y corredores a la celda donde tengo guardados mis cachivaches, y
el Mudito es flaco y enclenque. Pero estoy cansada, quiero ir a enterrar a la
Brígida, quiero irme, es demasiado impresionante para mí todo esto, toda una
vida que entierro, la pobre Brígida sólo un par de años mayor que yo, Dios mío,
y yo para cumplir con mi promesa le cedí mi nicho en el mausoleo para que ella
se vaya pudriendo en mi lugar, calentándome el nicho con sus despojos para que
los míos, cuando desalojen los suyos, no se entumezcan, no sientan miedo,
cederle mi nicho por mientras fue la única manera de cumplir mi promesa porque
hasta parientes a los que una les ha quitado el saludo durante años reclaman no
sé qué derechos a que los entierren en el mausoleo, pero ahora no tengo miedo
de que me quiten mi lugar, ella está ahí, reservándomelo, calentándomelo con su
cuerpo como cuando antes me tenía la cama abierta y con un buen guatero de agua
caliente, para acostarme temprano cuando llegaba cansada de mis correteos en el
invierno. Pero cuando yo me muera ella tendrá que salir de mi nicho. ¡Qué le
voy a hacer! Sí, sí, Brígida, voy a emplear abogados para que despojen a esos
parientes de sus derechos, pero dudo que ganemos los pleitos... tendrás que
salir. No será culpa mía. Ya no será responsabilidad mía, Brígida, qué sabe una
qué van a hacer con una después de muerta. No puedes decir que no me he portado
bien contigo, te he obedecido en todo, pero tengo miedo porque cuando te saquen
no sé qué harán con tus huesos que entonces ya no le importarán nada a
nadie..., qué sé yo en cuántos años más me voy a morir, por suerte tengo muy
buena salud, fíjese que este invierno no he pasado ni un solo día en cama, ni
un solo resfrío, madre Benita, nada, la mitad de mis nietos con la gripe y mis
hijas telefoneándome que por favor las vaya a ayudar porque en la casa tienen
hasta a las empleadas enfermas...
— ¡Qué suerte! Lo que es aquí, casi todas las
asiladas cayeron. Claro, esta casa tan fría, y tan caro que está el carbón...
— Fíjese. ¡Es el colmo! Tanto hablar de la Ciudad
del Niño y mire la miseria en que las tienen. Yo les voy a mandar una limosnita
cuando vaya al fundo. No sé qué habrá quedado de las cosechas de este año pero
algo les mandaré para que se acuerden de la pobre Brígida. ¿Cupo la bicicleta,
Jenaro?
El chofer se sienta junto a misiá Raquel. Ahora
pueden partir: el cochero se encarama en la carroza, la nuera se pone los
guantes calados para manejar, los caballos negros piafan inquietos, lagrimean los
ojos de las viejas que salen a la vereda arrebozadas, tiritonas, tosiendo, para
despedir el cortejo. Antes de que misiá Raquel dé la orden de partida, yo me
acerco a su ventanilla y le entrego el paquete.
— ¿Qué es esto?
Espero.
— ¡La camisa de dormir de la Malú! ¡Por Dios! Si
este pobre hombrecito no se acuerda, a mí se me olvida y hubiera tenido que
tirarme la carreta para acá otra vez. Gracias, Mudito, no, no, espera, que
espere el Mudito, madre: toma, para tus cigarrillos, para tus vicios, toma. Toca
la bocina, Jenaro, que parta el cortejo. Adiós entonces, madre Benita...
— Adiós, misiá Raquel.
— Adiós, Brígida...
— Adiós...
Cuando el último auto desaparece al doblar la
esquina, nosotros entramos, la madre Benita, yo, las viejas que van
dispersándose murmuradoras hacia sus patios. Yo cierro el portón con tranca y
llave. La Rita cierra la mampara de vidrios tembleques. Una vieja rezagada
recoge una rosa blanca de las baldosas de la portería y bostezando, agotada con
tanta excitación, se la prende en el moño antes de perderse en los corredores
para buscar a sus amigas, su plato de sopa aguachenta, su chal, su cama.
En el recoveco de un pasillo se detuvieron delante
de la puerta que condené con dos tablas clavadas en cruz. Yo ya había aflojado
los clavos para que resultara fácil sacar las tablas y ellas subieran al otro
piso. Las huérfanas sacaron los clavos y las tablas y ayudaron a subir a la
Iris Mateluna. Ya, guatona, es que me da miedo, la escalera no tiene baranda,
le faltan peldaños, todo cruje con el peso de esta gorda. Suben despacio,
estudiando dónde poner cada pie para que no se derrumbe todo, buscando lo firme
para izar a la Iris hasta el piso de arriba. Hace diez años que la madre Benita
me mandó a condenar esas puertas para olvidar definitivamente esa región de la
casa, no volver a pensar en limpiarla y ordenarla porque ya no nos queda
fuerza, Mudito, mejor que se deteriore sin inquietarnos. Hasta que las cinco
chiquillas aburridas de revolotear por la casa sin nada que hacer descubrieron
que esa puerta se podía abrir para escalar hasta las galerías clausuradas que
rodean los patios por el piso de arriba, subamos, chiquillas, no tengan miedo,
miedo a qué si es de día, vamos a ver qué hay, qué va a haber, nada, mugre como
en toda la casa, pero por lo menos tiene la gracia de que está prohibido andar
por ahí porque dicen que puede desmoronarse. La Eliana les recomienda sigilo
para que no las vayan a ver desde abajo, aunque hoy el peligro es poco, todas
están congregadas en la portería despidiendo a la Brígida. Pero mejor no
exponerse, la madre Benita anda de malas, hagan algo útil, chiquillas de
moledera, recojan eso, ayuden a limpiar ahora que van a hacer remate, doblen
las servilletas, cuéntenlas, barran, pónganse a lavar, laven siquiera la ropa
de ustedes, andan asquerosas de cochinas, no se lo lleven jugando...
shshshshshsh, chiquillas, shshshshshsh... cuidado, que después nos castigan.
Circundan un patio y luego otro hasta llegar a la
puerta que la Eliana empuja: una habitación con veinte catres de fierro mohoso,
unos desarmados, otros cojos, ruedecillas que faltan, remiendos en los alambres
de los somieres, dispuestos en dos hileras contra los muros como los catres de
un internado. Dos ventanas idénticas: altas, angostas, alféizar amplio, vidrios
pintados color chocolate hasta la altura de una persona para que nadie vaya a
ver lo que hay afuera salvo esos nubarrones velados por la rejilla metálica y
los barrotes. También aflojé los clavos con que yo mismo había clausurado esas
dos ventanas. Las huérfanas ya saben abrirlas y las abrieron a tiempo para
despedirse de la carroza de la Brígida conducida por los cuatro caballos
empenachados, seguida por nueve autos cuenta la Eliana, ocho la Mirella, no,
nueve, no, ocho, no, nueve y cuando desaparece el cortejo los chiquillos del
barrio vuelven a invadir la calzada con sus carreras detrás de la pelota.
¡Buena, Ricardo! ¡Chutéala, Mito! Córrele, córrele fuerte, Lucho, pásala ahora,
chutéala, ya, gol, goooool, agudo chillido de la Mirella que celebra el gooooooooool
de sus amigos y aplaude y les hace señas.
La Iris se ha quedado atrás, amodorrada en el fondo
del dormitorio, sentada en un somier. Bosteza. Hojea su revista. Las huérfanas
hacen morisquetas a los transeúntes, hablan a gritos con sus amigos, se sientan
en el alféizar, se ríen de una señora que pasa, bostezan. Cuando comienza a
escasear la luz, la Iris llama a la Eliana.
— ¿Qué querís?
— Me prometiste que me íbai a leer ésta del perro
Pluto con el marinero Popeye.
— No. Me debís el pago de dos leídas.
— Esta noche me voy a juntarme con el Gigante para
hacer nanay. Mañana te pago.
— Mañana te leo, entonces.
La Eliana vuelve a pegarse a los barrotes de la
ventana. Comienzan a encenderse los faroles de la calle. En la casa de enfrente
una mujer abre su balcón. Mientras se peina el pelo largo y retinto, mirando la
calle, pone la radio, rat-tat-tat-tatatat-tat-tatat, estridencias sincopadas de
guitarras eléctricas y voces gangosas invaden el dormitorio, levantan a la Iris
del somier, la ponen de pie en el pasillo entre las dos hileras de catres al
oír babalú, babalú ayé, ya, échanos un bailecito, Gina, la animan las
huerfanitas, échale no más, con un gesto de yegua hace caracolear las largas
ondas de su pelo contoneándose entre los catres al avanzar, éxtasis en los ojos
entornados igual a las artistas que salen en las novelas, ya no tengo flojera,
ya no bostezo, quiero salir a bailar como esa artista que se llamaba Gina y que
vivía en un convento de monjas malas en ésa de Corín Tellado que me leyó la
Eliana. La Iris se detiene. Hurga en sus bolsillos. Saca un rouge morado y se
pinta los labios: su blanda carne infantil se transforma en masa cruda cuando
se pinta la boca con ese horrible lápiz oscuro. Ya pues, Gina, échale,
báilanos, y avanza bailando entre las dos filas de catres, muévete bien movida,
así, así, más, más. En el alféizar la Eliana está encendiendo dos cirios que se
robó de la capilla ardiente de la Brígida: ella sólo puede promover, es menor,
los chiquillos de la calle no la llaman a gritos a ella sino a la Iris, ella no
tiene tetas que mostrar ni muslos que lucir. Despacha a las otras huérfanas a
la ventana de más allá y ayuda a la Iris a subirse al alféizar.
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