PREFACIO
- ¡Basta de luz!
Sus palabras, acidas y envejecidas, provocan que el mundo regrese,
por un instante, a la fría edad de las tinieblas. El espacio que lo rodea es
como una gota de tinta china en el cual la penumbra queda acentuada por el
silencio: durante unos segundos, nadie le aplaude, nadie lo engaña, nadie lo
injuria. Obedientes, incluso los relojes han enmudecido. La muerte, está
seguro, no ha de ser muy distinta. Sólo cuando el eco de su propia voz se
dispersa, se da cuenta de que habita un cosmos que ya no le pertenece.
- Empecemos de nuevo -ordena-. ¡Quiero verla otra vez! El operador
pone manos a la obra: rebobina, tuerce, recompone. Luego gira una manivela y el
arduo mecanismo se pone en marcha. Atento, el Führer percibe los murmullos que
desgrana el aparato. Es el fin de la oscuridad y de su ira. Un potente rayo
atraviesa el salón y se clava en la pantalla como una bala en el pecho de un
enemigo. Ahora le es posible columbrar los rellanos de la escalera, los
pliegues de las cortinas, las siluetas de las butacas. Y la sala de
proyecciones se convierte, como cada noche, en línea de fuego.
Los cuantos de luz se dispersan sin orden ni concierto por toda la
habitación; se instalan en los muros y en las alfombras, se adhieren a sus
belfos y a sus orejas, le revuelven los mechones de cabello y se apoltronan,
por fin, en los rincones, convirtiendo la estancia en un remedo del mundo. Al
frente, el resplandor y las sombras celebran su sangrienta ceremonia, repiten
rostros y agonías, le conceden una existencia vicaria, a esos cuerpos que hace
mucho ya no existen. Con el entusiasmo de un niño que escucha de nuevo su
historia favorita, Hitler saborea por enésima vez el espectáculo.
La sucesión de causas y efectos inicia su ciclo ritual, celebrado
una y otra vez según el estado de ánimo que le provocan las noticias que llegan
del frente: a un golpe le sigue un lamento; a una herida, un chorro de sangre;
al reposo, la muerte... Para él, esta cotidiana inmersión nocturna -este
regreso al castigo que han sufrido sus adversarios- es más una terapia que una
diversión morbosa. En ocasiones cree que no volverá a conciliar el sueño si no
toma antes unas gotas de esta droga visual e inofensiva. Ha aprendido de
memoria cada cuadro, cada escena, cada secuencia y aguarda su repetición con el
mismo entusiasmo con el cual un aficionado espera el primer beso de sus actores
favoritos.
- ¡Bravo! -grita con sus labios monstruosos en primer plano. Así
celebra la producción que él mismo ha producido, dirigido y censurado; la misma
película que ve a diario, a la misma hora, sin otra compañía que la de ese
pálido Oberkommandant-SS que ha recibido el honroso encargo de convertirse en
operador cinematográfico del bunker. En esta obra de arte, en la cual se
conjuntan la justicia y la historia, encuentra una forma extrema de belleza -un
paisaje mucho más hermoso que aquellos que pintó a la acuarela en su
adolescencia-, manufacturada gracias a la pérfida actuación de sus detractores
y a la impecable fidelidad de sus verdugos.
- ¡Bravo! -aulla de nuevo, como si una cámara fuese a inmortalizar
sus encías y sus dientes cariados-. ¡Bravo! -gime una vez más, en un pobre
remedo del orgasmo, el único orgasmo que conoce, mientras las últimas escenas
se precipitan sobre sus pupilas, mostrándole los restos desgajados, apenas
humanos, que han quedado como vestigios de la tortura.
Al final, el proyeccionista vuelve a iluminar la sala. Espera que
la sesión haya aliviado la intensa melancolía del Führer. Éste permanece
callado, de cara a la pantalla vacía, indiferente a las bombas que cada minuto
destruyen decenas de edificios en la parte alta de Berlín. Sólo en estos
segundos privilegiados puede olvidar la derrota.
- ¡Otra vez!
La gloria ha pasado: hace meses que no sale a las calles para
recibir los vítores de su Volk, y apenas recuerda la airosa mañana en que sus
botas mancillaron los jardines de la capital francesa. Ahora, en cambio, debe
conformarse con ser un alma incógnita -idéntica a la de los miles que, por su
culpa, mueren a lo largo de Europa-, obsesionada con la irrealidad del cine, el
único ámbito en el cual su poder se mantiene intacto. Las luces se apagan de
nuevo y el Oberkommandant-SS, usando sus habilidades de artillero, dispara
sobre su objetivo. Sin duda, da en el blanco mientras el Führer se arrellana en
el asiento.
El 20 de julio de 1944, un selecto grupo de oficiales de la Wehrmacht,
el ejército del Reich, auxiliados por decenas de civiles, atentaron contra la
vida de Hitler mientras éste se encontraba en una reunión de trabajo en su
cuartel de Regensburg, a unos sesenta kilómetros de Berlín. Un joven coronel,
mutilado en una acción militar en el norte de África, el conde Claus Schenk von
Stauffenberg, introdujo un par de bombas en un maletín que fue colocado bajo la
mesa de trabajo del Pührer y esperó a que el artefacto hiciese explosión para
dar inicio a un golpe de Estado que habría de terminar con el gobierno nazi y,
posiblemente, con la guerra.
Un mínimo error de cálculo -una nimiedad: una de las bombas no
pudo ser activada o acaso el maletín quedó demasiado lejos del lugar donde se
sentaba Hitler- hizo que el plan se viniese abajo. El Führer no recibió más que
unos rasguños y ninguno de los altos jerarcas del Partido o del ejército
resultó herido de gravedad. A pesar de los intentos de los conspiradores de
continuar con el plan pese a que su primer objetivo había fallado, durante las
primeras horas del día siguiente la situación estaba, de nuevo, bajo control de
los nazis. Los principales dirigentes de la revuelta -Ludwig Beck, Friedrich
Oibricht, Werner von Haeften, Albrecht Ritter Mertz von Quirnheim y el propio
Stauffenberg- murieron esa misma noche en el cuartel general del ejército, en
la Bendierstrafie de Berlín, y una precipitada serie de capturas dio comienzo
bajo las órdenes del Reíchsführer-SS, y nuevo ministro del Interior, Heinrich
Himmler.
Para sorpresa de propios y extraños, la conjura involucraba a
generales y coroneles, empresarios y diplomáticos, miembros de los cuerpos de
inteligencia del ejército y de la marina, profesionales y comerciantes. De
acuerdo con su teoría sobre la maldad intrínseca de la sangre, Himmler ordenó
que no sólo fuesen capturados quienes participaron de modo directo en la
conjura, sino también sus familias. Hacia fines de agosto de 1944, unas
seiscientas personas habían sido arrestadas por apoyar a los conspiradores o
por el solo hecho de estar relacionadas con ellos.
Furioso, Hitler decidió emprender una represalia ejemplar contra
quienes se habían puesto en su contra justo en los peores momentos de la
guerra. No habían pasado más que unas semanas desde el inicio del desembarco
aliado en Normandía, y ya había quienes estaban dispuestos a segar su vida y,
con ella, a comprometer el destino del Reich. Su idea era montar un gran
juicio, a semejanza de los que había instalado su enemigo Stalin en Moscú en
1937, para que todo el mundo se diese cuenta de la vileza de los acusados.
Hitler hizo traer a su cuartel, en la Guarida del Lobo, a Roland Freisler, el
presidente de la Corte Popular del Reich, e incluso al verdugo que se
encargaría de ejecutar las penas, y les advirtió: "¡Quiero que todos sean
colgados y destazados como piezas de carnicería!"
Los procesos se iniciaron el 7 de agosto en la gran sala de la
Corte Popular, en Berlín. Ocho acusados fueron presentados en aquella ocasión:
Erwin von Wirtzieben, Erich Hoepner, Helmuth Stieff, Paúl von Hase, Robert
Bernardis, Friedrich Kari Klausing, Paúl Yorck von Wartenburg y Albrecht von
Hagen. Se les prohibió usar corbata y tirantes e incluso sus propios abogados
defensores pedían que se les declarase culpables. Enmarcado por las dos enormes
banderas nazis que pendían a sus costados, Freisler acalló una y otra vez sus
protestas. Nadie debía escuchar sus voces. Su maldad era suficientemente clara:
sin reservas, Freisler condenó a muerte a los ocho acusados.
Luego se dirigió a ellos:
- Ahora podemos regresar a la vida y a la batalla. El Volk se ha
purgado a sí mismo de ustedes y ha vuelto a ser puro. Nosotros no tenemos nada
en común con ustedes. Nosotros luchamos. La Wehrmacht grita: Heil, Hitler!
Nosotros gritamos: Heil, Hitler! ¡Nosotros peleamos juntos con nuestro Führer,
siguiéndole, por la gloria de Alemania!
El 8 de agosto, los reos fueron conducidos a los sótanos de la
cárcel de Plótzensee. Hitler prohibió que recibiesen consuelo espiritual: no
sólo quería condenar sus cuerpos, sino también sus almas. Apenas se les dio
tiempo para mudar su ropa por los uniformes de la prisión y se les entregó
viejos zapatos de madera. Así vestidos, uno a uno debieron atravesar los corredores
de la cárcel hasta entrar en la cámara de ejecución que se encontraba detrás de
una larga cortina negra.
Desde el inicio, un camarógrafo se encargó de seguir a los ocho
acusados. Filmó sus cuerpos desnudos, mientras se cambiaban de ropas; filmó sus
gestos de miedo, dignidad o espanto; filmó sus miradas altivas o dolorosas;
filmó las cicatrices de la tortura que habían soportado durante las dos semanas
anteriores; filmó sus tropiezos a lo largo del pasillo; y también filmó su
ingreso, a través del pesado velo negro que los separaba de la muerte, hacia el
patíbulo. Cada uno de sus movimientos fue registrado, con precisión
milimétrica, por orden expresa del Führer, quien desde luego no iba a
concederles el privilegio de asistir a sus ejecuciones, pero que sí quería
mirarlas en privado una vez que éstas se hubiesen producido.
El escenario está listo. En cuanto aparece el primero de los
protagonistas -un hombre desgarbado y pálido, con el cabello revuelto y sus
asquerosos choclos manchados por el estiércol del pasillo- se encienden dos
potentes reflectores. De pronto, el ambiente parece volverse puro o al menos de
un tono que sugiere limpidez. Sus ojos brillan por un segundo, cegados por la
luz que ha de convertirlos en ceniza. En su rostro se refleja la vergüenza de
quien sabe que va a ser contemplado por la historia. A su alrededor, una
pequeña corte lo acompaña en sus últimos momentos: el fiscal general, el
alcaide de Plótzensee, algunos oficiales y, además del camarógrafo, media
docena de periodistas.
Tras recibir la indicación del alcaide, el verdugo se acerca al
sentenciado. Es posible ver a este hombre severo y gélido en un plano americano
mientras tensa la soga -hecha con resistentes cuerdas de piano- con la cual se
dispone a ahogar a su víctima. Uno quisiera que el dramatismo llevase al
metteur en scéne a proponer un acercamiento a las manos del verdugo, callosas y
serenas, o a las gotas de sudor que caen por las comisuras de la boca del
condenado, pero en este caso no hay una Leni Riefenstahl capaz de semejante
destello de genialidad. Hay que conformarse con las tomas abiertas, con la
pulcritud anodina de los volúmenes, con la sobria parquedad de las tomas. El
verdugo desata las manos del prisionero, lo obliga a subir a una pequeña
plataforma y a continuación procede a correr el lazo de seda alrededor de su
cuello. Por un instante, el reo parece convertido en una estatua de la derrota.
La pieza teatral -perdón, la obra cinematográfica- está en su momento de mayor
dramatismo. Un segundo de silencio, congelado en el tiempo, concentra la
tensión. Nadie se mueve, nadie se agita, en espera de la nueva señal del
alcaide.
Un ademán apenas perceptible da la indicación para que el cuerpo
del acusado comience a deslizarse, suavemente, como si se tratase de un paso de
ballet, hacia el vacío. La cámara capta con cuidado cada uno de los pasos de la
agonía, que llega a durar varios minutos: primero la sensación de horror
clavada en sus pupilas, luego los hematomas pardos que aparecen alrededor del
lazo, a continuación los resoplidos y los espumarajos de saliva y sangre que
salen por la boca y la nariz del actor y, por último, los violentos espasmos
que -¡vaya interpretación!- hacen pensar en un enorme esturión atrapado por un
pescador experto. La víctima se mece, inolvidable, como el badajo de una
campana tocando las paredes de aire que lo cobijan.
Para sorpresa y regocijo del público, aún falta un coup de théátre
magistral: el poderoso no sólo debe vencer a sus enemigos, sino ridiculizarlos,
hacer saber a la gente que nadie tiene la estatura moral para enfrentársele. La
seña de la mano del alcaide vuelve a poner en marcha la expectación. El
verdugo, sonriente, se acerca al cadáver y de un tirón le arrebata los
pantalones. Con un regusto pornográfico, la cámara devora el sexo flaccido y
diminuto de la víctima, mostrando con esta metáfora la debilidad extrema de
aquellos que se oponen a los designios del Führer.
Las dos piernas desnudas, largas y sinuosas, completamente
blancas, y el tímido mechón oscuro en el pubis, desatan los aplausos rabiosos
de Hitler, quien festeja por enésima vez esta ocurrencia digna del mejor cine
expresionista. Se trata, sin embargo, sólo del final del primer episodio. Los
verdugos y los oficiales de la prisión merecen un breve descanso que la cámara
no se olvida de registrar, en el cual se dirigen a una mesita y llenan sus
vasos con coñac para brindar por el triunfo de la muerte. Mientras tanto, el
cadáver es descolgado y llevado a un lugar seguro, donde será incinerado. Sus
cenizas flotarán en el viento. ¡Por fortuna, aún faltan siete ejecuciones! El
Führer consulta su reloj, y festeja.
Cuando el 5 de septiembre vinieron por mí, yo estaba en mi casa de
la Ludwigstrasse preparando unos cálculos que me había encargado Heisenberg
hacía varias semanas. Desde que la radio transmitió la voz de Hitler el 20 de
julio, anunciando que el golpe había fracasado y que, gracias a la Providencia,
el Führer seguía con vida, yo sabía que no me quedaba mucho tiempo. Había
seguido con creciente angustia las noticias subsecuentes: el fusilamiento de
Stauffenberg y sus amigos cercanos, la preparación de los juicios por la Corte
Popular y la serie de arrestos masivos que vino a continuación.
Aunque sospechaba que de un momento a otro sería mi turno, había
tratado de conservar la calma. Sólo al enterarme de la detención de Heni, de
Heinrich von Lütz, mi amigo desde la infancia, cobré clara conciencia de que
mis horas estaban contadas. ¿Pero qué podía hacer? ¿Huir de Alemania?
¿Esconderme? ¿Escapar? Estábamos en los peores meses de la guerra: era
imposible. No me quedaba sino esperar, tranquilamente, a que, en el mejor de
los casos, un miembro de las SS o de la Gestapo irrumpiese en mi casa. Como
intuía, los esbirros no tardaron muchos días en llegar; me esposaron y de inmediato
fui conducido a Plótzensee.
Decenas de sentencias de muerte habían sido dictadas por Freisler
cuando el 3 de febrero de 1945 tuve que presentarme en la Corte Popular en
Belevuestrafie. Ese día íbamos a ser juzgados cinco prisioneros. El primero en
comparecer ante el juez era Fabien von Schiabrendorff, abogado y teniente de
reserva que había fungido como enlace entre los diversos líderes de la
resistencia antinazi. Había sido capturado poco después del 20 de julio y,
desde entonces, mantenido en los campos de concentración de Dachau y
Fióssenburg. Como de costumbre, Freisler lo interrumpía para burlarse de los
acusados, nos llamaba cerdos y traidores y vociferaba que Alemania sólo podría
salir victoriosa -¡victoriosa en 1945!- si era capaz de eliminar a escoria como
nosotros.
Entonces ocurrió algo que, de no haber estado yo presente para
verlo, hubiese considerado una mentira o un milagro. La alarma antiaérea
comenzó a sonar con fuerza. Una luz roja se encendió en la sala. De pronto, el
silencio se convirtió en un rugido y, más tarde, en una interminable serie de
explosiones que hacían vibrar el edificio de la Corte.
En aquellos meses, los bombardeos se habían transformado en parte
de la vida cotidiana de Berlín, de modo que tratamos de conservar la calma, esperando
que todo concluyera. No podíamos imaginar que no se trataba de un ataque aéreo
como otros, sino del bombardeo más intenso lanzado por los Aliados desde el
inicio de la guerra. Antes de que nos diésemos cuenta, una potente descarga
cayó sobre el techo de la Corte Popular. Una cortina de humo y polvo se abatió
sobre la sala, como si hubiese comenzado a nevar en su interior. El yeso caía
de los muros como talco, pero los estropicios no parecían mayores. No quedaba
sino esperar a que se reanudase la sesión o a que el juez decidiese suspenderla
hasta el día siguiente. Entonces levantamos la vista: un pesado trozo de piedra
había caído sobre el estrado y, al lado de él, reposaba el cráneo del juez
Roland Freisler, partido en dos, con un río de sangre cubriéndole el rostro y
manchando la sentencia de muerte contra Schiabrendorff. Aparte de él, nadie
resultó herido.
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