sábado, 31 de diciembre de 2011

CASANDRA (Christa Wolf)


Otra vez me sacude el Eros que afloja
los miembros,
agridulce, indomable, animal oscuro.
SAFO


Aquí fue. Ahí estaba. Esos leones de piedra, sin cabeza ahora, la miraron. Esa fortaleza, un día inexpugnable, ahora un montón de piedras, fue lo último que vio. Un enemigo hace tiempo olvidado y los siglos, sol, lluvia y viento la arrasaron. Inalterado el cielo, un bloque azul intenso, alto, dilatado. Cerca las murallas ciclópeamente ensambladas, hoy como ayer, que marcan su dirección al camino: hacia la puerta, bajo la cual no mana la sangre. Hacia lo tenebroso. Hacia el matadero. Y sola.

Con mi relato voy hacia la muerte.

Aquí termino, impotente, y nada, nada de lo que hubiera podido hacer o dejar de hacer, querer o pensar, me hubiera conducido a otro objetivo. Más profundamente incluso que mi miedo, me empapa, corroe y envenena la indiferencia de los celestiales hacia nosotros los terrenos. Ha fracasado el intento de contraponer a su frialdad helada un poco de calor nuestro. Inútilmente intentamos sustraernos a sus actos de violencia, lo sé hace tiempo. Sin embargo, recientemente, de noche, durante la travesía, cuando las tormentas amenazaban destrozar nuestro barco desde todos los puntos cardinales, y no se sostenía nadie que no estuviera firmemente atado; cuando sorprendí a Marpesa soltando a escondidas los nudos que sujetaban a ella y a los gemelos entre sí y al mástil; cuando, siendo mi cuerda más larga que la de los demás cautivos, me lancé sobre Marpesa sin vacilar, sin pensar, impidiéndole así abandonar su vida y la de mis hijos a los elementos indiferentes, y confiándola en cambio a unos hombres enloquecidos; cuando... retrocediendo ante su mirada, me acurruqué de nuevo en mi puesto junto a Agamenón, que gemía y vomitaba... tuve que preguntarme de qué material resistente están hechos los lazos que nos unen a la vida. Vi que Marpesa, que, como ya en otro tiempo, no quería hablarme, estaba mejor preparada que yo, la adivina, para lo que ahora vivíamos; porque yo sentía placer por todo lo que veía –placer; ¡no esperanza!– y seguía viviendo para ver.

Es curioso que las armas de cada uno –el silencio de Marpesa, las voces de Agamenón– tengan que ser siempre las mismas. Yo, desde luego, he depuesto poco a poco mis armas, eso era en lo que podía cambiar.

¿Por qué quise sin falta el don de profecía?

Hablar con mi propia voz: lo máximo. No quise más, ninguna otra cosa. En caso necesario podría demostrarlo, pero ¿a quién? ¿A ese pueblo extraño que, desvergonzado y tímido a la vez, rodea el carruaje? Un motivo para reírme, si lo hubiera todavía: que mi tendencia a justificarme hubiera acabado poco tiempo antes que yo misma.

Marpesa guarda silencio. A los niños no quiero ya verlos. Ella los esconde de mí bajo su chal.

El mismo cielo sobre Micenas que sobre Troya, pero vacío. Brillante como el esmalte, inaccesible, reluciente. Hay algo en mí que corresponde a la vacuidad del cielo sobre el país enemigo. Todo lo que me ha ocurrido ha encontrado en mí todavía su correspondencia. Es el secreto lo que me ciñe y me sostiene, con nadie he podido hablar de ello. Sólo aquí, al borde extremo de mi vida, puedo decírmelo a mí misma: como hay en mí algo de todos, no he pertenecido por completo a nadie, y hasta he entendido su odio hacia mí. Una vez, “antes”, sí, ésa es la palabra mágica, quise hablar de ello con Mirina, con insinuaciones y medias palabras... no para encontrar alivio, que no existía. Sino porque creía que se lo debía. El fin de Troya era previsible, estábamos perdidos. Eneas y su gente se habían retirado. Mirina lo despreciaba. Y yo traté de decirle que yo... no, no sólo comprendía a Eneas: lo conocía. Como si yo fuera él. Como si estuviera encogida en su interior, alimentando con mis pensamientos sus traidoras decisiones. “Traidor”, dijo Mirina, golpeando furiosa con el hacha la maleza de la fosa que rodeaba la ciudadela, sin escucharme, sin comprenderme quizá en absoluto, porque desde que estuve prisionera en el cesto hablo en voz baja. No es mi voz, como todos creían, mi voz no sufrió. Es el tono. El tono de anunciación el que ha desaparecido. Desaparecido por fortuna.

Mirina gritó. Es extraño que yo, que aún no soy vieja, tenga que hablar de casi todos los que conocí en pasado. No de Eneas, no. Eneas vive. Pero un hombre que vive cuando todos los hombres mueren, ¿tiene que ser un cobarde? ¿Fue algo más que una política el que, en lugar de guiar a los últimos a la muerte, se retirara con ellos al monte Ida, su región natal? Después de todo algunos tienen que salvarse –Mirina lo negaba–: por qué no, en primer lugar, Eneas y su gente.

¿Y por qué no yo, con él? La cuestión no se planteaba. Él, que quiso planteármela, terminó por no hacerlo. Lo mismo que yo, por desgracia, tuve que sofocar lo que sólo ahora hubiera podido decirle. Aquello por lo que, al menos para pensarlo, seguí con vida. Por lo que sigo con vida, estas pocas horas. Por lo que no reclamo la daga que, como me consta, lleva consigo Marpesa.

Que antes, cuando vimos a la mujer, a la reina, me ofreció sólo con sus ojos. Y que yo, con mis ojos sólo, rechacé. ¿Quién me conoce mejor que Marpesa? ¡Nadie ya! El sol ha pasado el mediodía. Lo que yo comprenda hasta que se haga de noche perecerá conmigo. ¿Perecerá? ¿Una vez que está en el mundo, sigue viviendo el pensamiento en otro? ¿En nuestro buen auriga, para el que somos una carga?

Se está riendo, oigo decir a las mujeres, que no saben que hablo su lengua. Se apartan de mí estremeciéndose, por todas partes lo mismo. Mirina, que me vio sonreír al hablar de Eneas, me gritó: Incorregible, eso es lo que yo era. Le puse la mano en la nuca hasta que se calló y las dos, desde la muralla, cerca de la Puerta Escea, miramos cómo el sol se hundía en el mar. Así estuvimos juntas por última vez, lo sabíamos.

Hago la prueba del dolor. Lo mismo que un médico, para saber si está muerto, pincha un músculo, así pincho yo mi memoria. Quizá muera el dolor antes de que muramos nosotros. Eso, si fuera así, habría que difundirlo, pero ¿a quién? Aquí no habla mi idioma nadie que no vaya a morir conmigo. Hago la prueba del dolor y pienso en las despedidas, cada una fue distinta. Al final nos reconocíamos por saber que se trataba de una despedida. A veces sólo levantábamos levemente la mano. A veces nos abrazábamos. Eneas y yo no nos tocamos ya. Un tiempo infinitamente largo, me parece, puso en mí sus ojos, cuyo dolor no podía yo sondear. A veces, seguíamos hablando, como hablaba yo con Mirina, para que se pronunciara por fin el nombre que tanto tiempo habíamos callado: Pentesilea.

De cómo yo la había visto a ella, Mirina, tres o cuatro años antes, entrar por aquella puerta al lado de Pentesilea y su banda armada. De cómo el asalto de sentimientos irreconciliables –asombro, emoción, admiración, horror, desconcierto y, sí, incluso una infame hilaridad– desembocó en un ataque de risa, que me afligió a mí misma y que Pentesilea, sensible como era, nunca pudo perdonarme. Mirina me lo confirmó. Se sintió herida. Eso y nada más, dijo Mirina, fue la causa de la frialdad que Pentesilea me demostró. Y yo le confesé a Mirina que mis ofertas de reconciliación no eran totalmente sinceras; aunque sabía, sin embargo, que Pentesilea caería. ¡Por qué! Me preguntó Mirina con un asomo de su antigua violencia, pero yo no estaba ya celosa de Pentesilea. Los muertos no sienten celos entre sí. Cayó porque quiso caer. ¿O por qué crees que fue a Troya? Y yo tenía razones para observarla atentamente, y lo vi. Mirina guardó silencio. Más que cualquier otra cosa en ella me había encantado siempre su odio a mis predicciones, que desde luego nunca hacía cuando ella estaba delante pero le comunicaban siempre presurosamente, incluida mi certeza, casualmente mencionada, de que me matarían, y que, a diferencia de los otros, ella no quiso dejar pasar. Qué derecho tenía a hacer tales vaticinios. Yo no respondí, y cerré los ojos, de felicidad. Otra vez la punzada ardiente en mi interior. Otra vez la debilidad por ser un humano total. Cómo conmovía. No me había sido simpática, Pentesilea, aquella guerrera asesina de hombres. ¿Qué? ¿Es que creía yo que ella, Mirina, había matado menos hombres que su comandante? ¿Probablemente más, tras la muerte de Pentesilea, para vengarla?

Sí, caballito mío, pero eso fue distinto.

Eso fue tu denso despecho y tu llameante duelo por Pentesilea, que yo, qué te crees, comprendí. Eso fue su timidez profundamente escondida, su miedo a todo contacto, que yo jamás herí, hasta que pude enroscar mi mano en su cabellera rubia y supe así qué fuerte había sido el deseo que hacía mucho tenía de hacerlo. Tu sonrisa en el minuto de mi muerte, pensé y, como no me privaba ya de ninguna ternura, dejé largo tiempo el terror atrás. Ahora se me acerca otra vez, oscuro.

Mirina se me metió en la sangre en el instante mismo en que la vi, clara y atrevida y ardiente de pasión junto a la oscura Pentesilea, que se consumía interiormente. Ya me trajera alegría o tristeza, no podía dejarla, pero no deseo tenerla ahora a mi lado. Vi contenta cómo ella, una mujer, fue la única que se armó cuando los hombres de Troya, sin hacer caso de mi protesta, metieron en la ciudad el caballo de los griegos; la apoyé en su decisión de velar junto al monstruo, y yo con ella, desarmada. Contenta, otra vez en ese sentido pervertido, la vi precipitarse sobre el primer griego que, hacia la medianoche, surgió del corcel de madera; contenta, sí; ¡contenta la vi caer y morir derribada de un solo golpe! A mí, porque me reía, me respetaron como se respeta a la locura.

Todavía no había visto bastante.

No quiero hablar más. Todas las vanidades y costumbres se han consumido, se han agostado los lugares de mi ánimo donde podían volver a crecer. No tengo más lástima de mí que de los otros. No quiero demostrar ya nada. La risa de esa reina, cuando Agamenón pisó la alfombra roja, era superior a cualquier demostración.

Quién encontrará otra vez, y cuándo, el lenguaje.

Será alguien a quien el dolor parta el cráneo. Y hasta entonces, hasta él, sólo los bramidos y las órdenes y los gemidos y los sí señor de los que obedecen. El desamparo de los vencedores, que, mudos, comunicándose entre sí mi nombre, rondan el carruaje. Ancianos, mujeres, niños. Por la atrocidad de la victoria. Por sus consecuencias, que veo ya ahora en sus ojos ciegos. Golpeados por la ceguera, sí. Todo lo que tienen que saber se desarrollará ante sus ojos, y ellos no verán nada. Así es precisamente.

Ahora puedo utilizar lo que toda la vida he practicado: vencer mis sentimientos con la mente. El amor antes, ahora el miedo. Este me asaltó cuando el carruaje, que los cansados caballos habían arrastrado lentamente montaña arriba, se detuvo entre las murallas sombrías. Ante esta última puerta. Cuando el cielo se abrió y el sol cayó sobre los leones de piedra, que miraban por encima de mí y de todas las cosas que siempre mirarán por encima. Verdad es que conozco el miedo, pero esto es algo distinto. Quizá surge en mí por primera vez, sólo para ser destruido enseguida. Ahora arrasan su semilla.

Ahora mi curiosidad, orientada también hacia mí, está totalmente libre. Cuando me di cuenta, grité fuerte, durante la travesía; yo, miserable, como todos, zarandeada por aquella mar gruesa, calada hasta los huesos por la espuma que me salpicaba, molesta por los lamentos y las emanaciones de las otras troyanas, no bien dispuestas hacia mí, porque siempre sabían todos quién era yo. Nunca me fue dado sumergirme en su multitud, lo deseé demasiado tarde, y había hecho demasiadas cosas, en mi vida anterior, para ser conocida. También los autorreproches impiden que las preguntas importantes se reúnan. Entonces la pregunta creció, como el fruto en su cáscara, y, cuando se liberó y estuvo ante mí, grité fuerte, de dolor o de dicha:

¿Por qué quise sin falta el don de profecía?

Ocurrió que, en ese mismo momento, el “muy resuelto” (¡dioses!) me arrancó aquella noche tormentosa de la maraña de los otros cuerpos, mi grito coincidió con ello, y no necesité otra explicación. Yo, yo había sido, me gritó, fuera de sí de miedo, quien había levantado a Poseidón contra él. ¿No había sacrificado él al dios tres de sus mejores caballos antes de la travesía? ¿Y Atenea? dije fríamente. ¿Qué le sacrificaste a ella? Lo vi palidecer. Todos los hombres son niños egocéntricos. (¿Eneas? Tonterías. Eneas es un adulto). ¿Escarnio? ¿En los ojos de una mujer? Eso no lo soportan. Aquel rey victorioso me hubiera matado –y eso era lo que yo quería–, si no hubiera tenido aún miedo también de mí. Ese hombre siempre me ha tenido por hechicera. ¡Yo tenía que apaciguar a Poseidón! Me empujó a la proa, me levantó los brazos en el gesto que consideró apropiado. Yo moví los labios. Pobre infeliz, ¿qué te importa ahogarte aquí o ser asesinado en tu casa?

Si Clitemnestra era como yo me la imaginaba, no podía compartir el trono con aquella nulidad... Es como me la imaginé. Y además está llena de odio. Cuando él la dominaba aún, es posible que aquel débil, como hacen todos, la hubiera tratado depravadamente. Como no conozco sólo a los hombres, sino, lo que es más difícil, también a las mujeres, sé que la reina no puede perdonarme la vida. Me lo ha dicho antes con sus miradas.

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