Primera Parte - El
Jardín
1
El cielo sin nubes era de un azul
nomeolvides. Muy alta en el cenit, apareció una pincelada de gas incandescente
que se convirtió en una lengua de puro fuego a medida que la astronave
penetraba en las capas atmosféricas más densas. El trueno rodó sobre las lomas
y las praderas, interrumpiendo de momento los festejos de los humanos y de las bestias.
El torpedo reluciente bajaba poco a poco, hasta que desplegó sus patas articuladas
provistas de delicadas antenas, y ellos se preguntaron si no sería un chapitel
que bajaba metamorfoseado del Empíreo, aunque expulsara por su cloaca los
fuegos del Infierno. Las llamas calcinaron un par de trasgos voladores que se
habían aventurado demasiado cerca...
Desde el otero que era su punto
de observación, un hombre desnudo contemplaba el aterrizaje de la astronave en
el prado. Las llamas desaparecieron entre vaharadas de humo como si la propia
hierba se las hubiera tragado. Al fin, la niebla se despejó. Y todo quedó en
silencio.
Otros muchos humanos desnudos,
hombres y mujeres, vieron también la llegada de la astronave, pero sólo aquel
hombre desnudo supo lo que era. Sólo él advirtió las líneas características,
escuetas y absolutas, de un artefacto...
Cuando el objeto quedó en reposo
y sus fuegos se hubieron apagado, las personas y las criaturas retornaron a sus
ocupaciones anteriores. Algunas de ellas, sin embargo, decidieron ocuparse del
nuevo fenómeno, lo que no quiere decir que acudiesen corriendo a inspeccionarlo.
Sin duda, su sentido acabaría por revelarse, aunque de momento permaneciera
sellado para el mundo, un secreto sin un punto de acceso evidente a primera vista.
A su debido tiempo, un búho sabio (o un
jilguero, que también eran muy hábiles en averiguar cosas) daría la
clave de su significado.
El hombre desnudo creyó ser el
único que había visto la verdad del aterrizaje.
Pero había otro hombre, éste
vestido, que también vio y comprendió. Con la mano haciendo visera sobre los
ojos, había salido al balcón de una torre arborescente de color entre rojo y
rosado, lejos, hacia el sur: un árbol de piedra recorrido interiormente por largos túneles de mármol
translúcido, y plantado sobre un río que vertía sus aguas en un lago.
El hombre vestido hizo una mueca
desdeñosa y luego sonrió.
Una urraca se había posado en una
de las puntiagudas frondas de piedra que coronaban la torre arborescente,
parecida a una gigantesca yuca fósil. El pájaro encrespó primero sus plumas
blancas, luego las negras, y por fin echó a volar.
El hombre vestido le gritó:
— ¡Demasiado grande para tu pico,
Corvo!
— Craac —respondió el ave con su
graznido, mientras volaba en círculo.
— Ve allá —rió él.
El pájaro se alejó. Su vuelo le
conduciría, mucho antes de que llegara el hombre desnudo, al prado en el que
había aterrizado la astronave. Pero el hombre no se daba ninguna prisa, sino
que se encaminaba hacia allá con aire pesaroso.
Loquela salió del estanque
cubierta de gotitas de agua. Prudente, se había sumergido bajo el agua,
conteniendo el aliento, para esquivar el trueno de aquella cosa plateada que cagaba
llamas. Estaba intrigada ahora, pero no le tenía miedo. Después de sacudirse salió
a la orilla, cubierta de grandes perlas que parecían racimos de huevos..., y
que tal vez ahora empezaban a salir de su estado mineral para ablandarse y
formar una yema y una clara.
Al verla, un mono hizo cabriolas
y lanzó chillidos desde la orilla. Se tapaba los oídos con sus negras manos
peludas, y luego se dio una vuelta de campana como para indicar que el mundo se
había vuelto del revés.
Un corpulento y bonito anfibio,
de ojos inexpresivos y gran papada colgante, que parecía un signo de
interrogación, la interpeló también desde la orilla con su resuelto asmático
¿Sería la hembra que acababa de
poner su hueva? Pero no, que ésa todavía
estaba grávida e hinchada. Sin duda, tenía la conmoción de la reciente paliza
sonora. Loquela la tomó en brazos con bastante esfuerzo y la devolvió al agua,
donde luego se lavó la mucosidad. Más lejos, el tritón con quien había
festejado momentos antes (o mejor dicho, había coqueteado con él, ya que su
pene erguido apenas se abarcaba con las dos manos), aún azotaba las aguas
azules con su larga cola arqueada, contrariado por la molestia del ruido. El
tritón negro tenía la cabeza como un casco, con la cimera fuerte y carnosa y la
visera bien cerrada. “¡Bastante bien acorazado, o así me lo figuraba!” Loquela
agitó la mano en señal de despedida y corrió con agilidad sobre la hierba; sus diminutos
pechos blancos temblaban como lichis. Se agachó para pasar por debajo de un
seto y asustó a un pangelín que, tras haberse hecho bola recubierta de escamas
ásperas y cortantes, asumía de nuevo la forma cónica de un abeto. Quizá fue el
miedo lo que le hizo enrollarse sobre sí mismo, o tal vez el nudo acababa de
despertarle. Los pangelines dormían de noche, aunque como en realidad allí
no se hacía nunca de noche, tenían que
conformarse con la sombra de los setos y los matorrales.
Al pasar cerca de una zarzamora,
ella arrancó un fruto gigante ayudándose con ambas manos y mordió las celdillas
jugosas hasta que el dulce líquido le corrió barbilla abajo. Era una bebida
excitante que llenó sus venas de azúcar, energía e impaciencia.
Más allá, en la pradera grande,
yacían algunas víctimas. Casi todas eran peces gigantescos que desprendían un
tufo a chamuscado. ¡Qué animales tan
lentos! Lo extraño en que fuesen capaces de salir a tierra. Pero así
evolucionaban, procurando adquirir patas, o incluso alas. A veces la gente se
compadecía de ellos y los llevaba un rato en brazos.
Como estaban haciendo, en
aquellos momentos, algunos humanos refugiados en el prado, que transportaban
entre varios un gran mújol colorado. Lo depositaron sobre la hierba pera que
pudiera ver la prodigiosa torre plateada. Los ojos del mújol, vidriosos, se
volvieron hacia ella, para contemplar aquello que se aliaba en el aire y que
veían tan desenfocado como los humanos ven las cosas debajo del agua.
Una jirafa blanca que se había
precipitado en pleno vuelo había armado el cisco y estaba allí destrozada. Un
alcaudón, el pájaro anunciador de la muerte violenta, estaba ya posado sobre
los cuernos del animal que resollaba en su agonía, y lanzaba su proclama lastimera.
El sinsonte replicó desde algún lugar con su burla. Loquela se precipitó hacia
la bestia malherida, sin soltar la jugosa mora. Un jilguero tan grande como la
misma Loquela salió de un salto de entre el matorral (¡apenas podía volar!),
recogió el fruto con el pico y lo lanzó hacia los labios fláccidos y prensiles
del camelopardo, que aplastaron más las células de aquel jugo, destilado de
frescor y de paz.
La esbelta torre metálica seguía
campeando sobre la tierra renegrida y requemada. Los tentáculos habían roto el
suelo de hierba hasta encontrar roca firme, como si el mundo no fuese más que
una película, y no de las más sólidas. Al observar la verticalidad perfecta de
la torre (envidia de mújoles, sin duda alguna), un hombre y una mujer de los
que habían transportado el pez se empinaron, cara a cara, en vertical sobre las
manos, y se pusieron a hacer el amor tiernamente en tan precaria postura. Eso
agradó a Loquela, que miró a su alrededor en busca de pareja, aunque no sin
pensar que la pareja ideal habría sido la torre plateada. Ninguna llamarada
brotaba ya de ésta, aunque los tubos de escape y toberas de su base aún
exhalaban calor y crujían según iban enfriándose. Al poco, todo el calor se
disipó y los amantes invertidos alcanzaron su clímax común, tras lo cual se apartaron
con suavidad el uno del otro: el cuadrúpedo doble cabeza abajo se fisionaba en dos
seres iguales que se mostraban, al fin capaces de andar derechos.
Los amantes la invitaron, con sus manos
perezosamente acariciadoras, a participar en el emparejamiento, pero ella meneó
la cabeza. Sentía una urgencia excesiva como para satisfacerse con la leve
coreografía del epílogo satisfecho. Los amantes sonrieron, comprensivos, y se
recostaron sobre la hierba con languidez, las cabezas juntas y las manos ya
reposadas. En ese preciso instante saltó sobre ellos un sapo que lanzó su “cuac”
triunfal. La mujer le dio una gran margarita para que comiera y él se acercó a
Loquela con la flor colgando de la boca, como si le hiciera un presente de
amor. Riendo, Loquela se puso el sapo sobre la cabeza y echó a andar de un lado
a otro, mientras lo mantenía en equilibrio, hasta que él consiguió colgarle la
flor de la oreja. Hecho lo cual saltó
con otro “cuac” eufórico que le hizo aterrizar sobre el prado y alejarse en una
progresión de saltos decrecientes, tal una bolsita de cuero que rebotase en la
hierba como una piedra plana lanzada al agua. Mientras jugueteaba con la flor
puesta detrás de la oreja, Loquela aguardaba a que la torre de plata se
desprendiera de su secreto y la prendiera en él.
2
En realidad, la astronave se hallaba a varios centenares de kilómetros
del punto de destino que Paavo Kekkonen (el piloto y técnico en sistemas de a
bordo) había programado en el ordenador. En el último instante, y demasiado
tarde para suspender la entrada en la atmósfera, la Schiaparelli había sufrido
una deriva incontrolada, al disparársele los reactores laterales. Fue un fallo
técnico, de eso no cabía ninguna duda. Tuvieron la sensación de que una fuerza
externa cerraba la mano sobre ellos, en el punto donde el espacio confinaba con
el aire, y los desplazaba bruscamente hacia otro lugar de entrada. Los seis
tripulantes de la astronave experimentaron un alivio considerable. Haber
navegado desde tan lejos, durante tantos años, para acabar estrellándose...,
hubiera sido impensable. Así que, cada uno por su cuenta, procuraron no
pensarlo y prefirieron dirigir la atención hacia el mundo exterior.
—Buen trabajo, Paavo —dijo Austin Faraday—. Luego veremos qué ha
fallado. Por lo demás, ha sido un aterrizaje tal como viene en el manual. De
manera que fue aquí donde vinieron: al Objetivo Tres.
El geólogo y capitán se alisó su blanca melena. Aunque no era un
anciano..., salvo si añadiéramos los ochenta y siete años de sueño e
hibernación a sus cuarenta y dos años naturales. Era un rubio de pelo muy
claro, con un mechón como teñido con agua oxigenada que había seguido creciendo
muy lentamente durante la hibernación, lo mismo que los cabellos y las uñas de
los demás, y tal como siguen creciendo durante algún tiempo los cabellos y las
uñas de los muertos que descansan en el ataúd. Y en efecto, los seis habían
pasado todos aquellos años en ataúdes, como si fueran difuntos: tres hombres y
tres mujeres. Austin, Paavo y Sean Athlone, Tania Rostov, Denise Laroche y
Muthoni Muthiga. Y durante todo aquel tiempo los cabellos y las uñas de
aquellos cuerpos casi difuntos habían crecido con una lentitud que cualquier
caracol habría envidiado, pero que en un lapso de ochenta y siete años había
dado lugar a melenas selváticas dignas de ermitaños, así como a unos zarcillos
extravagantes.
Cuando salieron de la hibernación procuraron recortar aquellos
zarcillos, no sin dificultades. Aquellas largas y delgadas cimitarras de
sustancia córnea eran toda una curiosidad, por lo que no quisieron destruirlas,
sino que las guardaron religiosamente como los campesinos chinos de antaño.
Uñas de astronautas que tal vez fueran expuestas algún día en el Smithsonian Institute,
supuesto que existiera todavía tal institución cuando regresaran. O quizá las
sacarían a subasta como los primeros astronautas subastaron los sellos del
primer correo estampado en la Luna. Si es que las subastas, o los astronautas, todavía
le importaban a alguien cuando regresaran. Aquella era la más larga de las
expediciones conocidas, cuarenta y cinco años-luz bajo propulsión
hiperespacial, medidos con el patrón de la uña humana...
Al despertar, y una vez recobrado el dominio de sus facultades, Paavo
había observado en broma que aquel efecto de crecimiento podía limitar la
expansión de los humanos por la galaxia. A menos que descongelasen de vez en
cuando a los hibernados para dispensarles un servicio de peluquería y manicura,
a la hora de ser despertados por el ordenador, cuando concluyera la expedición,
se verían aherrojados por sus propios cabellos, incapaces de deshacer el enredo
de las uñas tanto de sus manos como de sus pies. Pensó que habría que darle el
nombre de Efecto Poe.
El suyo había sido el viaje más largo, pero ahora sabían que existió
un precedente: la expedición de la nave Exodus V, también llamada Copernicus, cuyo camino habían reconstruido ellos tras
despistarse por entre dos sistemas solares que no se evidenciaron a la altura
de sus apariencias. Indiscutiblemente,
Copernicus había aterrizado aquí,
bajo ese sol amarillo conocido sólo por su número: 4H (Cuarto Catálogo de
Harvard) 97801...
Denise, la ecóloga francesa, miraba con sus prismáticos a través de
una escotilla. Su cabello era de un rubio dorado y no había querido cortárselo,
al hallarse, al fin, más hermosa cuando despertó, y aunque tanta hermosura
resultase excesiva para su cara impertinente y llena de granos...
—Sí, aquí están. En el Objetivo Tres. Pero..., ¿completamente
desnudos? ¿Y qué hacen esos grandes pescados en tierra firme? Los tienen como
si fueran animales de compañía. ¡Y todas esas bestias! ¿De dónde las habrán
sacado? ¡Dios mío, pero si estoy viendo un unicornio, un verdadero unicornio!
Corrió hacia el teclado de la computadora.
Sobre la pantalla catódica se deslizaban las verdes palabras.
EXODUS
V «COPERNICUS» LLEVABA EMBRIONES DE ANIMALES DOMÉSTICOS,
PECES
Y AVES. RELACIÓN DE ESPECIES ANIMALES:
VACA, PERRO, CABRA,
CABALLO...
Borró la pantalla.
—Es probable que llevasen también archivos con las matrices del ADN
—sugirió Muthoni, la médico keniata. Sus finas facciones africanas estaban
rodeadas de un nimbo de crespa negrura; su piel no era de color chocolate, ni
café, ni caqui, sino negro ala de cuervo. Tenía la nariz larga y afilada de una
talla en madera y labios gruesos, abultados, firmes y pulidos también como la
madera—. Habrán estado jugando con las bioformas, haciendo cambios, añadiendo
retoques. Mira esa jirafa blanca, y esos cuernos que tiene en la cabeza. Ésa no
es una jirafa terrestre Han alterado las matrices para obtener criaturas mutantes.
Han convertido todo el planeta en un parque..., en un jardín. El país de las maravillas.
—Naturalmente —corroboró con sarcasmo la agrónoma rusa, Tania Rostov,
una morena regordeta—. Por supuesto, lo primero que les ocurriría a los
colonizadores de cualquier mundo nuevo sería ponerse a transformar el paisaje
sin esfuerzo, quitarse toda la ropa y lanzar la manipulación genética in vitro
como una nueva forma de arte. ¡Detrás del matorral más próximo, seguramente! No
se les ocurriría fundar granjas, ni factorías, ni nada por el estilo. Les
bastaría con chasquear los dedos y..., ¡hop! ¡presto, el Paraíso!
— Debieron de encontrar el Paraíso ya hecho —replicó Denise— y..., bien,
pues no hubo necesidad de luchar. La idea se les impuso por sí sola: fundar la
utopía —terminó con una risa nerviosa.
— Por eso ahora se dedican a hacer la vertical para darnos la
bienvenida —dijo Austin, frunciendo el ceño—. Me parece que Tania tiene razón.
— A lo mejor es que hemos aterrizado en medio de su reserva
natural..., o de su colonia naturista —sugirió la francesa—. ¿Una zona
destinada al ocio?
—Por lo que pudimos ver mientras descendíamos, está todo igual;
prados, lagos y parques. Al menos en esta región. Nada de prosaicas aldeas o
ciudades. Y además, ¿por qué no hace aquí un calor sofocante, eh? Este planeta
no gira sobre sí mismo, o gira tan despacio que no logramos apreciarlo. Dejando
a un lado la cuestión de lo que haya podido frenar la rotación a esta distancia
del sol y sin luna en el cielo, aquí debería hacer un calor insoportable, y el
lado oscuro debería estar hecho un bloque de hielo, cosa que no pasa.
—Dijiste que había volcanismo aquí —señaló Paavo.
El finlandés había hecho que Muthoni le cortase el cabello a estilo
paje; no le gustaba llevar melenas. Ochenta y siete años antes había sido un
ardiente aficionado al esquí, y le desagradaba que el cabello se le enredase en
las gafas deportivas. Sin embargo, el corte de pelo que le acababa de hacer la
keniata le daba un aire de pícaro que resultaba en cierto modo atractivo.
—Todos hemos visto los fuegos.
—Un par de volcanes no son suficientes para descongelar un hemisferio
oscuro —dijo.
—El de aquí debería ser peor que cualquier Ártico que conozcamos —le
dio la razón Austin—. Desde luego, hay zonas frías, sí, pero al lado de otras
de mucho calor. Como decía, es un mosaico de calores y fríos. Una cosa absurda.
El hielo y el fuego. Sean Athlone se limitaba a permanecer de pie, absorbiendo
insaciablemente el paisaje, puesto que aún no se encontraba en condiciones de
analizar nada durante mucho rato; eran demasiadas las campanillas que oía
repicar dentro de sí (aunque su escuela no era la neoconductista). El psicólogo
irlandés había salido de la hibernación barbado hasta las rodillas como un Rip
Van Winkle, pero no tardó en desmochar aquella frondosidad, y se dejó una
elegante perilla. Su cabeza no lucía melena alguna, puesto que seguía tan despoblada
como siempre. Era un caso de calvicie prematura, pero él nunca quiso darse tratamiento
rejuvenecedor en el cuero cabelludo. Aunque de formación no religiosa, supo establecer
luego una compensación al convertir su calva en un vaso sagrado: un copón pulido
con frecuencia por las palmas de sus manos, y relleno del material
indispensable para comulgar con el laicado de la psicología. La perilla ardía
en la mandíbula como un mechero que calentase y destilase el contenido de la
vieja mollera ancestral que coronaba la médula, para elevar el contenido de la
misma a la esfera consciente.
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