viernes, 30 de diciembre de 2011

EL JARDÍN DE LAS DELICIAS (Ian Watson)


Primera Parte - El Jardín

1

El cielo sin nubes era de un azul nomeolvides. Muy alta en el cenit, apareció una pincelada de gas incandescente que se convirtió en una lengua de puro fuego a medida que la astronave penetraba en las capas atmosféricas más densas. El trueno rodó sobre las lomas y las praderas, interrumpiendo de momento los festejos de los humanos y de las bestias. El torpedo reluciente bajaba poco a poco, hasta que desplegó sus patas articuladas provistas de delicadas antenas, y ellos se preguntaron si no sería un chapitel que bajaba metamorfoseado del Empíreo, aunque expulsara por su cloaca los fuegos del Infierno. Las llamas calcinaron un par de trasgos voladores que se habían aventurado demasiado cerca...

Desde el otero que era su punto de observación, un hombre desnudo contemplaba el aterrizaje de la astronave en el prado. Las llamas desaparecieron entre vaharadas de humo como si la propia hierba se las hubiera tragado. Al fin, la niebla se despejó. Y todo quedó en silencio.

Otros muchos humanos desnudos, hombres y mujeres, vieron también la llegada de la astronave, pero sólo aquel hombre desnudo supo lo que era. Sólo él advirtió las líneas características, escuetas y absolutas, de un artefacto...

Cuando el objeto quedó en reposo y sus fuegos se hubieron apagado, las personas y las criaturas retornaron a sus ocupaciones anteriores. Algunas de ellas, sin embargo, decidieron ocuparse del nuevo fenómeno, lo que no quiere decir que acudiesen corriendo a inspeccionarlo. Sin duda, su sentido acabaría por revelarse, aunque de momento permaneciera sellado para el mundo, un secreto sin un punto de acceso evidente a primera vista. A su debido tiempo, un búho sabio (o un  jilguero, que también eran muy hábiles en averiguar cosas) daría la clave de su significado.

El hombre desnudo creyó ser el único que había visto la verdad del aterrizaje.

Pero había otro hombre, éste vestido, que también vio y comprendió. Con la mano haciendo visera sobre los ojos, había salido al balcón de una torre arborescente de color entre rojo y rosado, lejos, hacia el sur: un árbol de piedra recorrido  interiormente por largos túneles de mármol translúcido, y plantado sobre un río que vertía sus aguas en un lago.

El hombre vestido hizo una mueca desdeñosa y luego sonrió.

Una urraca se había posado en una de las puntiagudas frondas de piedra que coronaban la torre arborescente, parecida a una gigantesca yuca fósil. El pájaro encrespó primero sus plumas blancas, luego las negras, y por fin echó a volar.

El hombre vestido le gritó:

— ¡Demasiado grande para tu pico, Corvo!

— Craac —respondió el ave con su graznido, mientras volaba en círculo.

— Ve allá —rió él.

El pájaro se alejó. Su vuelo le conduciría, mucho antes de que llegara el hombre desnudo, al prado en el que había aterrizado la astronave. Pero el hombre no se daba ninguna prisa, sino que se encaminaba hacia allá con aire pesaroso.

Loquela salió del estanque cubierta de gotitas de agua. Prudente, se había sumergido bajo el agua, conteniendo el aliento, para esquivar el trueno de aquella cosa plateada que cagaba llamas. Estaba intrigada ahora, pero no le tenía miedo. Después de sacudirse salió a la orilla, cubierta de grandes perlas que parecían racimos de huevos..., y que tal vez ahora empezaban a salir de su estado mineral para ablandarse y formar una yema y una clara.

Al verla, un mono hizo cabriolas y lanzó chillidos desde la orilla. Se tapaba los oídos con sus negras manos peludas, y luego se dio una vuelta de campana como para indicar que el mundo se había vuelto del revés.

Un corpulento y bonito anfibio, de ojos inexpresivos y gran papada colgante, que parecía un signo de interrogación, la interpeló también desde la orilla con su resuelto asmático

¿Sería la hembra que acababa de poner su  hueva? Pero no, que ésa todavía estaba grávida e hinchada. Sin duda, tenía la conmoción de la reciente paliza sonora. Loquela la tomó en brazos con bastante esfuerzo y la devolvió al agua, donde luego se lavó la mucosidad. Más lejos, el tritón con quien había festejado momentos antes (o mejor dicho, había coqueteado con él, ya que su pene erguido apenas se abarcaba con las dos manos), aún azotaba las aguas azules con su larga cola arqueada, contrariado por la molestia del ruido. El tritón negro tenía la cabeza como un casco, con la cimera fuerte y carnosa y la visera bien cerrada. “¡Bastante bien acorazado, o así me lo figuraba!” Loquela agitó la mano en señal de despedida y corrió con agilidad sobre la hierba; sus diminutos pechos blancos temblaban como lichis. Se agachó para pasar por debajo de un seto y asustó a un pangelín que, tras haberse hecho bola recubierta de escamas ásperas y cortantes, asumía de nuevo la forma cónica de un abeto. Quizá fue el miedo lo que le hizo enrollarse sobre sí mismo, o tal vez el nudo acababa de despertarle. Los pangelines dormían de noche, aunque como en realidad allí no  se hacía nunca de noche, tenían que conformarse con la sombra de los setos y los matorrales.

Al pasar cerca de una zarzamora, ella arrancó un fruto gigante ayudándose con ambas manos y mordió las celdillas jugosas hasta que el dulce líquido le corrió barbilla abajo. Era una bebida excitante que llenó sus venas de azúcar, energía e impaciencia.

Más allá, en la pradera grande, yacían algunas víctimas. Casi todas eran peces gigantescos que desprendían un tufo a chamuscado.  ¡Qué animales tan lentos! Lo extraño en que fuesen capaces de salir a tierra. Pero así evolucionaban, procurando adquirir patas, o incluso alas. A veces la gente se compadecía de ellos y los llevaba un rato en brazos.

Como estaban haciendo, en aquellos momentos, algunos humanos refugiados en el prado, que transportaban entre varios un gran mújol colorado. Lo depositaron sobre la hierba pera que pudiera ver la prodigiosa torre plateada. Los ojos del mújol, vidriosos, se volvieron hacia ella, para contemplar aquello que se aliaba en el aire y que veían tan desenfocado como los humanos ven las cosas debajo del agua.

Una jirafa blanca que se había precipitado en pleno vuelo había armado el cisco y estaba allí destrozada. Un alcaudón, el pájaro anunciador de la muerte violenta, estaba ya posado sobre los cuernos del animal que resollaba en su agonía, y lanzaba su proclama lastimera. El sinsonte replicó desde algún lugar con su burla. Loquela se precipitó hacia la bestia malherida, sin soltar la jugosa mora. Un jilguero tan grande como la misma Loquela salió de un salto de entre el matorral (¡apenas podía volar!), recogió el fruto con el pico y lo lanzó hacia los labios fláccidos y prensiles del camelopardo, que aplastaron más las células de aquel jugo, destilado de frescor y de paz.

La esbelta torre metálica seguía campeando sobre la tierra renegrida y requemada. Los tentáculos habían roto el suelo de hierba hasta encontrar roca firme, como si el mundo no fuese más que una película, y no de las más sólidas. Al observar la verticalidad perfecta de la torre (envidia de mújoles, sin duda alguna), un hombre y una mujer de los que habían transportado el pez se empinaron, cara a cara, en vertical sobre las manos, y se pusieron a hacer el amor tiernamente en tan precaria postura. Eso agradó a Loquela, que miró a su alrededor en busca de pareja, aunque no sin pensar que la pareja ideal habría sido la torre plateada. Ninguna llamarada brotaba ya de ésta, aunque los tubos de escape y toberas de su base aún exhalaban calor y crujían según iban enfriándose. Al poco, todo el calor se disipó y los amantes invertidos alcanzaron su clímax común, tras lo cual se apartaron con suavidad el uno del otro: el cuadrúpedo doble cabeza abajo se fisionaba en dos seres iguales que se mostraban, al fin capaces de andar derechos.

Los amantes la invitaron, con sus manos perezosamente acariciadoras, a participar en el emparejamiento, pero ella meneó la cabeza. Sentía una urgencia excesiva como para satisfacerse con la leve coreografía del epílogo satisfecho. Los amantes sonrieron, comprensivos, y se recostaron sobre la hierba con languidez, las cabezas juntas y las manos ya reposadas. En ese preciso instante saltó sobre ellos un sapo que lanzó su “cuac” triunfal. La mujer le dio una gran margarita para que comiera y él se acercó a Loquela con la flor colgando de la boca, como si le hiciera un presente de amor. Riendo, Loquela se puso el sapo sobre la cabeza y echó a andar de un lado a otro, mientras lo mantenía en equilibrio, hasta que él consiguió colgarle la flor de la oreja. Hecho  lo cual saltó con otro “cuac” eufórico que le hizo aterrizar sobre el prado y alejarse en una progresión de saltos decrecientes, tal una bolsita de cuero que rebotase en la hierba como una piedra plana lanzada al agua. Mientras jugueteaba con la flor puesta detrás de la oreja, Loquela aguardaba a que la torre de plata se desprendiera de su secreto y la prendiera en él.

2

En realidad, la astronave se hallaba a varios centenares de kilómetros del punto de destino que Paavo Kekkonen (el piloto y técnico en sistemas de a bordo) había programado en el ordenador. En el último instante, y demasiado tarde para suspender la entrada en la atmósfera, la Schiaparelli había sufrido una deriva incontrolada, al disparársele los reactores laterales. Fue un fallo técnico, de eso no cabía ninguna duda. Tuvieron la sensación de que una fuerza externa cerraba la mano sobre ellos, en el punto donde el espacio confinaba con el aire, y los desplazaba bruscamente hacia otro lugar de entrada. Los seis tripulantes de la astronave experimentaron un alivio considerable. Haber navegado desde tan lejos, durante tantos años, para acabar estrellándose..., hubiera sido impensable. Así que, cada uno por su cuenta, procuraron no pensarlo y prefirieron dirigir la atención hacia el mundo exterior.

—Buen trabajo, Paavo —dijo Austin Faraday—. Luego veremos qué ha fallado. Por lo demás, ha sido un aterrizaje tal como viene en el manual. De manera que fue aquí donde vinieron: al Objetivo Tres.

El geólogo y capitán se alisó su blanca melena. Aunque no era un anciano..., salvo si añadiéramos los ochenta y siete años de sueño e hibernación a sus cuarenta y dos años naturales. Era un rubio de pelo muy claro, con un mechón como teñido con agua oxigenada que había seguido creciendo muy lentamente durante la hibernación, lo mismo que los cabellos y las uñas de los demás, y tal como siguen creciendo durante algún tiempo los cabellos y las uñas de los muertos que descansan en el ataúd. Y en efecto, los seis habían pasado todos aquellos años en ataúdes, como si fueran difuntos: tres hombres y tres mujeres. Austin, Paavo y Sean Athlone, Tania Rostov, Denise Laroche y Muthoni Muthiga. Y durante todo aquel tiempo los cabellos y las uñas de aquellos cuerpos casi difuntos habían crecido con una lentitud que cualquier caracol habría envidiado, pero que en un lapso de ochenta y siete años había dado lugar a melenas selváticas dignas de ermitaños, así como a unos zarcillos extravagantes.

Cuando salieron de la hibernación procuraron recortar aquellos zarcillos, no sin dificultades. Aquellas largas y delgadas cimitarras de sustancia córnea eran toda una curiosidad, por lo que no quisieron destruirlas, sino que las guardaron religiosamente como los campesinos chinos de antaño. Uñas de astronautas que tal vez fueran expuestas algún día en el Smithsonian Institute, supuesto que existiera todavía tal institución cuando regresaran. O quizá las sacarían a subasta como los primeros astronautas subastaron los sellos del primer correo estampado en la Luna. Si es que las subastas, o los astronautas, todavía le importaban a alguien cuando regresaran. Aquella era la más larga de las expediciones conocidas, cuarenta y cinco años-luz bajo propulsión hiperespacial, medidos con el patrón de la uña humana...

Al despertar, y una vez recobrado el dominio de sus facultades, Paavo había observado en broma que aquel efecto de crecimiento podía limitar la expansión de los humanos por la galaxia. A menos que descongelasen de vez en cuando a los hibernados para dispensarles un servicio de peluquería y manicura, a la hora de ser despertados por el ordenador, cuando concluyera la expedición, se verían aherrojados por sus propios cabellos, incapaces de deshacer el enredo de las uñas tanto de sus manos como de sus pies. Pensó que habría que darle el nombre de Efecto Poe.

El suyo había sido el viaje más largo, pero ahora sabían que existió un precedente: la expedición de la nave Exodus V,  también llamada Copernicus,  cuyo camino habían reconstruido ellos tras despistarse por entre dos sistemas solares que no se evidenciaron a la altura de sus apariencias. Indiscutiblemente,  Copernicus  había aterrizado aquí, bajo ese sol amarillo conocido sólo por su número: 4H (Cuarto Catálogo de Harvard) 97801...
Denise, la ecóloga francesa, miraba con sus prismáticos a través de una escotilla. Su cabello era de un rubio dorado y no había querido cortárselo, al hallarse, al fin, más hermosa cuando despertó, y aunque tanta hermosura resultase excesiva para su cara impertinente y llena de granos...

—Sí, aquí están. En el Objetivo Tres. Pero..., ¿completamente desnudos? ¿Y qué hacen esos grandes pescados en tierra firme? Los tienen como si fueran animales de compañía. ¡Y todas esas bestias! ¿De dónde las habrán sacado? ¡Dios mío, pero si estoy viendo un unicornio, un verdadero unicornio!

Corrió hacia el teclado de la computadora.

Sobre la pantalla catódica se deslizaban las verdes palabras.

                EXODUS V «COPERNICUS» LLEVABA EMBRIONES DE ANIMALES DOMÉSTICOS,
                PECES Y AVES. RELACIÓN  DE ESPECIES ANIMALES: VACA, PERRO, CABRA,
                CABALLO...

Borró la pantalla.

—Es probable que llevasen también archivos con las matrices del ADN —sugirió Muthoni, la médico keniata. Sus finas facciones africanas estaban rodeadas de un nimbo de crespa negrura; su piel no era de color chocolate, ni café, ni caqui, sino negro ala de cuervo. Tenía la nariz larga y afilada de una talla en madera y labios gruesos, abultados, firmes y pulidos también como la madera—. Habrán estado jugando con las bioformas, haciendo cambios, añadiendo retoques. Mira esa jirafa blanca, y esos cuernos que tiene en la cabeza. Ésa no es una jirafa terrestre Han alterado las matrices para obtener criaturas mutantes. Han convertido todo el planeta en un parque..., en un jardín. El país de las maravillas.

—Naturalmente —corroboró con sarcasmo la agrónoma rusa, Tania Rostov, una morena regordeta—. Por supuesto, lo primero que les ocurriría a los colonizadores de cualquier mundo nuevo sería ponerse a transformar el paisaje sin esfuerzo, quitarse toda la ropa y lanzar la manipulación genética in vitro como una nueva forma de arte. ¡Detrás del matorral más próximo, seguramente! No se les ocurriría fundar granjas, ni factorías, ni nada por el estilo. Les bastaría con chasquear los dedos y..., ¡hop! ¡presto, el Paraíso!

— Debieron de encontrar el Paraíso ya hecho —replicó Denise— y..., bien, pues no hubo necesidad de luchar. La idea se les impuso por sí sola: fundar la utopía —terminó con una risa nerviosa.

— Por eso ahora se dedican a hacer la vertical para darnos la bienvenida —dijo Austin, frunciendo el ceño—. Me parece que Tania tiene razón.

— A lo mejor es que hemos aterrizado en medio de su reserva natural..., o de su colonia naturista —sugirió la francesa—. ¿Una zona destinada al ocio?

—Por lo que pudimos ver mientras descendíamos, está todo igual; prados, lagos y parques. Al menos en esta región. Nada de prosaicas aldeas o ciudades. Y además, ¿por qué no hace aquí un calor sofocante, eh? Este planeta no gira sobre sí mismo, o gira tan despacio que no logramos apreciarlo. Dejando a un lado la cuestión de lo que haya podido frenar la rotación a esta distancia del sol y sin luna en el cielo, aquí debería hacer un calor insoportable, y el lado oscuro debería estar hecho un bloque de hielo, cosa que no pasa.

—Dijiste que había volcanismo aquí —señaló Paavo.

El finlandés había hecho que Muthoni le cortase el cabello a estilo paje; no le gustaba llevar melenas. Ochenta y siete años antes había sido un ardiente aficionado al esquí, y le desagradaba que el cabello se le enredase en las gafas deportivas. Sin embargo, el corte de pelo que le acababa de hacer la keniata le daba un aire de pícaro que resultaba en cierto modo atractivo.

—Todos hemos visto los fuegos.

—Un par de volcanes no son suficientes para descongelar un hemisferio oscuro —dijo.

—El de aquí debería ser peor que cualquier Ártico que conozcamos —le dio la razón Austin—. Desde luego, hay zonas frías, sí, pero al lado de otras de mucho calor. Como decía, es un mosaico de calores y fríos. Una cosa absurda. El hielo y el fuego. Sean Athlone se limitaba a permanecer de pie, absorbiendo insaciablemente el paisaje, puesto que aún no se encontraba en condiciones de analizar nada durante mucho rato; eran demasiadas las campanillas que oía repicar dentro de sí (aunque su escuela no era la neoconductista). El psicólogo irlandés había salido de la hibernación barbado hasta las rodillas como un Rip Van Winkle, pero no tardó en desmochar aquella frondosidad, y se dejó una elegante perilla. Su cabeza no lucía melena alguna, puesto que seguía tan despoblada como siempre. Era un caso de calvicie prematura, pero él nunca quiso darse tratamiento rejuvenecedor en el cuero cabelludo. Aunque de formación no religiosa, supo establecer luego una compensación al convertir su calva en un vaso sagrado: un copón pulido con frecuencia por las palmas de sus manos, y relleno del material indispensable para comulgar con el laicado de la psicología. La perilla ardía en la mandíbula como un mechero que calentase y destilase el contenido de la vieja mollera ancestral que coronaba la médula, para elevar el contenido de la misma a la esfera consciente.

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