En el año 1517, Martín Lutero fija
sus noventa y cinco tesis contra las indulgencias en la puerta de la iglesia de
Wittenberg, un acontecimiento que provocará el cisma de la Iglesia Romana de
Occidente. Ese mismo año nace en la villa de Valladolid el hijo de don Bernardo
Salcedo y doña Catalina Bustamante, al que bautizarán con el nombre de
Cipriano. En un momento de agitación política y religiosa, esta mera
coincidencia de fechas marcará fatalmente su destino.
Huérfano desde su nacimiento y
falto del amor del padre, Cipriano contará, sin embargo, con el afecto de su nodriza
Minervina, una relación que le será arrebatada y que perseguirá el resto de su
vida.
Convertido en próspero comerciante,
se pondrá en contacto con las corrientes protestantes que, de manera clandestina,
empezaban a introducirse en la Península. Pero la difusión de este movimiento
será cortada progresivamente por el Santo Oficio. A través de las peripecias
vitales y espirituales de Cipriano Salcedo, Delibes dibuja con mano maestra un
vivísimo relato del Valladolid de la época de Carlos V, de sus gentes, sus costumbres
y sus paisajes. Pero “El hereje” es sobre todo una indagación sobre las
relaciones humanas en todos sus aspectos. Es la historia de unos hombres y
mujeres de carne y hueso en lucha consigo mismos y con el mundo que les ha
tocado vivir.
Un canto apasionado por la
tolerancia y la libertad de conciencia, una novela inolvidable sobre las
pasiones humanas y los resortes que las mueven.
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A Valladolid, mi ciudad
¿Cómo callar tantas formas de
violencia perpetradas también en nombre de la fe? Guerras de religión, tribunales
de la Inquisición y otras formas de violación de los derechos de las
personas... Es preciso que la Iglesia, de acuerdo con el Concilio Vaticano II,
revise por propia iniciativa los aspectos oscuros de su historia, valorándolos
a la luz de los principios del Evangelio.
(Juan Pablo II a los cardenales,
1994)
Preludio
El “Hamburg”, una galeaza a remo y
vela, de tres palos, línea enjuta y setenta y cinco varas de eslora, dedicada al
cabotaje, rebasó lentamente la bocana y salió a mar abierta. Amanecía. Se
iniciaba el mes de octubre de 1557 y la calima sobre la superficie del mar y la
estabilidad de la nave presagiaban bonanza, una jornada calma, tal vez
calurosa, de sol vivo y suave viento del norte. Era el “Hamburg” un pequeño
barco de carga, dotado con cincuenta y dos marineros, al que su capitán,
Heinrich Berger, con un agudo sentido de la economía personal, superponía en el
buen tiempo dos pequeñas tiendas de campaña sobre las cuadernas de toldilla
para alojar a cuatro posibles pasajeros de confianza, mediante un módico
estipendio.
En la primera de estas tiendas,
viniendo de proa, viajaba ahora un hombre menudo, aseado, de barba corta, al uso
de Valladolid, de donde procedía, tocado de sombrero, con calzas, jubón y
ropilla de Segovia, que, acodado en el pasamano de babor, oteaba con un anteojo
el puerto que acababan de abandonar.
Una bandada de gaviotas que
sobrevolaba la estela del “Hamburg” se reunía, graznando destempladamente, preparando
el regreso a puerto.
Por la amura, sobre la silueta de
tierra, la bruma comenzaba a rasgarse y permitía divisar, entre los flecos, fragmentos
del cielo azul que la calma chicha de la madrugada auguraba. El hombre menudo y
aseado hurgó con su mano pequeña y nerviosa en el bolso de la ropilla, extrajo
el papel plegado que le había entregado un marinero al embarcar y leyó de nuevo
el breve mensaje que contenía: |Bienvenido a bordo. Le espero a almorzar en mi
camareta a la una del mediodía.
El capitán Berger I.
El Doctor le había hablado con
afecto del capitán en Valladolid.
Aunque hacía mucho tiempo que no se
veían, entre el Doctor y Heinrich Berger se anudaba una vieja amistad de
lustros. El Doctor confiaba de tal modo en el capitán que hasta que no supo su
propósito de regresar a España en el otoño no se determinó a autorizar el viaje
a Alemania de su correligionario Cipriano Salcedo. El hombre menudo contemplaba
la mar mientras reconstruía mentalmente la imagen del Doctor, tan taciturno y medroso
en los últimos tiempos, advirtiéndole de los riesgos de su estancia en Europa.
La reciente prohibición de salvar las fronteras concernía, es cierto, a
clérigos y estudiantes, pero era sabido que cualquier viajero que decidiera
moverse por Alemania en estos días sería sometido a una “discreta vigilancia”.
El Doctor había dicho “discreta vigilancia, pero de su tono de voz dedujo
Cipriano Salcedo que la vigilancia sería estrecha y conminatoria. De ahí sus
precauciones a lo largo del viaje: sus repentinos cambios de medio de
transporte, el miramiento en la elección de posada o de lugares de encuentro
para sus citas, y aun en sus simples visitas a los libreros.
Cipriano Salcedo se sentía
orgulloso de que el Doctor le hubiera elegido a él para tan delicada misión. Su
decisión le liberó de viejos complejos, le permitió pensar que todavía podía
ser útil a alguien, que todavía existía un ser en el mundo capaz de confiar en
él y ponerse en sus manos. Y el hecho de que este ser fuera un hombre sabio,
inteligente y prudente como el Doctor satisfizo su incipiente vanidad. Ahora
Salcedo, en la cubierta, pensaba que estaba a punto de rendir viaje; que
durante la penúltima etapa, en el “Hamburg”, patroneado por el capitán Berger,
podía dormir tranquilo, y que los encargos del Doctor Cazalla habían sido cumplidos.
Oyó voces en cubierta y se volvió
con el anteojo en su mano pequeña y velluda. Media docena de marineros descalzos
transportaban hacia popa unos maderos y las correspondientes estachas para
unirlos. Detrás de ellos, otros tres cargaban con una estructura de madera,
adaptable a la popa de la nave, en la que podía leerse, en letras grandes y
doradas: “Dante Alighieri”.
En pocos minutos, con una eficacia
que revelaba una práctica habitual, el equipo descolgó los tablones por la popa
y afianzó los cabos que los sujetaban a la mesana. Dos marineros saltaron a la
guindola, mientras el resto dejaba resbalar con cuerdas el gran cartel que los
de abajo superpusieron al nombre de “Hamburg”. Desde el andamio colgante,
ajustaron con puntas y pasadores la estructura con el nuevo nombre y de esta
manera, en apenas media hora, la galeaza quedó discretamente rebautizada.
Dos horas más tarde, en la camareta
del capitán, donde un marmitón les servía el almuerzo, aquél precisó que el
cambio de nombre era una elemental medida de precaución que se adoptaba cada
vez que la nave frecuentaba países enemigos de la Reforma de Lutero. Pero como
el hombre menudo y aseado se mostrase dubitativo, el capitán Berger, que
hablaba siempre con los ojos entrecerrados como si permanentemente escudriñase
el horizonte, agregó, con la voz apolillada y bronca frecuente en los hombres
que han vivido en el mar:
— El riesgo se evita fácilmente. El
“Hamburg” tiene doble matrícula, en Hamburgo y en Venecia. Ambos nombres son,
pues, legítimos. Usar uno u otro depende de nuestra conveniencia.
Acababan de tomar asiento alrededor
de la mesa y Cipriano Salcedo reparó por vez primera en el tercer comensal, su
vecino en la otra tienda de toldilla, a quien el capitán Berger había
presentado como don Isidoro Tellería, sevillano, un hombre alto y flaco,
rasurado, vestido totalmente de negro, que reconoció haber pasado en Ginebra el
último medio año.
Cuando el capitán inició la
conversación, él guardó silencio y tan sólo levantó la vista del plato cuando
aquél preguntó a Salcedo por el “Doktor”.
Cipriano Salcedo carraspeó.
Vaciló al empezar a hablar. Era la
reliquia que le había dejado el miedo al padre, a su mirada helada, a sus reproches,
a sus toses espasmódicas en las mañanas de invierno.
No era tartamudez sino un leve
tropiezo en la sílaba inicial, como un titubeo intrascendente:
— E... el Doctor está bien de
salud, capitán. Si es caso un poco más magro y desencantado, las cosas distan
de ir bien allí. Teme que Trento devuelva el problema a su origen, que no
consigamos nada.
Éste ha sido el motivo de mi viaje:
informarme. Conocer de cerca la realidad alemana, entrevistarme con Felipe Melanchton
y adquirir libros...
— ¿Qué clase de libros?
— De todo tipo, especialmente los
últimos editados. Hace tiempo que no entran libros en España.
El Santo Oficio acentúa su
vigilancia. En este momento está revisando el Índice de libros prohibidos. Leer
esos libros, venderlos o difundirlos constituyen de por sí graves delitos.
Hizo un alto Salcedo pensando que
el capitán no se conformaría con su vaga respuesta y, en vista de su silencio,
añadió:
— La que murió fue la madre del
Doctor. La enterramos en el Convento de San Benito con cierta pompa, guardando
debidamente las formas. Así y todo hubo murmullos y protestas en el funeral.
— ¿Doña Leonor de Vivero? —inquirió
el capitán.
— Doña Leonor de Vivero, exactamente. En cierto modo ella fue
en tiempos el alma del negocio en Valladolid.
El capitán Berger denegó con la
cabeza, sonriendo. Tendría doce o quince años más que su interlocutor, una roja
perilla y un pelo muy rubio, casi albino, más propio de un escandinavo que de
un alemán.
Seguía observando las pequeñas
manos de Salcedo con viva curiosidad, los ojos entrecerrados, y, paulatinamente,
elevó la mirada hasta su rostro, reducido también, como reducidas y correctas
eran sus facciones, dominadas por unos ojos sombríos y profundos. Para escapar
de la sugestión del personaje, bebió medio vaso de vino de Burdeos, de una
jarra colocada en el centro de la mesa, levantó los ojos y precisó:
— Creo que el alma del negocio en
Valladolid fue siempre el “Doktor”. La madre fue uno de sus apoyos. Tal vez la
que acogió la doctrina de la justificación con mayor entusiasmo. Al “Doktor” le
conocí en Alemania, en Erfurt, cuando aún era un exasperado erasmista. Luego,
al regresar a Valladolid, llevaba ya “la lepra” consigo.
Salcedo se revolvió inquieto.
Le ocurría siempre que creía haber
dicho algo improcedente, tal vez otra reminiscencia de su temor filial:
— En realidad, lo que quería decir —aclaró—
es que doña Leonor era la mujer fuerte, la que sostenía al Doctor en sus horas
bajas y daba vida y sentido a los conventículos.
El capitán Berger prosiguió como si
no le hubiera oído:
— No le devolví la visita al “Doktor”
hasta ocho años más tarde. Fue aquél un viaje inolvidable a Valladolid. Tuve el
honor de asistir a un conventículo presidido por el “Doktor” junto a su madre,
doña Leonor de Vivero. Sin duda, esta mujer tenía una visión clara de las
cosas, una idea inequívoca de lo esencial, aunque en sus modales mostrase un
cierto autoritarismo.
La línea azul del mar subía y
bajaba en la portilla, acorde con el leve balanceo del navío. También
acompañaba a los comensales un reiterado crujido del mamparo de madera que
separaba el pequeño refectorio de la camareta del capitán. Dijo Cipriano
Salcedo asintiendo:
— Todos sus hijos la veneraban.
Les confortaba su fe. Uno de ellos,
Pedro, párroco de Pedrosa, compartía con ella la afición de Lutero por la música
porque entendía que la verdad y la cultura, para ser tales, deben marchar
unidas.
El joven marmitón les servía ahora
un plato de carne y, al concluir, colocó sobre la mesa otra jarra de tinto de Burdeos
antes de ausentarse. El capitán vertió vino en el vaso de Salcedo. Tellería aún
no lo había probado y seguía observando a Berger con una curiosidad de
entomólogo, mientras cargaba de tabaco la cazoleta de su pipa, una pipa india,
de barro, que los matuteros de los galeones introducían en Sevilla, junto con
el tabaco, cuyo consumo empezaba a difundirse entre el pueblo pese a la enemiga
de la Inquisición. El capitán aguardó a que el pinche cerrara la puerta
corredera para decir:
— Al referirnos a Valladolid no
debemos olvidar a un hombre clave, don Carlos de Seso, encarnación perfecta del
macho veronés: apuesto, fuerte, inteligente y presumido. A mi entender, don
Carlos de Seso es una figura imprescindible en el despertar del luteranismo
castellano.
Cipriano Salcedo acariciaba a
contrapelo su corta barba. Asentía de una manera mecánica, un poco forzada:
— Don Carlos de Seso es un hombre
interesante, muy leído, pero hay algo oscuro en torno a su persona: ¿por qué
marchó de Verona?
¿Por qué recaló en España? ¿Huía
tal vez de algo o por simple espíritu de misión?
El capitán Berger no ocultaba
ningún detalle que pudiera interpretarse como desconocimiento de la realidad luterana:
— Los papistas, en principio,
aceptan a Seso, cuentan con él.
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