PRIMERA PARTE
CAPÎTULO PRIMERO
Estábamos en la sala de estudio cuando entró el director,
es seguido de un "novato" con atuendo pueblerino y de un celador cargado con un
gran pupitre. Los que dormitaban se despertaron, y todos se fueron poniendo de
pie como si los hubieran sorprendido en su trabajo.
El director nos hizo seña de que volviéramos a sentarnos;
luego, dirigiéndose al prefecto de estudios, le dijo a media voz:
‑Señor Roger, aquí tiene un alumno que le recomiendo,
entra en quinto. Si por su aplicación y su conducta lo merece, pasará a la
clase de los mayores, como corresponde a su edad.
El "novato", que se había quedado en la esquina, detrás de
la puerta, de modo que apenas se le veía, era un mozo del campo, de unos quince
años, y de una estatura mayor que cualquiera de nosotros. Llevaba el pelo
cortado en flequillo como un sacristán de pueblo, y parecía formal y muy
azorado. Aunque no era ancho de hombros, su chaqueta de paño verde con botones
negros debía de molestarle en las sisas, y por la abertura de las bocamangas se
le veían unas muñecas rojas de ir siempre remangado. Las piernas, embutidas en
medias azules, salían de un pantalón amarillento muy estirado por los tirantes.
Calzaba zapatones, no muy limpios, guarnecidos de clavos.
Comenzaron a recitar las lecciones. El muchacho las
escuchó con toda atención, como si estuviera en el sermón, sin ni siquiera
atreverse a cruzar las piernas ni apoyarse en el codo, y a las dos, cuando sonó
la campana, el prefecto de estudios tuvo que avisarle para que se pusiera con
nosotros en la fila.
Teníamos costumbre al entrar en clase de tirar las gorras
al suelo para tener después las manos libres; había que echarlas desde el
umbral para que cayeran debajo del banco, de manera que pegasen contra la pared
levantando mucho polvo; era nuestro estilo.
Pero, bien porque no se hubiera fijado en aquella maniobra
o porque no quisiera someterse a ella, ya se había terminado el rezo y el
«novato» aún seguía con la gorra sobre las rodillas. Era uno de esos tocados de
orden compuesto, en el que se encuentran reunidos los elementos de la gorra de
granadero, del chapska, del sombrero
redondo, de la gorra de nutria y del gorro de dormir; en fin, una de esas
pobres cosas cuya muda fealdad tiene profundidades de expresión como el rostro
de un imbécil. Ovoide y armada de ballenas, comenzaba por tres molduras
circulares; después se alternaban, separados por una banda roja, unos rombos de
terciopelo con otros de pelo de conejo; venía después una especie de saco que
terminaba en un polígono acartonado, guarnecido de un bordado en trencilla
complicada, y de la que pendía, al cabo de un largo cordón muy fino, un pequeño
colgante de hilos de oro, como una bellota. Era una gorra nueva y la visera
relucía.
‑ Levántese ‑le dijo el profesor.
El «novato» se levantó; la gorra cayó al suelo. Toda la
clase se echó a reír.
Se inclinó para recogerla. El compañero que tenía al lado
se la volvió a tirar de un codazo, él volvió a recogerla.
‑ Deje ya en paz su gorra ‑dijo el profesor, que era
hombre de chispa.
Los colegiales estallaron en una carcajada que desconcertó
al pobre muchacho, de tal modo que no sabía si había que tener la gorra en la
mano, dejarla en el suelo o ponérsela en la cabeza. Volvió a sentarse y la puso
sobre las rodillas.
‑ Levántese ‑le ordenó el profesor-, y dígame su nombre.
El «novato», tartajeando, articuló un nombre
ininteligible:
‑ ¡Repita!
Se oyó el mismo tartamudeo de sílabas, ahogado por los
abucheos de la clase. "¡Más alto!", gritó el profesor, "¡más alto!".
El «novato», tomando entonces una resolución extrema,
abrió una boca desmesurada, y a pleno pulmón, como para llamar a alguien, soltó
esta palabra: Charbovari.
Súbitamente se armó un jaleo, que fue in crescendo,
con gritos agudos (aullaban, ladraban, pataleaban, repetían a coro: ¡Charbovari,
Charbovari!) que luego fue rodando en notas aisladas, y calmándose a duras
penas, resurgiendo a veces de pronto en algún banco donde estallaba
aisladamente, como un petardo mal apagado, alguna risa ahogada.
Sin embargo, bajo la lluvia de amenazas, poco a poco se
fue restableciendo el orden en la clase, y el profesor, que por fin logró
captar el nombre de Charles Bovary, después de que éste se lo dictó, deletreó y
releyó, ordenó inmediatamente al pobre diablo que fuera a sentarse en el banco
de los desaplicados al pie de la tarima del profesor.
El muchacho se puso en movimiento, pero antes de echar a
andar, vaciló.
‑ ¿Qué busca?‑ le preguntó el profesor.
‑ Mi go... ‑repuso tímidamente el "novato"-, dirigiendo
miradas inquietas a su alrededor.
‑ ¡Quinientos versos a toda la clase! ‑pronunciado con voz
furiosa, abortó, como el Quos ego una
nueva borrasca. ¡A ver si se callan de una vez! ‑continuó indignado el
profesor, mientras se enjugaba la frente con un pañuelo que se había sacado de
su gorro‑: y usted, "el nuevo", me va a copiar veinte veces el verbo ridiculus
sum.
Luego, en tono más suave:
‑ Ya encontrará su gorra: no se la han robado.
Todo volvió a la calma. Las
cabezas se inclinaron sobre las carpetas, y el «novato» permaneció durante dos
horas en una compostura ejemplar, aunque, de vez en cuando, alguna bolita de
papel lanzada desde la punta de una pluma iba a estrellarse en su cara. Pero se
limpiaba con la mano y permanecía inmóvil con la vista baja.
Por la tarde, en el estudio, sacó sus manguitos del
pupitre, puso en orden sus cosas, rayó cuidadosamente el papel. Le vimos
trabajar a conciencia, buscando todas las palabras en el diccionario y haciendo
un gran esfuerzo. Gracias, sin duda, a la aplicación que demostró, no bajó a la
clase inferior, pues, si sabía bastante bien las reglas, carecía de elegancia
en los giros. Había empezado el latín con el cura de su pueblo, pues sus
padres, por razones de economía, habían retrasado todo lo posible su entrada en
el colegio.
Su padre, el señor Charles‑Denis‑Bartholomé Bovary,
antiguo ayudante de capitán médico, comprometido hacia 1812 en asuntos de
reclutamiento y obligado por aquella época a dejar e1 servicio, aprovechó sus
prendas personales para cazar al vuelo una dote de setenta mil francos que se
le presentaba en la hija de un comerciante de géneros de punto, enamorada de su
tipo. Hombre guapo, fanfarrón, que hacía sonar fuerte sus espuelas, con unas
patillas unidas al bigote, los dedos llenos de sortijas, tenía el sire de un
valentón y la vivacidad desenvuelta de un viajante de comercio. Ya casado,
vivió dos o tres años de la fortuna de su mujer, comiendo bien, levantándose
tarde, fumando en grandes pipas de porcelana, y por la noche no regresaba a
casa hasta después de haber asistido a los espectáculos y frecuentado los
cafés. Murió su suegro y dejó poca cosa; el yerno se indignó y se metió a
fabricante, perdió algún dinero, y luego se retiró al campo donde quiso
explotar sus tierras. Pero, como entendía de agricultura tanto como de
fabricante de telas de algodón, montaba sus caballos en lugar de enviarlos a
labrar, bebía la sidra de su cosecha en botellas en vez de venderla por
barricas, se comía las más hermosas aves de su corral y engrasaba sus botas de
caza con tocino de sus cerdos, no tardó nada en darse cuenta de que era mejor
abandonar toda especulación.
Por doscientos francos al año, encontró en un pueblo, en
los confines del País de Caux, y de
la Picardía, para alquilar una especie de vivienda, mitad granja, mitad casa
señorial; y despechado, consumido de pena, envidiando a todo el mundo, se
encerró a los cuarenta y cinco años, asqueado de los hombres, decía, y decidido
a vivir en paz.
Su mujer, en otro tiempo, había estado loca por él; lo
había amado con mil servilismos, que le apartaron todavía más de ella.
En otra época jovial, expansiva y tan enamorada, se había
vuelto, al envejecer, como el vino destapado que se convierte en vinagre, de
humor difícil, chillona y nerviosa. ¡Había sufrido tanto, sin quejarse, al
principio, cuando le veía correr detrás de todas las mozas del pueblo y
regresar de noche de veinte lugares de perdición, hastiado y apestando a vino!
Después, su orgullo se había rebelado. Entonces se calló tragándose la rabia en
un estoicismo mudo que guardó hasta su muerte.
Siempre andaba de compras y de negocios. Iba a visitar a
los procuradores, al presidente de la audiencia, recordaba el vencimiento de
las letras, obtenía aplazamientos, y en casa planchaba, cosía, lavaba, vigilaba
los obreros, pagaba las cuentas, mientras que, sin preocuparse de nada, el
señor, continuamente embotado en una somnolencia gruñona de la que no se
despertaba más que para decirle cosas desagradables, permanecía fumando al lado
del fuego, escupiendo en las cenizas.
Cuando tuvo un niño, hubo que buscarle una nodriza. Vuelto
a casa, el crío fue mimado como un príncipe. Su madre lo alimentaba con
golosinas; su padre le dejaba corretear descalzo, y para dárselas de filósofo,
decía que incluso podía muy bien ir completamente desnudo, como las crías de
los animales. Contrariamente a las tendencias maternas, él tenía en la cabeza
un cierto ideal viril de la infancia según el cual trataba de formar a su hijo,
deseando que se educase duramente, a la espartana,
para que adquiriese una buena constitución. Le hac(a acostarse en una cams sin
calentar, le dabs a beber grandes tragos de ron y le enseñaba a hacer burla de
las procesiones. Pero de naturaleza apacible, el niño respondfa mal a los
esfuerzos paternos. Su madre le llevaba siempre pegado a sus faldas, le
recortaba figuras de cartón, le contaba cuentos, conversaba con él en monólogos
interminables, llenos de alegrías melancólicas y de zalamerías parlanchinas. En
la soledad de su vida, trasplantó a aquella cabeza infantil todas sus
frustraciones. Soñaba con posiciones elevadas, le veía ya alto, guapo,
inteligente, situado, ingeniero de caminos, canales y puertos o magistrado. Le
enseñó a leer a incluso, con un viejo piano que tenía, aprendió a cantar dos o
tres pequeñas romanzas. Pero a todo esto el señor Bovary, poco interesado por
las letras, decía que todo aquello no valía la pena.
¿Tendrían algún día con qué mantenerle en las escuelas
del estado, comprarle un cargo o un traspaso de una tienda? Por otra parte, un
hombre con tupé triunfa siempre en el
mundo. La señora Bovary se mordía los labios mientras que el niño andaba suelto
por el pueblo.
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