Se
iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban, dos aceleraron antes
de que se encendiera la señal roja. En el indicador del paso de peatones
apareció la silueta del hombre verde. La gente empezó a cruzar la calle pisando
las franjas blancas pintadas en la capa negra del asfalto, nada hay que se
parezca menos a la cebra, pero así llaman a este paso. Los conductores,
impacientes, con el pie en el pedal del embrague, mantenían los coches en
tensión, avanzando, retrocediendo, como caballos nerviosos que vieran la fusta
alzada en el aire. Habían terminado ya de pasar los peatones, pero la luz verde
que daba paso libre a los automóviles tardó aún unos segundos en alumbrarse.
Hay quien sostiene que esta tardanza, aparentemente insignificante,
multiplicada por los miles de semáforos existentes en la ciudad y por los
cambios sucesivos de los tres colores de cada uno, es una de las causas de los
atascos de circulación, o embotellamientos, si queremos utilizar la expresión
común.
Al fin
se encendió la señal verde y los coches arrancaron bruscamente, pero enseguida
se advirtió que no todos habían arrancado. El primero de la fila de en medio
está parado, tendrá un problema mecánico, se le habrá soltado el cable del
acelerador, o se le agarrotó la palanca de la caja de velocidades, o una avería
en el sistema hidráulico, un bloqueo de frenos, un fallo en el circuito
eléctrico, a no ser que, simplemente, se haya quedado sin gasolina, no sería la
primera vez que esto ocurre. El nuevo grupo de peatones que se está formando en
las aceras ve al conductor inmovilizado braceando tras el parabrisas mientras
los de los coches de atrás tocan frenéticos el claxon. Algunos conductores han
saltado ya a la calzada, dispuestos a empujar al automóvil averiado hacia donde
no moleste. Golpean impacientemente los cristales cerrados. El hombre que está
dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve que
grita algo, por los movimientos de la boca se nota que repite una palabra, una
no, dos, así es realmente, como sabremos cuando alguien, al fin, logre abrir
una puerta, Estoy ciego.
Nadie
lo diría. A primera vista, los ojos del hombre parecen sanos, el iris se presenta
nítido, luminoso, la esclerótica blanca, compacta como porcelana. Los párpados
muy abiertos, la piel de la cara crispada, las cejas, repentinamente revueltas,
todo eso que cualquiera puede comprobar, son trastornos de la angustia. En un movimiento
rápido, lo que estaba a la vista desapareció tras los puños cerrados del
hombre, como si aún quisiera retener en el interior del cerebro la última
imagen recogida, una luz roja, redonda, en un semáforo. Estoy ciego, estoy
ciego, repetía con desesperación mientras le ayudaban a salir del coche, y las
lágrimas, al brotar, tornaron más brillantes los ojos que él decía que estaban
muertos. Eso se pasa, ya verá, eso se pasa enseguida, a veces son nervios, dijo
una mujer. El semáforo había cambiado de color, algunos transeúntes curiosos se
acercaban al grupo, y los conductores, allá atrás, que no sabían lo que estaba
ocurriendo, protestaban contra lo que creían un accidente de tráfico vulgar, un
faro roto, un guardabarros abollado, nada que justificara tanta confusión.
Llamen a la policía, gritaban, saquen eso de ahí. El ciego imploraba, Por
favor, que alguien me lleve a casa. La mujer que había hablado de nervios opinó
que deberían llamar a una ambulancia, llevar a aquel pobre hombre al hospital,
pero el ciego dijo que no, que no quería tanto, sólo quería que lo acompañaran
hasta la puerta de la casa donde vivía, Está ahí al lado, me harían un gran
favor, Y el coche, preguntó una voz. Otra voz respondió, La llave está ahí, en
su sitio, podemos aparcarlo en la acera. No es necesario, intervino una tercera
voz, yo conduciré el coche y llevo a este señor a su casa. Se oyeron murmullos
de aprobación. El ciego notó que lo agarraban por el brazo, Venga, venga
conmigo, decía la misma voz. Lo ayudaron a sentarse en el asiento de al lado
del conductor, le abrocharon el cinturón de seguridad. No veo, no veo,
murmuraba el hombre llorando, Dígame dónde vive, pidió el otro. Por las
ventanillas del coche acechaban caras voraces, golosas de la novedad. El ciego
alzó las manos ante los ojos, las movió, Nada, es como si estuviera en medio de
una niebla espesa, es como si hubiera caído en un mar de leche, Pero la ceguera
no es así, dijo el otro, la ceguera dicen que es negra, Pues yo lo veo todo
blanco, A lo mejor tiene razón la mujer, será cosa de nervios, los nervios son
el diablo, Yo sé muy bien lo que es esto, una desgracia, sí, una desgracia,
Dígame dónde vive, por favor, al mismo tiempo se oyó que el motor se ponía en
marcha. Balbuceando, como si la falta de visión hubiera debilitado su memoria,
el ciego dio una dirección, luego dijo, No sé cómo voy a agradecérselo, y el
otro respondió, Nada, hombre, no tiene importancia, hoy por ti, mañana por mí,
nadie sabe lo que le espera, Tiene razón, quién me iba a decir a mí, cuando
salí esta mañana de casa, que iba a ocurrirme una desgracia como ésta. Le
sorprendió que continuaran parados, Por qué no avanzamos, preguntó, El semáforo
está en rojo, respondió el otro, Ah, dijo el ciego, y empezó de nuevo a llorar.
A partir de ahora no sabrá cuándo el semáforo se pone en rojo.
Tal
como había dicho el ciego, su casa estaba cerca. Pero las aceras estaban todas
ocupadas por coches aparcados, no encontraron sitio para estacionar el suyo, y
se vieron obligados a buscar un espacio en una de las calles transversales.
Allí, la acera era tan estrecha que la puerta del asiento del lado del
conductor quedaba a poco más de un palmo de la pared, y el ciego, para no pasar
por la angustia de arrastrarse de un asiento al otro, con la palanca del cambio
de velocidades y el volante dificultando sus movimientos, tuvo que salir
primero. Desamparado, en medio de la calle, sintiendo que se hundía el suelo
bajo sus pies, intentó contener la aflicción que le agarrotaba la garganta.
Agitaba las manos ante la cara, nervioso, como si estuviera nadando en aquello
que había llamado un mar de leche, pero cuando se le abría la boca a punto de
lanzar un grito de socorro, en el último momento la mano del otro le tocó
suavemente el brazo, Tranquilícese, yo lo llevaré. Fueron andando muy despacio,
el ciego, por miedo a caerse, arrastraba los pies, pero eso le hacía tropezar
en las irregularidades del piso, Paciencia, que estamos llegando ya, murmuraba
el otro, y, un poco más adelante, le preguntó, Hay alguien en su casa que pueda
encargarse de usted, y el ciego respondió, No sé, mi mujer no habrá llegado aún
del trabajo, es que yo hoy salí un poco antes, y ya ve, me pasa esto, Ya verá
cómo no es nada, nunca he oído hablar de alguien que se hubiera quedado ciego
así de repente, Yo, que me sentía tan satisfecho de no usar gafas, nunca las
necesité, Pues ya ve. Habían llegado al portal, dos vecinas miraron curiosas la
escena, ahí va el vecino, y lo llevan del brazo, pero a ninguna se le ocurrió
preguntar, Se le ha metido algo en los ojos, no se les ocurrió y tampoco él
podía responderles, Se me ha metido por los ojos adentro un mar de leche. Ya en
casa, el ciego dijo, Muchas gracias, perdone las molestias, ahora me puedo
arreglar yo, Qué va, no, hombre, no, subiré con usted, no me quedaría tranquilo
si lo dejo aquí. Entraron con dificultad en el estrecho ascensor, En qué piso
vive, En el tercero, no puede usted imaginarse qué agradecido le estoy, Nada,
hombre, nada, hoy por ti mañana por mí, Sí, tiene razón, mañana por ti. Se
detuvo el ascensor y salieron al descansillo, Quiere que le ayude a abrir la
puerta, Gracias, creo que podré hacerlo yo solo. Sacó del bolsillo unas llaves,
las tanteó, una por una, pasando la mano por los dientes de sierra, dijo, Ésta
debe de ser, y, palpando la cerradura con la punta de los dedos de la mano
izquierda intentó abrir la puerta, No es ésta, Déjeme a mí, a ver, yo le
ayudaré. A la tercera tentativa se abrió la puerta. Entonces el ciego preguntó
hacia dentro, Estás ahí. Nadie respondió, y él, Es lo que dije, no ha venido
aún. Con los brazos hacia delante, tanteando, pasó hacia el corredor, luego se
volvió cautelosamente, orientando la cara en la dirección en que pensaba que estaría
el otro, Cómo podré agradecérselo, dijo, Me he limitado a hacer lo que era mi
deber, se justificó el buen samaritano, no tiene que agradecerme nada, y
añadió, Quiere que le ayude a sentarse, que le haga compañía hasta que llegue
su mujer. Tanto celo le pareció de repente sospechoso al ciego, evidentemente,
no iba a meter en casa a un desconocido que, en definitiva, bien podría estar
tramando en aquel mismo momento cómo iba a reducirlo, atarlo y amordazarlo, a
él, un pobre ciego indefenso, para luego arramblar con todo lo que encontrara
de valor. No es necesario, dijo, no se moleste, ya me las arreglaré, y mientras
hablaba, iba cerrando la puerta lentamente, No es necesario, no es necesario.
Suspiró
aliviado al oír el ruido del ascensor bajando. Con un gesto maquinal, sin
recordar el estado en que se hallaba, abrió la mirilla de la puerta y observó
hacia el exterior. Al otro lado era como si hubiera un muro blanco. Sentía el
contacto del aro metálico en el arco superciliar, rozaba con las pestañas la
minúscula lente, pero no podía ver nada, la blancura insondable lo cubría todo.
Sabía que estaba en su casa, la reconocía por el olor, por la atmósfera, por el
silencio, distinguía los muebles y los objetos sólo con tocarlos, les pasaba
los dedos por encima, levemente, pero era como si todo estuviera diluyéndose en
una especie de extraña dimensión, sin direcciones ni referencias, sin norte ni
sur, sin bajo ni alto. Como probablemente ha hecho todo el mundo, había jugado
en algunas ocasiones, en la adolescencia, al juego de Y si fuese ciego, y al
cabo de cinco minutos con los ojos cerrados había llegado a la conclusión de
que la ceguera, sin duda una terrible desgracia, podría ser relativamente
soportable si la víctima conservara un recuerdo suficiente, no sólo de los
colores, sino también de las formas y de los planos, de las superficies y de
los contornos, suponiendo, claro está, que aquella ceguera no fuese de
nacimiento. Había llegado incluso a pensar que la oscuridad en que los ciegos
vivían no era, en definitiva, más que la simple ausencia de luz, que lo que
llamamos ceguera es algo que se limita a cubrir la apariencia de los seres y de
las cosas, dejándolos intactos tras un velo negro. Ahora, al contrario, se
encontraba sumergido en una albura tan luminosa, tan total, que devoraba no
sólo los colores, sino las propias cosas y los seres, haciéndolos así
doblemente invisibles.
Al
moverse en dirección a la sala de estar, y pese a la prudente lentitud con que
avanzaba, deslizando la mano vacilante a lo largo de la pared, tiró al suelo un
jarrón de flores con el que no contaba. Lo había olvidado, o quizá lo hubiera
dejado allí la mujer cuando salió para el trabajo, con intención de colocarlo
luego en el sitio adecuado. Se inclinó para evaluar la magnitud del desastre.
El agua corría por el suelo encerado. Quiso recoger las flores, pero no pensó
en los vidrios rotos, una lasca larga, finísima, se le clavó en un dedo, y él
volvió a gemir de dolor, de abandono, como un chiquillo, ciego de blancura en
medio de una casa que, al caer la tarde, empezaba a cubrirse de oscuridad. Sin
dejar las flores, notando que por su mano corría la sangre, se inclinó para
sacar el pañuelo del bolsillo y envolver el dedo como pudiese. Luego, palpando,
tropezando, bordeando los muebles, pisando cautelosamente para no trastabillar
con las alfombras, llegó hasta el sofá donde él y su mujer veían la televisión.
Se sentó, dejó las flores en el regazo y, con mucho cuidado, desenrolló el
pañuelo. La sangre, pegajosa al tacto, le inquietó, pensó que sería porque no
podía verla, su sangre era ahora una viscosidad sin color, algo en cierto modo
ajeno a él y que, pese a todo, le pertenecía, pero como una amenaza contra sí
mismo. Despacio, palpando levemente con la mano buena, buscó la fina esquirla
de vidrio, aguda como una minúscula espada, y, haciendo pinza con las uñas del
pulgar y del índice, consiguió extraerla entera. Envolvió de nuevo el dedo
herido en el pañuelo, lo apretó para restañar la sangre, y, rendido, agotado,
se reclinó en el sofá. Un minuto después, por una de esas extrañas dimisiones
del cuerpo, que escoge, para renunciar, ciertos momentos de angustia o de
desesperación, cuando, si se gobernase exclusivamente por la lógica, todo él
debería estar en vela y tenso, le entró una especie de sopor, más somnolencia
que sueño auténtico, pero tan pesado como él. Inmediatamente soñó que estaba
jugando al juego de Y si fuese ciego, soñaba que cerraba y abría los ojos
muchas veces, y que, cada vez, como si estuviera regresando de un viaje, lo
estaban esperando, firmes e inalteradas, todas las formas y los colores, el
mundo tal como lo conocía. Por debajo de esta certidumbre tranquilizadora
percibía, no obstante, la agitación sorda de una duda, tal vez se tratase de un
sueño engañador, un sueño del que forzosamente despertaría más pronto o más
tarde, sin saber, en aquel momento, qué realidad le estaría aguardando.
Después, si tal palabra tiene algún sentido aplicada a una quiebra que sólo
duró unos instantes, y ya en el estado de media vigilia que va preparando el
despertar, pensó seriamente que no está bien mantenerse en una indecisión
semejante, me despierto, no me despierto, me despierto, no me despierto,
siempre llega un momento en que no hay más remedio que arriesgarse, Qué hago
aquí, con estas flores sobre las piernas y los ojos cerrados, que parece que
tengo miedo de abrirlos, Qué haces tú ahí, durmiendo, con esas flores sobre las
piernas, le preguntaba la mujer.
No
había esperado la respuesta. Ostentosamente empezó a recoger los restos del
jarrón y a secar el suelo, mientras rezongaba algo, con una irritación que no
intentaba siquiera disimular, Bien podrías haberlo hecho tú en vez de tumbarte
a la bartola, como si la cosa no fuera contigo. Él no dijo nada, protegía los
ojos tras los párpados apretados, súbitamente agitado por un pensamiento, Y si
abro los ojos y veo, se preguntaba, dominado todo él por una ansiosa esperanza.
La mujer se acercó, vio el pañuelo manchado de sangre, su irritación cedió en
un instante, Pobre, qué te ha pasado, preguntaba compadecida mientras desataba
el vendaje. Entonces él, con todas sus fuerzas, deseó ver a su mujer
arrodillada a sus pies, allí, como sabía que estaba, y después, ya seguro de
que no iba a verla, abrió los ojos, Vaya, has despertado al fin, dormilonazo,
dijo ella sonriendo. Se hizo un silencio, y él dijo, Estoy ciego, no te veo. La
mujer se enfadó, Déjate de bromas estúpidas, hay cosas con las que no se debe
bromear, Ojalá fuese una broma, la verdad es que estoy realmente ciego, no veo
nada, Por favor, no me asustes, mírame, estoy aquí, la luz está encendida, Sé
que estás ahí, te oigo, te toco, supongo que has encendido la luz, pero estoy
ciego. Ella rompió a llorar, se agarró a él, No es verdad, dime que no es
verdad. Las flores se habían deslizado hasta el suelo, sobre el pañuelo
manchado, la sangre volvía a gotear del dedo herido, y él, como si con otras
palabras quisiera decir Del mal el menos, murmuró, Lo veo todo blanco, y luego
sonrió tristemente. La mujer se sentó a su lado, lo abrazó mucho, lo besó con
cuidado en la frente, en la cara, suavemente en los ojos, Verás, eso pasará, no
estabas enfermo, nadie se queda ciego así, de un momento para otro, Tal vez,
Cuéntame cómo ocurrió todo, qué sentiste, cuándo, dónde, no, aún no, espera, lo
primero que hay que hacer es llamar al médico, a un oculista, conoces alguno,
No, ni tú ni yo llevamos gafas, Y si te llevase al hospital, Para ojos que no
ven, seguro que no hay servicios de urgencia, Tienes razón, lo mejor es que
vayamos directamente a un médico, voy a buscar uno en el listín, uno que tenga
consulta por aquí. Se levantó, y preguntó aún, Notas alguna diferencia,
Ninguna, dijo él, Atención, voy a apagar la luz, ya me dirás, ahora, Nada, Nada
qué, Nada, sigo viendo todo igual, blanco todo, para mí es como si no existiera
la noche.
Él oía
a la mujer pasando rápidamente las hojas de la guía telefónica, sorbiéndose el
llanto, suspirando, diciendo al fin, Ése nos irá bien, ojalá nos pueda atender.
Marcó un número, preguntó si era el consultorio, si estaba el doctor, si podía
hablar con él, No, no, el doctor no me conoce, es un caso muy urgente, sí, por
favor, comprendo, entonces se lo diré a usted pero le ruego que avise
inmediatamente al doctor, es que mi marido se ha quedado ciego, de repente, sí,
sí, tal como se lo digo, de repente, no, no es enfermo del doctor, mi marido no
lleva gafas, nunca las llevó, sí, tenía una vista excelente, como yo, yo
también veo bien, ah, muchas gracias, esperaré, esperaré, sí, doctor, sí, de
repente, dice que lo ve todo blanco, no sé cómo fue, ni tiempo he tenido de
preguntárselo, acabo de llegar a casa y lo encuentro así, quiere que le pregunte,
ah, cuánto se lo agradezco, doctor, vamos inmediatamente, inmediatamente. El
ciego se levantó, Espera, dijo la mujer, déjame que te cure primero ese dedo, desapareció
por un momento, volvió con un frasco de agua oxigenada, otro de mercurocromo,
algodón y una caja de tiritas. Mientras le curaba el dedo, le preguntó, Dónde
has dejado el coche, y, súbitamente, Pero tú así como estás no podías conducir,
o ya estabas en casa cuando, No, fue en la calle, cuando estaba parado en un
semáforo, alguien me hizo el favor de traerme, el coche se quedó ahí, en la
calle de al lado, Bueno, entonces bajaremos, me esperas en la puerta y yo voy a
buscarlo, dónde has dejado las llaves, No lo sé, él no me las devolvió, Él,
quién, El hombre que me trajo a casa, fue un hombre, Las habrá dejado por ahí,
voy a ver, No vale la pena que las busques, el hombre no entró, Pero las llaves
han de estar en algún sitio, Seguro que se olvidó de dármelas, las metió en su
bolsillo y se las llevó, Lo que faltaba, Coge las tuyas, luego veremos, Bien,
vamos, dame la mano. El ciego dijo, Si voy a quedarme así para siempre, me
mato, Por favor, no digas disparates, para desgracia basta ya con lo que nos ha
ocurrido, Soy yo quien está ciego, no tú, tú no puedes saber lo que es esto, El
médico te curará, ya verás, Ya veré.
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