1
En el siglo XVIII vivió en
Francia uno de los hombres más geniales y abominables de una época en que no
escasearon los hombres abominables y geniales. Aquí relataremos su historia. Se
llamaba Jean-Baptiste Grenouille y si su nombre, a diferencia del de otros
monstruos geniales como De Sade, Saint-Just, Fouché, Napoleón etcétera, ha
caído en el olvido, no se debe en modo alguno a que Grenouille fuera a la zaga
de estos hombres célebres y tenebrosos en altanería, desprecio por sus
semejantes, inmoralidad, en una palabra impiedad, sino a que su genio y su
única ambición se limitaban a un terreno que no deja huellas en la historia: al
efímero mundo de los olores.
En la época que nos ocupa reinaba
en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles
apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de
las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata; las cocinas, a
col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo
enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al
penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre; las
curtidurías, a lejías cáusticas; los mataderos, a sangre coagulada. Hombres y
mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes
infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran
jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos: Apestaban los ríos,
apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual
bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo; el
oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y,
si, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra
vieja, tanto en verano como en invierno, porque en el siglo XVIII aún no se
había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no
había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación
de vida incipiente o en decadencia que no fuera acompañada de algún hedor.
Y, como es natural, el hedor
alcanzaba sus máximas proporciones en París, porque París era la mayor ciudad
de Francia. Y dentro de París había un lugar donde el hedor se convertía en
infernal, entre la Rue aux Fers y la Rue de la Ferronnerie, o sea, el Cimetiére
des Innocents. Durante ochocientos años se había llevado allí a los muertos del
hospital Hótel-Dieu y de las parroquias vecinas; durante ochocientos años,
carretas con docenas de cadáveres habían vaciado su carga día tras día en
largas fosas y durante ochocientos años se habían ido acumulando los huesos en
osarios y sepulturas. Hasta que llegó un día, en vísperas de la Revolución francesa,
cuando algunas fosas rebosantes de cadáveres se hundieron y el olor pútrido del
atestado cementerio incitó a los habitantes no sólo a protestar, sino a
organizar verdaderos tumultos, en que fue por fin cerrado y abandonado después
de amontonar los millones de esqueletos y calaveras en las catacumbas de Montmartre.
Una vez hecho esto en el lugar del antiguo cementerio se erigió un mercado de
víveres.
Fue aquí en el lugar más
maloliente de todo el reino, donde nació el 17 de julio de 1738 Jean-Baptiste Grenouille.
Era uno de los días más calurosos del año el calor se abatía como plomo
derretido sobre el cementerio y se extendía hacia las calles adyacentes como un
vaho putrefacto que olía a una mezcla de melones podridos y cuerno quemado. Cuando
se iniciaron los dolores del parto, la madre de Grenouille se encontraba en un
puesto de pescado de la Rue aux Fers escamando albures que había destripado
previamente. Los pescados, seguramente sacados del Sena aquella misma mañana,
apestaban ya hasta el punto de superar el hedor de los cadáveres. Sin embargo,
la madre de Grenouille no percibía el olor a pescado podrido o a cadáver porque
su sentido del olfato estaba totalmente embotado y además le dolía todo el cuerpo
y el dolor disminuía su sensibilidad a cualquier percepción sensorial externa.
Sólo quería que los dolores cesaran, acabar lo más rápidamente posible con el
repugnante parto. Era el quinto. Todos los había tenido en el puesto de pescado
y las cinco criaturas habían nacido muertas o medio muertas, porque su carne
sanguinolenta se distinguía apenas de las tripas de pescado que cubrían el
suelo y no sobrevivían mucho rato entre ellas y por la noche todo era recogido
con una pala y llevado en carreta al cementerio o al río. Lo mismo ocurriría
hoy y la madre de Grenouille, que aún era una mujer joven, de unos veinticinco
años, muy bonita y que todavía conservaba casi todos los dientes y algo de
cabello en la cabeza y, aparte de la gota y la sífilis y una tisis incipiente,
no padecía ninguna enfermedad grave, que aún esperaba vivir mucho tiempo, quizá
cinco o diez años más y tal vez incluso casarse y tener hijos de verdad como la
esposa respetable de un artesano viudo, por ejemplo… la madre de Grenouille deseaba que todo pasara
cuanto antes. Y cuando empezaron los dolores de parto se acurrucó bajo el
mostrador y parió allí, como hiciera ya cinco veces, y cortó con el cuchillo el
cordón umbilical del recién nacido. En aquel momento, sin embargo, a causa del
calor y el hedor, que ella no percibía como tales, sino como algo insoportable
y enervante -como un campo de lirios o un reducido aposento demasiado lleno de
narcisos-, cayó desvanecida debajo de la mesa y fue rodando hasta el centro del
arroyo, donde quedó inmóvil, con el cuchillo en la mano.
Gritos corridas la multitud se
agolpa a su alrededor avisan a la policía. La mujer sigue en el suelo con el
cuchillo en la mano poco a poco recobra el conocimiento
¿Qué le ha sucedido nada?
- Nada
¿Qué hace con el cuchillo?
- Nada.
¿De dónde procede la sangre de sus refajos?
- De los pescados.
Se levanta tira el cuchillo y se aleja para lavarse.
Entonces de modo inesperado, la
criatura que yace bajo la mesa empieza a gritar. Todos se vuelven, descubren al
recién nacido entre un enjambre de moscas, tripas y cabezas de pescado y lo
levantan. Las autoridades lo entregan a una nodriza de oficio y apresan a la
madre. Y como ésta confiesa sin ambages que lo habría dejado morir, como por
otra parte ya hiciera con otros cuatro, la procesan, la condenan por
infanticidio múltiple y dos semanas más tarde la decapitan en la Place de Gréve.
En aquellos momentos el niño ya
había cambiado tres veces de nodriza. Ninguna quería conservarlo más de dos
días. Según decían, era demasiado voraz, mamaba por dos, robando así la leche a
otros lactantes y el sustento a las nodrizas, ya que alimentar a un lactante
único no era rentable. El oficial de policía competente, un tal La Fosse, se
cansó pronto del asunto y decidió enviar al niño a la central de expósitos y
huérfanos de la lejana Rue Saint-Antoine, desde donde el transporte era
efectuado por mozos mediante canastas de rafia en las que por motivos
racionales hacinaban hasta cuatro lactantes, y como la tasa de mortalidad en el
camino era extraordinariamente elevada, por lo que se ordenó a los mozos que
sólo se llevaran a los lactantes bautizados y entre éstos, únicamente a
aquéllos provistos del correspondiente permiso de transporte, que debía
estampillarse en Ruán y como el niño Grenouille no estaba bautizado ni poseía
tampoco un nombre que pudiera escribirse en la autorización, y como, por
añadidura, no era competencia de la policía poner en las puertas de la inclusa
a una criatura anónima sin el cumplimiento de las debidas formalidades… por una
serie de dificultades de índole burocrático y administrativo que parecían
concurrir en el caso de aquel niño determinado y porque, por otra parte, el
tiempo apremiaba, el oficial de policía La Fosse se retractó de su decisión
inicial y ordenó entregar al niño a una institución religiosa, previa exigencia
de un recibo, para que allí lo bautizaran y decidieran sobre su destino
ulterior. Se deshicieron de él en el
convento de Saint-Merri de la Rue Saint-Martin, donde recibió en el bautismo el
nombre de Jean-Baptiste. Y como el prior estaba aquellos días de muy buen humor
y sus fondos para beneficencia aún no se habían agotado, en vez de enviar al
niño a Ruán, decidió criarlo a expensas del convento y con este fin lo hizo
entregar a una nodriza llamada Jeanne Bussie, que vivía en la Rue Saint-Denis y
a la cual se acordó pagar tres francos semanales por sus cuidados.
2
Varias semanas después, la
nodriza Jeanne Bussie se presentó ante la puerta del convento de Saint-Merri
con una cesta en la mano y dijo al padre Terrier; un monje calvo de unos
cincuenta años, que olía ligeramente a vinagre: “¡Ahí lo tiene!” y depositó la
cesta en el umbral.
- ¿Qué es esto? -preguntó Terrier, inclinándose sobre la cesta
y olfateando, pues presentía algo comestible.
- ¡El bastardo de la infanticida
de la Rue aux Fers! El padre metió un dedo en la cesta y descubrió el rostro
del niño dormido.
- Tiene buen aspecto. Sonrosado y
bien nutrido.
- Porque se ha atiborrado de mi
leche, porque me ha chupado hasta los huesos. Pero esto se acabó. Ahora ya
podéis alimentarlo vosotros con leche de cabra, con papilla y con zumo de
remolacha. Lo devora todo, el bastardo.
El padre Terrier era un hombre
comodón. Tenía a su cargo la administración de los fondos destinados a
beneficencia, la repartición del dinero entre los pobres y necesitados, y
esperaba que se le dieran las gracias por ello y no se le importunara con nada
más. Los detalles técnicos le disgustaban mucho porque siempre significaban
dificultades y las dificultades significaban una perturbación de su
tranquilidad de ánimo que no estaba dispuesto a permitir. Se arrepintió de
haber abierto el portal y deseó que aquella persona cogiera la cesta, se
marchara a su casa y le dejara en paz con sus problemas acerca del lactante. Se
enderezó con lentitud y al respirar olió el aroma de leche y queso de oveja que
emanaba de la nodriza. Era un aroma agradable.
- No comprendo qué quieres. En
verdad, no comprendo a dónde quieres ir a parar. Sólo sé que a este niño no le
perjudicaría en absoluto que le dieras el pecho todavía un buen tiempo.
- A él no -replicó la nodriza-,
sólo a mí. He adelgazado casi cinco kilos, a pesar de que he comido para tres. ¿Y por cuánto? ¿Por tres francos semanales?
- Ah ya lo entiendo -dijo Terrier,
casi con alivio-, ahora lo veo claro. Se trata otra vez de dinero.
- ¡No! -exclamó la nodriza.
- ¡Claro que sí! Siempre se trata
de dinero. Cuando alguien llama a esta puerta, se trata de dinero. Me gustaría
abrirla una sola vez a una persona que viniera por otro motivo. Para traernos
un pequeño obsequio, por ejemplo, un poco de fruta o un par de nueces. En otoño
hay muchas cosas que nos podrían traer. Flores, quizá. O solamente que alguien
viniera a decir en tono amistoso “Dios sea con vos, padre Terrier, ¡os deseo
muy buenos días!” Pero esto no me ocurrirá nunca. Cuando no es un mendigo, es
un vendedor, y cuando no es un vendedor, es un artesano, y quien no quiere
limosna, presenta una cuenta. Ya no puedo salir a la calle. Cada vez que salgo,
¡no doy ni tres pasos sin verme rodeado de individuos que me piden dinero!
- Yo, no -insistió la nodriza.
- Pero te diré una cosa: no eres
la única nodriza de la diócesis. Hay centenares de amas de cría de primera
clase que competirán entre sí por dar el pecho o criar con papillas, zumos u
otros alimentos a este niño encantador por tres francos a la semana…
- ¡Entonces, dádselo a una de
ellas!
- … Pero por otra parte, tanto
cambio no es bueno para un niño. Quién sabe si otra leche le sentaría tan bien
como la tuya. Ten en cuenta que está acostumbrado al aroma de tu pecho y al
latido de tu corazón.
Y aspiró de nuevo profundamente
la cálida fragancia emanada por la nodriza, añadiendo, cuando se dio cuenta de
que sus palabras no habían causado ninguna impresión.
- ¡L
- ¡Llévate al niño a tu casa! Hablaré
del asunto con el prior y le propondré que en lo sucesivo te dé cuatro francos
semanales.
- No -rechazó la nodriza.
- Está bien. !Cinco!
- No.
- ¿Cuánto pides, entonces? -gritó Terrier-. ¡Cinco
francos son un montón de dinero por el insignificante trabajo de alimentar a un
niño pequeño!
- No pido dinero -respondió la
nodriza-; sólo quiero sacar de mi casa este bastardo.
- Pero ¿por qué, buena mujer?
-preguntó Terrier, volviendo a meter el
dedo en la cesta-. Es un niño precioso tiene buen color no grita, duerme bien y
está bautizado.
- Está poseído por el demonio.
Terrier sacó la mano de la cesta
a toda prisa.
- ¡Imposible! Es absolutamente
imposible que un niño de pecho esté poseído por el demonio. Un niño de pecho no
es un ser humano, sólo un proyecto y aún no tiene el alma formada del todo. Por
consiguiente, carece de interés para el demonio. ¿Acaso habla ya? ¿Tiene
convulsiones? ¿Mueve las cosas de la habitación? ¿Despide mal olor?
- No huele a nada en absoluto -contestó la nodriza.
- ¿Lo ves? Esto es una señal inequívoca. Si
estuviera poseído por el demonio, apestaría.
Y con objeto de tranquilizar a la
nodriza y poner a prueba el propio valor, Terrier levantó la cesta y la sostuvo
bajo su nariz.
- No huelo a nada extraño –dijo,
después de olfatear un momento-, a nada fuera de lo común. Sólo el pañal parece
despedir algo de olor. -Y acercó la cesta a la nariz de la mujer para que
confirmara su impresión.
- No me refiero a eso -dijo la
nodriza en tono desabrido apartando la cesta-. No me refiero al contenido del
pañal. Sus excrementos huelen. Es él, el propio bastardo, el que no huele a
nada.
- Porque está sano -gritó Terrier-,
porque está sano, ¡por esto no huele! Es de sobra conocido que sólo huelen los
niños enfermos. Todo el mundo sabe que un niño atacado por las viruelas huele a
estiércol de caballo, y el que tiene escarlatina, a manzanas pasadas, y el tísico,
a cebolla. Está sano, no le ocurre nada más. ¿Acaso tiene que apestar ¿apestan
acaso tus propios hijos?
- No -respondió la nodriza-. Mis
hijos huelen como deben oler los seres humanos.
Terrier dejó cuidadosamente la
cesta en el suelo porque sentía brotar en su interior las primeras oleadas de
ira ante la terquedad de la mujer. No podía descartar que en el curso de la
disputa acabara necesitando las dos manos para gesticular mejor y no quería que
el niño resultara lastimado. Ante todo, sin embargo, enlazó las manos a la
espalda, tendió hacia la nodriza su prominente barriga y preguntó con severidad.
- ¿Acaso pretendes saber cómo debe oler un ser
humano que en todo caso te lo recuerdo, puesto que está bautizado, también es
hijo de Dios?
- Sí -afirmó el ama de cría.
- ¿Y afirmas además que, si no huele como tú
crees que debe oler… ¡tú la nodriza Jeanne Bussie de la Rue Saint-Denis!, es
una criatura del demonio?
- Adelantó la mano izquierda y la
sostuvo, amenazadora, con el índice doblado como un signo de interrogación ante
la cara de la mujer, que adoptó un gesto reflexivo. No le gustaba que la
conversación se convirtiera de repente en un interrogatorio teológico en el que
ella llevaría las de perder.
- Yo no he dicho tal cosa –eludió-.
Si la cuestión tiene o no algo que ver con el demonio sois vos quien debe
decidirlo, padre Terrier, no es asunto de mi incumbencia. Yo sólo sé una cosa:
que este niño me horroriza porque no huele como deben oler los lactantes.
- ¡Ajá! -exclamó Terrier,
satisfecho, dejando caer la mano-. Así que te retractas de lo del demonio. Bien.
Pero ahora ten la bondad de decirme: ¿cómo huele un lactante cuando huele como
tú crees que debe oler? Vamos, dímelo.
- Huele bien -contestó la nodriza.
- ¿Qué significa bien? -vociferó Terrier-.
Hay muchas cosas que huelen bien. Un ramito de espliego huele bien. El caldo de
carne huele bien. Los jardines de Arabia huelen bien. Yo quiero saber cómo
huele un niño de pecho.
La nodriza titubeó. Sabía muy
bien cómo olían los niños de pecho, lo sabía con gran precisión, no en balde
había alimentado, cuidado, mecido y besado a docenas de ellos… Era capaz de
encontrarlos de noche por el olor, ahora mismo tenía el olor de los lactantes
en la nariz, pero todavía no lo había descrito nunca con palabras.
- ¿Y bien -apremió Terrier, haciendo castañetear las uñas.
- Pues… -empezó la nodriza- no es fácil de decir
porque… porque no huelen igual por todas
partes, aunque todas huelen bien. Veréis, padre, los pies, por ejemplo, huelen
como una piedra lisa y caliente… no, más
bien como el requesón… o como la
mantequilla… eso es, huelen a
mantequilla fresca. Y el cuerpo huele como… una galleta mojada en leche. Y la cabeza, en
la parte de arriba, en la coronilla, donde el pelo forma un remolino, ¿veis
padre?, aquí, donde vos ya no tenéis nada… -y tocó la calva de Terrier, quien había
enmudecido ante aquel torrente de necios detalles e inclinado, obediente, la
cabeza-, aquí, precisamente aquí es donde huelen mejor. Se parece al olor del
caramelo, !no podéis imaginar, padre, lo dulce y maravilloso que es! Una vez se
les ha olido aquí, se les quiere tanto si son propios como ajenos. Y así, y no
de otra manera, deben oler los niños de pecho. Cuando no huelen así. Cuando
aquí arriba no huelen a nada, ni siquiera a aire frío, como este bastardo,
entonces… Podéis llamarlo como queráis, padre, pero yo -y cruzó con decisión
los brazos sobre el pecho, lanzando una mirada de asco a la cesta, como si
contuviera sapos-, yo Jeanne Bussie, no me vuelvo con esto a casa!
El padre Terrier levantó con
lentitud la cabeza inclinada, se pasó dos veces un dedo por la calva, como si
quisiera peinársela, deslizó como por casualidad el dedo hasta la punta de la
nariz y olfateó, pensativo.
- ¿A caramelo…? –preguntó,
intentando encontrar de nuevo el tono severo- ¡Caramelo! ¿Qué sabes tú de
caramelo? ¿Lo has probado alguna vez?
- No directamente -respondió la
nodriza-, pero una vez estuve en un gran hotel de la Rue Saint-Honoré y vi cómo
lo hacían con azúcar fundido y crema. Olía tan bien, que nunca más lo he
olvidado.
- Está bien ya basta -dijo Terrier,
apartando el dedo de la nariz-. ¡Ahora te ruego que calles! Es muy fatigoso
para mí continuar hablando contigo a este nivel. Colijo que te niegas, por los
motivos que sean, a seguir alimentando al lactante que te había sido confiado, Jean-Baptiste
Grenouille, y que lo pones de nuevo bajo la tutela del convento de Saint-Merri.
Lo encuentro muy triste, pero no puedo evitarlo. Estás despedida.
Cogió la cesta respiró una vez
más la cálida fragancia de la lana impregnada de leche, que ya se dispersaba, y
cerró la puerta con cerrojo, tras lo cual se dirigió a su despacho.
No hay comentarios:
Publicar un comentario