Animula
vagula, blandula,
Hospes
comesque corporis,
Quae
nunc abibis in loca
Pallidula,
rigida, nudula,
Nec,
ut solis, dabis iocos...
P. AELIUS HADRIANUS, Imp.
VARIUS MULTIPLEX MULTIFORMIS
Querido Marco:
He ido esta mañana a ver a mi
médico Hermógenes, que acaba de regresar a la Villa después de un largo viaje
por Asia. El examen debía hacerse en ayunas; habíamos convenido encontrarnos en
las primeras horas del día. Me tendí sobre un lecho luego de despojarme del
manto y la túnica. Te evito detalles que te resultarían tan desagradables como
a mí mismo, y la descripción del cuerpo de un hombre que envejece y se prepara
a morir de una hidropesía del corazón. Digamos solamente que tosí, respiré y
contuve el aliento conforme a las indicaciones de Hermógenes, alarmado a pesar
suyo por el rápido progreso de la enfermedad, y pronto a descargar el peso de
la culpa en el joven Iollas, que me atendió durante su ausencia. Es difícil
seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad
de hombre. El ojo de Hermógenes sólo veía en mí un saco de humores, una triste
amalgama de linfa y de sangre. Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo,
ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es
más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo. Haya paz... Amo
mi cuerpo; me ha servido bien, y de todos modos no le escatimo los cuidados
necesarios. Pero ya no cuento, como Hermógenes finge contar, con las virtudes
maravillosas de las plantas y el dosaje exacto de las sales minerales que ha
ido a buscar a Oriente. Este hombre, tan sutil sin embargo, abundó en vagas
fórmulas de aliento, demasiado triviales para engañar a nadie. Sabe muy bien
cuánto detesto esta clase de impostura, pero no en vano ha ejercido la medicina
durante más de treinta años. Perdono a este buen servidor su esfuerzo por
disimularme la muerte. Hermógenes es sabio, y tiene también la sabiduría de la
prudencia; su probidad excede con mucho a la de un vulgar médico de palacio.
Tendré la suerte de ser el mejor atendido de los enfermos. Pero nada puede
exceder de los límites prescritos; mis piernas hinchadas ya no me sostienen
durante las largas ceremonias romanas; me sofoco; y tengo sesenta años.
No te llames sin embargo a
engaño: aún no estoy tan débil como para ceder a las imaginaciones del miedo,
casi tan absurdas como las de la esperanza, y sin duda mucho más penosas. De
engañarme, preferiría el camino de la confianza; no perdería más por ello, y
sufriría menos. Este término tan próximo no es necesariamente inmediato;
todavía me recojo cada noche con la esperanza de llegar a la mañana. Dentro de
los límites infranqueables de que hablaba, puedo defender mi posición palmo a
palmo, y aun recobrar algunas pulgadas del terreno perdido. Pero de todos modos
he llegado a la edad en que la vida, para cualquier hombre, es una derrota
aceptada. Decir que mis días están contados no tiene sentido; así fue siempre;
así es para todos. Pero la incertidumbre del lugar, de la hora y del modo, que
nos impide distinguir con claridad ese fin hacia el cual avanzamos sin tregua,
disminuye para mí a medida que la enfermedad mortal progresa. Cualquiera puede
morir súbitamente, pero el enfermo sabe que dentro de diez años ya no vivirá.
Mi margen de duda no abarca los años sino los meses. Mis probabilidades de
acabar por obra de una puñalada en el corazón o una caída de caballo van
disminuyendo cada vez más; la peste parece improbable; se diría que la lepra o
el cáncer han quedado definitivamente atrás. Ya no corro el riesgo de caer en
las fronteras, golpeado por un hacha caledonia o atravesado por una flecha
parta; las tempestades no supieron aprovechar las ocasiones que se les
ofrecían, y el hechicero que me predijo que no moriría ahogado parece haber
tenido razón. Moriré en Tibur, en Roma, o a lo sumo en Nápoles, y una crisis de
asfixia se encargará de la tarea. ¿Cuál de ellas me arrastrará, la décima o la
centésima? Todo está en eso. Como el viajero que navega entre las islas del
Archipiélago ve alzarse al anochecer la bruma luminosa y descubre poco a poco
la línea de la costa, así empiezo a percibir el perfil de mi muerte.
Ciertas porciones de mi vida se
asemejan ya a las salas desmanteladas de un palacio demasiado vasto, que un
propietario venido a menos no alcanza a ocupar por entero. He renunciado a la
caza; si sólo estuviera yo para turbar su rumia y sus juegos, los cervatillos
de los montes de Etruria vivirían tranquilos. Siempre tuve con la Diana de los
bosques las relaciones mudables y apasionadas de un hombre con el ser amado;
adolescente, la caza del jabalí me ofreció las primeras posibilidades de
encuentro con el mando y el peligro; me entregaba a ellas con furor, y mis
excesos me valieron las reprimendas de Trajano. La encarna, en un claro de
bosque en España, fue mi primera experiencia de la muerte, del coraje, de la
piedad por las criaturas, y del trágico placer de verlas sufrir. Ya hombre, la
caza me sosegaba de tantas luchas secretas con adversarios demasiado sutiles o
torpes, demasiado débiles o fuertes para mí. El justo combate entre la
inteligencia humana y la sagacidad de las fieras parecía extrañamente leal
comparado con las emboscadas de los hombres. Siendo emperador, mis cacerías en
Toscana me sirvieron para juzgar el valor o las aptitudes de los altos
funcionarios; allí eliminé o elegí a más de un estadista. Después, en Bitinia y
en Capadocia, convertí las grandes batidas en pretexto para fiestas-triunfo
otoñal en los bosques del Asia. Pero el compañero de mis últimas cacerías murió
joven, y mi gusto por esos violentos placeres disminuyó mucho después de su
partida. Pero aun aquí, en Tibur, el súbito resoplar de un ciervo entre el
follaje basta para que se agite en mi un instinto más antiguo que todos los
demás, gracias al cual me siento tanto onza como emperador. ¿Quién sabe? Si he
ahorrado mucha sangre humana, quizá sea porque derramé la de tantas fieras, que
a veces, secretamente, prefería a los hombres. Sea como fuere, la imagen de las
fieras me persigue más y más, y tengo que hacer un esfuerzo para no abandonarme
a interminables relatos de montería que pondrían a prueba la paciencia de mis
invitados durante la velada. En verdad el recuerdo del día de mi adopción tiene
su encanto, pero el de los leones cazados en Mauritania no está mal tampoco.
La renuncia a montar a caballo es
un sacrificio aún más penoso: una fiera no pasa de ser un adversario, pero el
caballo era un amigo. Si hubiera podido elegir mi condición, habría elegido la
de centauro. Las relaciones entre Borístenes y yo eran de una precisión
matemática: me obedecía como a su cerebro, no como a su amo. ¿Habré logrado
jamás que un hombre hiciera lo mismo? Una autoridad tan absoluta comporta, como
cualquier otra, los riesgos del error para aquel que la ejerce, pero el placer
de intentar lo imposible en el salto de obstáculos era demasiado grande para
lamentar una clavícula fracturada o una costilla rota. Mi caballo reemplazaba
las mil nociones vinculadas al título, la función y el nombre, que complican la
amistad humana, por el único conocimiento de mi peso exacto de hombre.
Participaba de mis impulsos; sabía exactamente, y quizá mejor que yo, el punto
donde mi voluntad se divorciaba de mi fuerza. Pero ya no inflijo al sucesor de
Borístenes la carga de un enfermo de músculos laxos, demasiado débil para
montar por sus propios medios. Celer, mi ayuda de campo, lo adiestra en este
momento en el camino de Preneste; todas mis antiguas experiencias con la
velocidad me permiten compartir el placer del jinete y el de la cabalgadura,
valorar las sensaciones del hombre a galope tendido en un día de sol y de
viento. Cuando Celer desmonta, siento que vuelvo a tomar contacto con el suelo.
Lo mismo ocurre con la natación; he renunciado a ella, pero participo todavía
de la delicia del nadador acariciado por el agua. La carrera, aun la más breve,
me sería hoy tan imposible como a una estatua, a un César de piedra, pero
recuerdo mis carreras de niño en las resecas colinas españolas, el juego que se
juega con uno mismo y en el cual se llega al límite del agotamiento, seguro de
que el perfecto corazón y los intactos pulmones restablecerán el equilibrio; de
cualquier atleta que se adiestra para la carrera del estadio, alcanzo una
comprensión que la inteligencia sola no me daría. Así, de cada arte practicado
en su tiempo, extraigo un conocimiento que me resarce en parte de los placeres
perdidos. Creí, y en mis buenos momentos lo creo todavía, que es posible
compartir de esa suerte la existencia de todos, y que esa simpatía es una de
las formas menos revocables de la inmortalidad. Hubo momentos en que esta
comprensión trató de trascender lo humano, y fue del nadador a la ola. Pero en
este punto me faltan ya seguridades, y entro en el dominio de las metamorfosis
del sueño.
Comer demasiado es un vicio
romano, pero yo fui sobrio con voluptuosidad. Hermógenes no se ha visto
precisado a alterar mi régimen, salvo quizá esa impaciencia que me llevaba a
devorar lo primero que me ofrecían, en cualquier parte y a cualquier hora, como
para satisfacer de golpe las exigencias del hambre. De más está decir que un
hombre rico, que sólo ha conocido las privaciones voluntarias o las ha
experimentado a título provisional, como un incidente más o menos excitante de
la guerra o del viaje, sería harto torpe si se jactara de no haberse saciado.
Atracarse los días de fiesta ha sido siempre la ambición, la alegría y el
orgullo naturales de los pobres. Amaba yo el aroma de las carnes asadas y el
ruido de las marmitas en las festividades del ejército, y que los banquetes del
campamento (o lo que en el campamento valía por un banquete) fuesen lo que
deberían ser siempre: un alegre y grosero contrapeso a las privaciones de los
días hábiles. En la época de las saturnales, toleraba el olor a fritura de las
plazas públicas. Pero los festines de Roma me llenaban de tal repugnancia y
hastío que alguna vez, cuando me creí próximo a la muerte durante un
reconocimiento o una expedición militar, me dije para reconfortarme que por lo
menos no tuviera que volver a participar de una comida. No me infieras la
ofensa de tomarme por un vulgar renunciador; una operación que tiene lugar dos
o tres veces por día, y cuya finalidad es alimentar la vida, merece seguramente
todos nuestros cuidados. Comer un fruto significa hacer entrar en nuestro Ser un
hermoso objeto viviente, extraño, nutrido y favorecido como nosotros por la
tierra; significa consumar un sacrificio en el cual optamos por nosotros frente
a las cosas. Jamás mordí la miga de pan de los cuarteles sin maravillarme de
que ese amasijo pesado y grosero pudiera transformarse en sangre, en calor,
acaso en valentía. ¡Ah! ¿Por qué mi espíritu, aun en sus mejores días, sólo
posee una parte de los poderes asimiladores de un cuerpo?.
En Roma, durante las
interminables comidas oficiales, se me ocurrió pensar en los orígenes
relativamente recientes de nuestro lujo, en este pueblo de granjeros
parsimoniosos y soldados frugales, alimentados a ajo y a cebada, repentinamente
precipitados por la conquista en las cocinas asiáticas y hartándose de
alimentos complicados con torpeza de campesinos hambrientos. Nuestros romanos
se atiborran de pájaros, se inundan de salsas y se envenenan con especias. Un
Apicio está orgulloso de la sucesión de las entradas, de la serie de platos
agrios o dulces, pesados o ligeros, que componen la bella ordenación de sus
banquetes; vaya y pase, todavía, si cada uno de ellos fuera servido aparte,
asimilado en ayunas, doctamente saboreado por un gastrónomo de papilas
intactas. Presentados al mismo tiempo, en una mezcla trivial y cotidiana, crean
en el paladar y el estómago del hombre que los come una detestable confusión en
donde los olores, los sabores y las sustancias pierden su valor propio y su
deliciosa identidad. El pobre Lucio se divertía antaño en confeccionarme platos
raros; sus patés de faisán, con su sabia dosis de jamón y especias, daban
pruebas de un arte tan exacto como el del músico o el del pintor; yo añoraba
sin embargo la carne pura de la hermosa ave. Grecia sabía más de estas cosas;
su vino resinoso, su pan salpicado de sésamo, sus pescados cocidos en las
parrillas al borde del mar, ennegrecidos aquí y allá por el fuego y sazonados
por el crujir de un grano de arena, contentaban el apetito sin rodear con
demasiadas complicaciones el más simple de nuestros goces. En algún tabuco de
Egina o de Falera he saboreado alimentos tan frescos que seguían siendo
divinamente limpios a pesar de los sucios dedos del mozo de taberna, tan
módicos pero tan suficientes que parecían contener, en la forma más resumida
posible, una esencia de inmortalidad. También la carne asada por la noche,
después de la caza, tenía esa calidad casi sacramental que nos devolvía más
allá, a los salvajes orígenes de las razas. El vino nos inicia en los misterios
volcánicos del suelo, en las ocultas riquezas minerales; una copa de Samos
bebida a mediodía, a pleno sol, o bien absorbida una noche de invierno, en un
estado de fatiga que permite sentir en lo hondo del diafragma su cálido
vertimiento, su segura y ardiente dispersión en nuestras arterias, es una sensación
casi sagrada, a veces demasiado intensa para una cabeza humana; no he vuelto a
encontraría al salir de las bodegas numeradas de Roma, y la pedantería de los
grandes catadores de vinos me impacienta. Más piadosamente aún, el agua bebida
en el hueco de la mano, o de la misma fuente, hace fluir en nosotros la sal
secreta de la tierra y la lluvia del cielo. Pero aun el agua es una delicia que
un enfermo como yo sólo debe gustar con sobriedad. No importa; en la agonía,
mezclada con la amargura de las últimas pociones, me esforzaré por saborear su
fresca insipidez sobre mis labios.
Durante algún tiempo me abstuve
de comer carne en las escuelas de filosofía, donde es de uso ensayar de una vez
por todas cada método de conducta; más tarde, en Asia, vi a los gimnosofistas
indios apartar la mirada de los corderos humeantes y de los cuartos de gacela
servidos en la tienda de Osroes. Pero esta costumbre, que complace tu joven
austeridad, exige atenciones más complicadas que las de la misma gula; nos
aparta demasiado del común de los hombres en una función casi siempre pública,
presidida las más de las veces por el aparato o la amistad. Prefiero pasarme la
vida comiendo gansos cebados y pintadas, y no que mis convidados me acusen de
una ostentación de ascetismo. Bastante me ha costado —con ayuda de frutos secos
o del contenido de un vaso saboreado lentamente— disimular ante los comensales
que los aderezados manjares de mis cocineros estaban destinados a ellos más que
a mí, o que mi curiosidad por probarlos se agotaba antes que la suya. Un
príncipe carece en esto de la latitud que se ofrece al filósofo; no puede
permitirse diferir en demasiadas cosas a la vez, y bien saben los dioses que
mis diferencias eran ya demasiadas, aunque me jactase de que muchas permanecían
invisibles. En cuanto a los escrúpulos religiosos del gimnosofista, a su
repugnancia frente a las carnes sangrientas, me afectarían más si no se me
ocurriera preguntarme en qué difiere esencialmente el sufrimiento de la hierba
segada del de los carneros degollados, y si nuestro horror ante las bestias
asesinadas no se debe sobre todo a que nuestra sensibilidad pertenece al mismo
reino. Pero en ciertos momentos de la vida, por ejemplo en los períodos de
ayuno ritual, o en las iniciaciones religiosas, he apreciado las ventajas
espirituales —y también los peligros— de las diferentes formas de abstinencia,
y aun de la inanición voluntaria, de estos estados próximos al vértigo en que
el cuerpo, privado de lastre, entra en un mundo para el cual no ha sido hecho y
que prefigura las frías levedades de la muerte. En otros momentos esas
experiencias me permitieron jugar con la idea del suicidio progresivo, de la
muerte por inanición que escogieron ciertos filósofos, especie de incontinencia
a la inversa por la cual se llega al agotamiento de la sustancia humana. Pero
me hubiera disgustado adherirme por completo a un sistema; no quería que un
escrúpulo me privara del derecho de hartarme de embutidos, si por casualidad me
venían las ganas o si este alimento era el único accesible.
Los cínicos y los moralistas
están de acuerdo en incluir las voluptuosidades del amor entre los goces
llamados groseros, entre el placer de beber y el de comer, y a la vez, puesto
que están seguros de que podemos pasarnos sin ellas, las declaran menos
indispensables que aquellos goces. De un moralista espero cualquier cosa, pero
me asombra que un cínico pueda engañarse así. Pongamos que unos y otros temen a
sus demonios, ya sea porque luchan contra ellos o se abandonan, y que tratan de
rebajar su placer buscando privarlo de su fuerza casi terrible ante la cual
sucumben, y de su extraño misterio en el que se pierden. Creeré en esa
asimilación del amor a los goces puramente físicos (suponiendo que existan como
tales) el día en que haya visto a un gastrónomo llorar de deleite ante su plato
favorito, como un amante sobre un hombro juvenil. De todos nuestros juegos, es
el único que amenaza trastornar el alma, y el único donde el jugador se
abandona por fuerza al delirio del cuerpo. No es indispensable que el bebedor
abdique de su razón, pero el amante que conserva la suya no obedece del todo a
su dios. La abstinencia o el exceso comprometen al hombre solo; pero salvo en
el caso de Diógenes, cuyas limitaciones y cuya razonable aceptación de lo peor
se advierten por sí mismas, todo movimiento sensual nos pone en presencia del
Otro, nos implica en las exigencias y las servidumbres de la elección. No sé de
nada donde el hombre se resuelva por razones más simples y más ineluctables,
donde el objeto elegido sea pesado con más exactitud en su peso bruto de
delicias, donde el buscador de verdades tenga mayor probabilidad de juzgar la
criatura desnuda. Partiendo de un despojamiento que iguala el de la muerte, de
una humildad que excede la de la derrota y la plegaria, me maravillo de ver
restablecerse cada vez la complejidad de las negativas, las responsabilidades,
los dones, las tristes confesiones, las frágiles mentiras, los apasionados
compromisos entre mis placeres y los del Otro, tantos vínculos irrompibles y que
sin embargo se desatan tan pronto. El juego misterioso que va del amor a un
cuerpo al amor de una persona me ha parecido lo bastante bello como para
consagrarle parte de mi vida. Las palabras engañan, puesto que la palabra
placer abarca realidades contradictorias, comporta a la vez las nociones de
tibieza, dulzura, intimidad de los cuerpos, y las de violencia, agonía y grito.
La obscena frasecita de Posidonio sobre el frote de dos parcelas de carne —que
te he visto copiar en tu cuaderno escolar como un niño aplicado— no define el
fenómeno del amor, así como la cuerda rozada por el dedo no explica el milagro
infinito de los sonidos. Esa frase no insulta a la voluptuosidad sino a la
carne misma, ese instrumento de músculos, sangre y epidermis, esa nube roja cuyo
relámpago es el alma.
Reconozco que la razón se
confunde frente al prodigio del amor, frente a esa extraña obsesión por la cual
la carne, que tan poco nos preocupa cuando compone nuestro propio cuerpo, y que
sólo nos mueve a lavarla, a alimentarla y llegado el caso, a evitar que sufra,
puede llegar a inspirarnos un deseo tan apasionado de caricias, simplemente
porque está animada por una individualidad diferente de la nuestra y porque
presenta ciertos lineamientos de belleza sobre los cuales, por lo demás, los mejores
jueces no se han puesto de acuerdo. Aquí la lógica humana se queda corta, como
en las revelaciones de los Misterios. Y no se ha engañado la tradición popular
que siempre vio en el amor una forma de iniciación, uno de los puntos de
contacto de lo secreto y lo sagrado. La experiencia sensual se asemeja además
de los Misterios en que la primera aproximación produce en el no iniciado el
efecto de un rito más o menos aterrador, escandalosamente alejado de las
funciones familiares del sueño, del beber y del comer, objeto de bromas, de
vergüenza o de terror. Al igual que la danza de las ménades o el delirio de los
coribantes, nuestro amor nos arrastra a un universo diferente, donde en otros
momentos nos está vedado penetrar, y donde cesamos de orientarnos tan pronto el
ardor se apaga o el goce se disuelve. Clavado en el cuerpo querido como un
crucificado a su cruz, he aprendido algunos secretos de la vida que se embotan
ya en mi recuerdo, sometidos a la misma ley que quiere que el convaleciente, una
vez curado, cese de reconocerse en las misteriosas verdades de su mal, que el
prisionero liberado olvide la tortura, o el vencedor ya sobrio la gloria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario