El zartog Sofr-Ai-Sr (es decir el
doctor, tercer representante masculino de la centésima primera generación de la
estirpe de los Sofr), caminaba despacio por la calle principal de Basidra,
capital de Hars-Iten-Schu (llamado también «El Imperio de los Cuatro Mares»).
Efectivamente, cuatro mares, el Tubelone o Septentrional, el Ebone o Austral,
el Spone u Oriental, y el Mérone u Occidental, limitaban esta región enorme, de
forma muy irregular cuyos puntos, cuyos puntos extremos (contando según las
medidas que el lector conoce) llegaban al cuarto grado de longitud Este y el
grado cincuenta y dos de longitud Oeste, y al grado cincuenta y cuatro Norte y
el grado cincuenta y cinco Sur de latitud. En cuanto a la extensión respectiva
de dichos mares, ¿cómo calcularla, siquiera de manera aproximada, si todos se
entremezclaban, y un navegante que partiera de cualquiera de sus costas y
siempre avanzara, llegaría necesariamente a la costa diametralmente opuesta? Porque
en toda la superficie del globo no existía ninguna otra tierra que la de Hars-Iten-Schu.
Sofr caminaba lentamente, en
primer lugar porque hacía mucho calor; comenzaba la estación ardiente, y sobre
Basidra, ubicada a orillas del Spone-Schu, o más oriental, a menos de veinte
grados al Norte de Ecuador, una tremenda catarata de rayos caía del Sol,
cercano al cenit en ese momento.
Pero más aún que el cansancio o
el calor, era el peso de sus pensamientos lo que volvía zozobrante el andar de
Sofr, el sabio zartog. Enjugándose la frente con mano distraída, evocó la
sesión que acababa de terminar, donde tantos oradores elocuentes, entre los que
se encontraba con orgullo, habían celebrado esplendorosamente los ciento
noventa y cinco años del imperio.
Algunos habían delineado toda su
historia, es decir, la de la humanidad entera. Habían mostrado a
Mahart-Item-Schu, la Tierra de los Cuatro Mares, dividida originariamente en
una inmensa cantidad de poblaciones salvajes que se ignoraban entre sí. Las tradiciones más antiguas se
remontaban a esas poblaciones. En cuanto
a los acontecimientos anteriores, nadie los conocía, y las ciencias naturales apenas empezaban a vislumbrar un tenue
resplandor en medio de las impenetrables tinieblas del pasado. En todo caso,
aquéllas edades remotas escapaban a la crítica histórica cuyos primeros
rudimentos estaban compuestos por nociones vagas, todas referidas a las
antiguas poblaciones dispersas.
Por más de ocho mil años, la
historia cada vez más completa y exacta de Mahart-Iten-Schu narraba solamente
combates y guerras, al principio entre individuos, luego entre familias, y por
último entre tribus, ya que cada ser viviente, cada comunidad grande o pequeña,
tenía como único objetivo, a través de los siglos, asegurar su supremacía sobre
sus enemigos, y se había esforzado, con distinta suerte, por someterlos a sus
leyes.
A partir de esos ocho mil años,
los recuerdos de los hombres se fueron precisando poco a poco. Al principio del
segundo de los cuatro períodos en que se dividían comúnmente los anales de
Mahart-Iten-Schu, la leyenda comenzaba a merecer con creciente justicia el
calificativo de historia. Además, ya fuera historia o leyenda, la materia de
los relatos casi no variaba. Siempre eran masacres o matanza, no ya entre
tribus, por cierto, si no entre pueblos, a tal punto que este segundo período
no era, después de todo, muy diferente del primero.
Y lo mismo, sucedía con el
tercero, que había concluido hacía apenas doscientos años, luego de una
duración aproximada de seis siglos. Tal vez esta tercera época haya sido más
atroz todavía, pues durante la misma, agrupados en ejércitos innumerables, los
hombres habían regado la tierra con su sangre con insaciable furor.
En efecto, poco menos de ocho
siglos antes del momento en que el zartog Sofr caminaba por la calle principal
de Basidra, la humanidad se hallaba preparada para enormes convulsiones. En ese momento, las
armas, el fuego, y la violencia ya habían llevado a cabo parte de su obra
necesaria, pues los débiles habían sucumbido antes los fuertes y los hombres
que poblaban Mahart-Iten-Schu conformaban tres naciones homogéneas, en cada una
de las cuales el tiempo había ido atenuando las diferencias entre los
vencedores y los vencidos de antaño. Fue entonces cuando una de estas naciones
emprendió el sometimiento de sus vecinas. Situados en el centro de
Mahart-Iten-Schu, los Andart’-Ha-Sammgor (Hombres-De-Cara-De-Bronce) pelearon
sin piedad para ampliar sus fronteras, dentro de la que se sofocaba su raza ardorosa
y prolífica. Unos tras otros, a costa de guerras seculares, vencieron a los
Andart’-Mahart-Horis (Hombres-Del-País-De-La-Nieve), pobladores de las regiones
del Sur, y a los Andart’-Mitra-Psul (Hombres-De-La-Estrella-Inmóvil), cuyo
imperio se encontraba al Norte y al Oeste.
Habían pasado cerca de doscientos
años desde que la última insurrección de estos dos pueblos había sido sofocada
en torrentes de sangre, y la Tierra conocía al fin una historia de paz. Era el
cuarto período de la historia. Un imperio único reemplaza ahora a las tres
naciones antiguas, todos obedecían la ley de Basidra y la unión política tendía
a fusionar las razas. Ya nadie hablaba de los Hombres-Del-País-De-La-Nieve ni
de los Hombres-De-La-Estrella-Inmóvil y la tierra era sólo pisada por un único
pueblo: los Andart’-Iten-Schu (Hombre-De-Los-Cuatro-Mares), que reunía en su
seno a todos los demás.
Pero transcurridos esos
doscientos años de paz, parecía anunciarse un quinto período. Desde hacía algún
tiempo circulaban rumores inquietantes, venidos de quién sabe dónde. Habían
aparecido pensadores, para despertar en las almas recuerdos ancestrales que se
creían perdidos para siempre. El antiguo sentimiento racial renacía bajo un aspecto
diferente, caracterizado por palabras nuevas. Se hablaba comúnmente de
«atavismo», de «afinidades», de «nacionalidades», etc. Todos vocablos de
reciente creación, que -por responder a una necesidad- habían adquirido al
instante, derecho de ciudadanía. Siguiendo los factores comunes de origen, de
aspecto físico, de tendencias morales, o simplemente de región o clima, aparecieron
grupos que fueron creciendo poco a poco y ya empezaban a agitarse. ¿En qué
terminaría esa evolución naciente? ¿Se disgregaría el Imperio apenas formado?
¿Mahart-Iten-Schu se vería dividido como antes? En una gran cantidad de
naciones dispares, o al menos, para mantener su unidad, habría que recurrir nuevamente
a las horribles hecatombes que, durante tantos milenios, habían convertido la
tierra en un osario.
Sofr ahuyentó tales pensamientos
con un movimiento de cabeza. Ni él ni nadie conocían el porvenir. ¿Por qué
entristecerse de antemano ante hechos inciertos? Además, no era el indicado
para meditar en esas hipótesis funestas. Era una jornada festiva y había que
pensar únicamente en la majestuosa grandeza de Mogar-Si, el duodécimo emperador
de Hars-Iten-Schu, cuyo cetro guiaba el universo hacia su destino glorioso.
Por otra parte, no faltaban
motivos de regocijo para un zartog. Aparte del historiador que había trazado
los esplendores de Mahart-Iten-Schu, una legión de sabios, en ocasión del
grandioso aniversario, establecieron, -cada uno en su especialidad-, el balance
del conocimiento humano indicando el punto al que había arribado la humanidad
con su esfuerzo secular.
Ahora bien, si el primero había
sugerido, con cierta mesura, algunas tristes consideraciones, al contar por
medio de qué camino lento y tortuoso la humanidad había logrado librarse de su
bestialidad original, los demás habían alimentado el orgullo legítimo de su
público.
Sí; ciertamente la comparación
entre lo que el hombre había sido, desnudo y desarmado sobre la tierra, y lo
que era en ese momento, estimulaba la admiración. Durante siglos, a pesar de
sus discordias y odios fraticidas, no había interrumpido la lucha contra la
naturaleza ni un instante, aumentando sin cesar el alcance de su victoria.
Lentamente en un comienzo, su marcha triunfal se había acelerado de modo
sorprendente desde hacía doscientos años, ya que la estabilidad de las instituciones
políticas y la paz universal que surgía de ellas habían provocado un fantástico
progreso en la ciencia. La humanidad había vivido para el cerebro y no sólo
para sus miembros, en vez de consumirse en guerras insensatas; y, por eso en el
transcurso de los dos últimos siglos había avanzado con paso cada vez más veloz
hacia el conocimiento y la domesticación de la materia.
Sofr, mientras seguía caminando
por la larga calle de Basidra bajo el Sol ardiente, esbozaba en su espíritu el
panorama de las conquistas del hombre.
En primer lugar, -era algo que se
desvanecía en la noche de los tiempos-, había imaginado la escritura con el fin
de fijar el pensamiento; después -el invento se remontaba a más de quinientos
años atrás-, había descubierto la manera de difundir la palabra es una cantidad
casi infinita de ejemplares, mediante un molde único. En realidad, de este
hallazgo derivaban todos los demás. Gracias a él, los cerebros se habían puesto
en actividad, la inteligencia de cada uno se había visto acrecentada por la del
prójimo, y los descubrimientos de orden teórico y práctico se habían multiplicado
vertiginosamente, al punto de que era imposible contarlos.
El hombre había socavado las
entrañas de la Tierra y extraía de allí el calor mineral o hulla, generoso
proveedor de calor; había liberado las fuerzas latentes del agua, y a partir de
entonces el vapor arrastraba pesados convoyes sobre larguísimas tiras de hierro
o activaban un sinnúmero de máquinas poderosas, delicadas y precisas. Gracias a
tales máquinas, tejían las fibras vegetales y trabajaban a gusto los metales,
el mármol y la roca.
En un dominio menos concreto o al
menos de aprovechamiento menos directo o inmediato, fue penetrando gradualmente
el misterio de los números, y recorrió -acercándose cada vez más al infinito-
las verdades matemáticas. Gracias a ellas, su pensamiento había explorado el
cielo. Sabía que el Sol era simplemente una estrella que gravitaba a través del
espacio según leyes rigurosas, arrastrando consigo a los siete planetas (por lo
tanto los Andart’-Iten-Schu ignoraban a Neptuno {nota del autor}. Y también a
Plutón, descubierto en 1930, veinticinco años después de la muerte de Verne
{nota del traductor}) de su cortejo en una órbita de fuego. Conocía tanto el
arte tanto de combinar ciertos cuerpos brutos de modo tal que formaban cuerpos
nuevos que no guardaran ninguna relación con los primeros, como el dividir
otros cuerpos en sus elementos constitutivos y primordiales. Sometía el
análisis del sonido, la luz, el calor, y empezaba a definir su naturaleza y sus
leyes. Cincuenta años antes había aprendido a producir esa fuerza de la cual el
rayo y los relámpagos son la manifestación más aterradora, y pronto había
logrado convertirla en su esclava; este agente misterioso ya transmitía a
distancias inconcebibles el pensamiento escrito; mañana transmitiría el sonido;
pasado mañana, qué duda cabe, la luz (resulta evidente que los
Andart’-Iten-Schu conocían el telégrafo, pero aún ignoraban el teléfono y la
luz eléctrica en el momento en que zartog Sofr se entregaba a sus reflexiones
{nota del autor}). Sí, el hombre era grandioso, más que el gigantesco universo,
al que en un día no muy lejano dominaría como amo y señor…
Entonces, para obtener la verdad
integral, quedaría por resolver éste último problema: ese hombre, dueño del
mundo, ¿quién era? ¿De dónde venía? ¿Hacia qué fines desconocidos tendía su
esfuerzo inagotable?.
Precisamente, el zartog había
tratado este vasto tema durante la ceremonia de la que acababa de salir. En
realidad, no había hecho más que probarlos, porque semejante problema era
insoluble en ese momento y sin duda lo seguiría siendo por mucho más tiempo.
Sin embargo, algunos resplandores indefinidos comenzaban a iluminar el
misterio. ¿No era el zartog Sofr, acaso, quien había lanzado los resplandores
más potentes, cuando interpretando sistemáticamente las pacientes observaciones
de sus predecesores y sus propias notas personales, había arribado a su ley de
la evolución de la materia viva, ley admitida ahora universalmente y que no
encontraba un solo detractor?.
Esta teoría se sostenía en una
base triple.
En primer término, sobre la
ciencia geológica que, nacida el día mismo en que se excavaron las entrañas del
suelo por primera vez, se había ido perfeccionando en relación con el
desarrollo de las exploraciones mineras. La corteza del globo se conocía con
tal exactitud que se atrevían establecer su edad en cuatrocientos mil años, y
la de Mahart-Item-Schu en veinte mil años, tal como existía en ese momento.
Antes, el continente yacía dormido bajo las aguas del mar, como lo testimoniaba
la densa capa de limo marítima que cubría, sin interrupción, las capas de roca
subyacentes. ¿Mediante qué mecanismo había brotado de debajo de las olas?
Evidentemente, luego de una contracción del globo al enfriarse. Fuera como fuese
en tal sentido, el surgimiento de Mahart-Item-Schu debía ser considerado como
seguro.
Las ciencias naturales le habían
brindado a Sofr los otros dos cimientos de su sistema, al demostrar el estrecho
parentesco de las plantas entre sí, y de los animales entre sí. Sofr había ido
más lejos aún: había probado hasta la evidencia de que la mayoría de los
vegetales existentes se relacionan con una planta marítima que era su ancestro,
y que prácticamente todos los animales terrestres o aéreos derivaron de
animales marítimos. Mediante una evolución lenta pero incesante, éstos se
habían ido adaptando poco a poco a condiciones de vida, al principio cercanas y
luego más alejadas de las que caracterizaron su vida primitiva y, de etapa en
etapa, habían dado a luz a la mayor parte de las formas vivientes que habitaban
la tierra y el cielo. Lamentablemente, esta ingeniosa teoría no era inobjetable.
Que los seres vivos del reino animal o vegetal descendían de antepasados
marítimos era algo que parecía indiscutible para la mayoría, pero no para
todos. En efecto, existían algunas plantas y animales que parecían imposibles de
relacionar con formas acuáticas. Ese era uno de los puntos débiles del sistema.
El hombre era el otro punto
débil. Y Sofr no lo ocultaba. Entre el hombre y los animales no era posible
ninguna proximidad. Por supuesto, las funciones y las propiedades primordiales,
como la respiración, la alimentación y la motricidad eran idénticas y se cumplían
o se manifestaban de manera semejante a la sensibilidad, pero subsistía un
abismo infranqueable entre las formas externas, la cantidad y la disposición de
los órganos. Si era posible relacionar a la gran mayoría de los animales con
antepasados salidos del mar, por medio de una cadena a la que le faltaban pocos
eslabones, tal filiación resultaba inadmisible en lo concerniente al hombre.
Para conservar la teoría intacta de la evolución, era necesario imaginar gratuitamente
la hipótesis de un tronco común entre los habitantes de las aguas y el hombre,
tronco cuya existencia jamás se había demostrado de ninguna manera.
En algún momento, Sofr había
esperado encontrar en el suelo, argumentos que favorecieran sus referencias.
Durante muchos años se habían realizado excavaciones impulsadas y dirigidas por
él, pero para arribar a resultados diametralmente opuestos de los que deseaba.
Después de traspasar una delgada
película de humus formado por la composición de plantas y animales análogos o
semejantes, a los que se veían diariamente, llegaron a la espesa capa de limo,
en donde los restos del pasado habían cambiado de naturaleza. En este limo, ya
no quedaban huellas de la flora y la fauna existentes, sino un acumulamiento
colosal de fósiles exclusivamente marinos cuyos congéneres aún vivían
frecuentemente en los océanos que rodeaban a Mahart-Item-Schu.
¿Qué conclusión podía sacarse,
sino que los geólogos tenían razón al afirmar que el continente había servido
de fondo a esos mismos océanos en tiempos remotos, y que Sofr tampoco se
equivocaba al dar por sentado el origen marítimo de la fauna y la flora
contemporáneas? Pues -salvo excepciones tan escasas que uno hubiera podido
considerarlas monstruosidades-, como las formas acuáticas y las formas
terrestres eran las únicas cuyas huellas se encontraban, éstas habían sido engendradas
necesariamente por aquéllas.
Por desgracia para la
generalización del sistema, se vieron más descubrimientos todavía. Diseminadas
en todo el espeso campo de humus, y hasta en la zona más superficial del
depósito de limo, salieron a la luz innumerables osamentas humanas. No había
nada fuera de lo común en la estructura de estos fragmentos de esqueleto, y
Sofr se vio obligado a renunciar a exigirles los organismos intermediarios cuya
existencia hubiera corroborado su teoría: eran, ni más ni menos, osamentas de
hombres.
Sin embargo, no quedó mucho
tiempo en quedar demostrada una particularidad bastante llamativa. Hasta
determinada antigüedad -que podía calcularse groseramente en dos o tres mil
años-, cuanto más antiguo era el osario, más pequeño era el tamaño de los
cráneos. Contrariamente, más allá de ese período, la progresión se invertía, y,
de ahí en adelante, cuanto más se retrocedía en el pasado, más aumentaba la
capacidad de los cráneos y, por ende, la magnitud de los cerebros que habían
albergado. El máximo fue encontrado justamente entre los restos, en verdad muy
escasos, descubiertos en la superficie de la capa de limo. La observación
minuciosa de estos venerables vestigios no permitía dudar que el hombre en
aquellos tiempos remotos hubiera alcanzado un desarrollo cerebral muy superior
al de sus sucesores (incluidos los propios contemporáneos del zartog Sofr). Esto
indicaba que, durante ciento sesenta siglos o ciento setenta siglos, había ocurrido
una regresión ostensible, seguida de una nueva ascensión.
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