LIBRO PRIMERO
Las
cuatro faldas
Pues sí: soy huésped de un
sanatorio. Mi enfermero me observa, casi no me quita la vista de encima; porque
en la puerta hay una mirilla; y el ojo de mi enfermero es de ese color castaño
que no puede penetrar en mí, de ojos azules.
Por eso mi enfermero no puede ser
mi enemigo. Le he cobrado afecto; cuando entra en mi cuarto, le cuento al mirón
de atrás de la puerta anécdotas de mi vida, para que a pesar de la mirilla me
vaya conociendo. El buen hombre parece apreciar mis relatos, pues apenas acabo
de soltarle algún embuste, él, para darse a su vez a conocer, me muestra su
última creación de cordel anudado. Que sea o no un artista, eso es aparte. Pero
pienso que una exposición de sus obras encontraría buena acogida en la prensa,
y hasta le atraería algún comprador. Anuda los cordeles que recoge y desenreda
después de las horas de visita en los cuartos de sus pacientes; hace con ellos
unas figuras horripilantes y cartilaginosas, las sumerge luego en yeso, deja
que se solidifiquen y las atraviesa con agujas de tejer que clava a unas peanas
de madera.
Con frecuencia le tienta la
tienda de colorear sus obras. Pero yo trato de disuadirlo: le muestro mi cama
metálica esmaltada en blanco y lo invito a imaginársela pintarrajeada en varios
colores. Horrorizado, se lleva sus manos de enfermero a la cabeza, trata de imprimirá
su rostro algo rígido la expresión de todos los pavores reunidos, y abandona
sus proyectos colorísticos.
Mi cama metálica esmaltada en
blanco sirve así de término de comparación. Y para mí es todavía más: mi cama
es la meta finalmente alcanzada, es mi consuelo, y hasta podría ser mi credo si
la dirección del establecimiento consintiera en hacerle algunos cambios:
quisiera que le subieran un poco más la barandilla, para evitar definitivamente
que nadie se me acerque demasiado.
Una vez por semana, el día de
visita viene a interrumpir el silencio que tejo entre los barrotes de metal
blanco. Vienen entonces los que se empeñan en salvarme, los que encuentran
divertido quererme, los que en mí quisieran apreciarse, restarse y conocerse a
sí mismos. Tan ciegos, nerviosos y mal educados que son. Con sus tijeras de
uñas raspan los barrotes esmaltados en blanco de mi cama, con sus bolígrafos o
con sus lapiceros azules garrapatean en el esmalte unos indecentes monigotes
alargados. Cada vez que con su ¡hola! Atronador irrumpe en el cuarto, mi
abogado planta invariablemente su sombrero de nylon en el poste izquierdo del
pie de mi cama. Mientras dura su visita –y los abogados tienen siempre mucho
que contar- este acto de violencia me priva de mi equilibrio y mi serenidad.
Luego de haber depositado sus
regalos sobre la mesita de noche tapizada de tela blanca encerada, debajo de la
acuarela de las anémonas, luego de haber logrado exponerme en detalles su
proyectos de salvación, presentes o futuros, y de haberme convenció a mí, al
que infatigablemente se empeñan en salvar, del elevado nivel de su amor al
prójimo, mis visitantes acaban por contentarse de nuevo con su propia
existencia y se van. Entonces entra mi enfermero para airear el cuarto y
recoger los cordeles con que venían atados los paquetes. A menudo, después de
ventilar, aún halla la manera, sentado junto a mi cama y desenredando cordeles,
de quedarse y derramar un silencio tan prolongado, que acabo por confundir a
Bruno con el silencio y al silencio con Bruno.
Bruno Münsterberg –éste es,
hablando ahora en serio, el nombre de mi enfermero- compró para mí quinientas
hojas de papel de escribir. Si esta provisión resultara insuficiente, Bruno,
que es soltero, sin hijos y natural de Sauerland, volverá a ir a la pequeña
papelería, en la que también venden juguetes, y me procurará el papel sin rayas
necesario para el despliegue exacto, así lo espero, de mi capacidad de recuerdo.
Semejante servicio nunca habría podido solicitarlo de mis visitantes, de mi
abogado o de Klepp, por ejemplo. Sin la menor duda, el afecto solícito hacia mi
persona habría impedido a mis amigos traerme algo tan peligroso como es el
papel en blanco y ponerlo a disposición de las sílabas que incesantemente
segrega mi espíritu.
Cuando le dije a Bruno: -Oye,
Bruno, ¿no querrías comprarme quinientas hojas de papel virgen? -. Bruno,
mirando al techo y apuntando con el índice en la misma dirección en busca de un
término de referencia, me respondió: -Querrá usted decir papel en blanco, señor
Óscar.
Yo insistía en la palabreja “virgen”
y le rogué a Bruno que así lo pidiera en
la tienda. Cuando regresó al anochecer con el paquete, me pareció que venía
agitado por no sé qué pensamientos. Miró varias veces fijamente hacia el techo,
de donde acostumbra derivar todas sus inspiraciones, y algo más tarde manifestó:
-Me aconsejó usted la palabra correcta. Pedí papel virgen y la dependienta se
puso colorada antes de traérmelo.
Temiendo una conversación
prolongada a propósito de las dependientas de las papelerías, me arrepentí de
haber llamado virgen al papel, guardé silencio, esperé a que Bruno saliera del
cuarto, y sólo entonces abrí el paquete con las quinientas hojas.
Durante un rato, pero no mucho,
estuve levantando y sopesando el paquete poco flexible. Luego conté diez hojas
y guardé el resto en la mesita de noche, la estilográfica la encontré en el
cajón, al lado del álbum de fotos. Está llena, no me faltará tinta: ¿cómo empiezo?
Uno puede empezar una historia
por la mitad y luego avanzar y retroceder audazmente hasta embarullarlo todo.
Puede también dárselas uno de moderno, borrar las épocas y las distancias y
acabar proclamando, o haciendo proclamar, que se ha resuelto por fin a última
hora el problema del tiempo y del espacio. Puede también sostenerse desde el
principio que hoy en día es imposible escribir una novela, para luego, y como
quien dice disimuladamente, salirse con un
sólido mamotreto y quedar como último de los novelistas posibles. Se me
ha asegurado asimismo que resulta bueno y conveniente empezar aseverando: Hoy
en día ya no se dan héroes de novela, porque ya no hay individualistas, porque
la individualidad se ha perdido, porque el hombre es un solitario y todos los
hombres son igualmente solidarios, sin derecho a la soledad individual, y
forman una masa solitaria, sin hombres y sin héroes. Es posible que en todo eso
haya algo de verdad. Pero en cuanto a mí, Óscar, y en cuanto a mi enfermero Bruno,
quiero hacerlo constar claramente: los dos somos héroes, héroes muy distintos
sin duda, él detrás de la mirilla y yo delante; y cuando él abre la puerta, pese
a toda la amistad y a toda la soledad, no por eso nos convertimos, ni él ni yo,
en masa anónima y sin héroes.
Comienzo mucho antes de mí; porque
nadie debería escribir su vida sin haber tenido la paciencia, antes de fechas
su propia existencia, de recordar por lo menos a la mitad de sus abuelos. A
todos ustedes, que fuera de mi clínica llevan una vida agitada, a vosotros,
amigos y visitantes semanales que nada sospecháis de mi reserva de papel, aquí
os presento a la abuela materna de Óscar.
Mi abuela Ana Bronski se hallaba
sentada en sus faldas, al caer la tarde de un día de octubre, a la orilla de un
campo de patatas. Por la mañana se habría podido ver todavía con qué destreza
mi abuela se las arreglaba para juntar con su rastrillo las hojas secas en
montoncitos regulares. A mediodía comió una rebanada de pan untada con manteca
y endulzada con melaza, dio al campo una última escarbada con el azadón, y
finalmente se sentó en sus faldas entre dos cestos casi llenos. Delante de las
suelas verticales de sus botas, que casi se tocaban por las puntas, ardía sin
llama un fuego de hojarasca que de vez en cuando se avivaba, como en espasmos
asmáticos, y esparcía a ras del suelo ligeramente inclinado una humareda baja y
perezosa. Era el año noventa y nueve. Estaba sentada en plena tierra cachuba,
cerca de Bissau, pero más cerca todavía del ladrillar; allí estaba, delante de
Ramkau y detrás de Viereck, en dirección de la carretera de Brenntau, entre
Dirschau y Karthaus, teniendo a la
espalda el negro bosque de Goldkrug; y allí sentada, iba empujando patatas bajo
el rescoldo con una varita de avellano carbonizada por la punta.
Si acabo de mencionar
expresamente las faldas de mi abuela y si dije con suficiente claridad, como
espero, que estaba sentada en sus faldas; más aún, si pongo por título a este
capítulo “las cuatro faldas”, es porque sé perfectamente todo lo que debo a
esta prenda. Mi abuela, en efecto, llevaba no una falda, sino cuatro, una
encima de la otra. Y no es que llevara una falda y tres enaguas, no, sino que
llevaba cuatro verdaderas faldas: una falda llevaba a la otra, pero ella
llevaba las cuatro juntas conforme a un sistema que cada día las iba alternando
por orden. La que ayer quedara arriba, venía a quedar hoy inmediatamente
debajo; la que ayer fuera segunda era hoy tercera falda, y la tercera de ayer
quedaba hoy junto a la piel. La falda que ayer le quedaba pegada al cuerpo
exhibía hoy públicamente su muestra, es decir, ninguna; porque las faldas de mi
abuela optaban todas por el mismo color patata. Es de suponer que este color le
quedaba bien.
Además de este color uniforme
distinguía a las faldas de mi abuela la profusión extravagante de tela que en
la confección de cada una de ellas entraba. Redondeábanse ampliamente y se
hinchaban cuando soplaba el viento, languidecían cuando éste aflojaba,
rechinaban a su paso, y las cuatro juntas flotaban delante de mi abuela cuando
tenía el viento en popa. Cuando se sentaba, recogía sus faldas a su alrededor.
Además de las cuatro faldas
constantemente hinchadas o colgantes o haciendo pliegues, o bien quietas,
rígidas y vacías, al lado de su cama, mi abuela poseía una quinta falda. Esta
prenda no difería en nada de los otros cuatro colores patata. Ni esta quinta
falda era siempre la quinta. Lo mismo que sus hermanas –puesto que las faldas
son de género femenino- hallábase sometida a la rotación, formaba parte de las
cuatro faldas puestas y, lo mismo que las otras, había de pasar cuando le
llegaba su turno, o sea cada quinto viernes, al barreño de lavar, el sábado a
la cuerda de tender delante de la ventana de la cocina y, una vez seca, a la
tabla de planchar.
Cuando, después de uno de estos
sábados de mucho asear, guisar, lavar y planchar, después de haber ordeñado a
la vaca y haberle dado su ración, mi abuela entraba toda ella en la bañera,
comunicaba algo de sí al agua jabonosa y la dejaba luego escurriendo para
sentarse, envuelta en un trapo floreado, a la orilla de la cama, tras de
alinear en el suelo, ante ella, las cuatro faldas en uso y la quinta recién lavada.
Se apoyaba en el índice derecho el párpado inferior de su ojo derecho y, sin
dejarse aconsejar por nadie, ni siquiera por su hermano Vicente, tomaba
rápidamente su decisión. Se levantaba y apartaba con los pies descalzos aquella
de las faldas que había perdido más su brillo color patata. Y la prenda limpia
pasaba a ocupar el lugar vacante.
En honor de Jesús, del que tenía
unas ideas muy precisas, el orden renovado de las faldas era inaugurado la
siguiente mañana del domingo, en ocasión de ir a misa a Ramkau. ¿Dónde llevaba
mi abuela la falda lavada? Como era no sólo una mujer limpia, sino además un
tanto vanidosa, claro está que llevaba la mejor prenda a la vista y, si el
tiempo era bueno, al sol.
Era pues un lunes por la tarde el
día en que mi abuela estaba sentada detrás del fuego de la hojarasca. La falda
del domingo había avanzado el lunes un lugar, en tanto que la que su piel había
caldeado el domingo colgaba ahora melancólicamente de sus caderas, por encima
de las otras, en una disposición de ánimo muy propia de los lunes. Silbaba, sin
silbar precisamente melodía alguna, y con la varita de avellano iba sacando fuera
del rescoldo la primera patata a punto. Empujó
el tubérculo lo bastante lejos del montón humeante para que el viento lo rozara
y lo enfriara. Luego, con una rama puntiaguda picó la patata ennegrecida,
costrosa y hendida, y se la acercó a la boca que ya no silbaba, sino que, con
los labios resecos y agrietados, soplaba la cáscara para quitarle la ceniza y
la tierra.
Mientras soplaba, mi abuela cerró
los ojos. Cuando creyó que ya había soplado bastante, los volvió a abrir,
primero uno y después el otro; dio un mordisco con sus incisivos un tanto
separados pero por lo demás impecables y volvió a liberar sus dientes en
seguida; mantenía la media patata, demasiado caliente todavía, harinosa y
humeante, en la cavidad abierta de su boca, en tanto que sus ojos redondos
miraban por encima de las aletas dilatas de su nariz, que aspiraban el humo y
el aire de octubre, a lo largo del campo; la línea del horizonte quedaba
dividido por los postes del telégrafo, de entre los cuales sobresalía apenas el
tercio superior de la chimenea del ladrillar.
Algo se movía entre los postes
del telégrafo. Mi abuela cerró la boca, frunció los labios, entorno los ojos y
empezó a mascar la patata. Algo se movía entre los postes del telégrafo. Algo
saltaba. Tres hombres corrían entre los
postes, los tres hacia la chimenea, luego la rebasaban y uno de ellos, dando una
media vuelta, emprendía nueva carrera. Parecía bajito y fornido, rebasaba el
ladrillar, en tanto que los otros dos, más delgados y altos rebasaban también
apenas el ladrillar, y ahora se dejaban ver otra vez entre los postes, pero el
bajito y fornido corría en zigzag y parecía tener más prisa que los otros dos
corredores altos y delgados, los cuales tenían que volver al ladrillar, porque
el otro ya se había lanzado otra vez como una bola hacia allá cuando ellos,
apenas a dos pasos, tomaban nuevo impulso y, de repente, desaparecían,
abandonando al parecer el juego, y también el bajito caía, en medio de su salto
desde la chimenea, detrás del horizonte.
Y allí se quedaban descansando, o
mudándose de ropa, o haciendo ladrillos, y por ello le pagaban.
Por cuando mi abuela,
aprovechando la pausa, quiso picar su segunda patata, picó en el vacío. Porque
he aquí que aquel que parecía bajito y fornido se encaramaba por encima del
horizonte como una empalizada, con la misma ropa de antes, como si hubiera
dejado plantados a sus perseguidores detrás de la cerca, entre los ladrillos o sobre
la carretera de Brenntau; pero seguía teniendo prisa, quería adelantarse a los
postes telégrafo, daba unos saltos largos y lentos por el campo, de sus suelas
saltaba el barro, se esforzaba por salir del fangal; pero, por mucho que
saltara, de todos modos se arrastraba tenazmente por el barro. Y una veces
parecía quedar pegado abajo, mientras que otras permanecía suspendido tanto
tiempo en el aire, que hallaba manera de enjuagársela frente, bajito y fornido,
antes de que su pierna libre volviera a posarse en el campo recién arado que,
al lado de las cinco yugadas de patatas, tendía sus surcos hacia la cañada.
Y logró llegar hasta ésta; pero
apenas el bajito y fornido había desaparecido en la cañada, cuando ya los otros
dos altos y delgados que entre tanto habían visitado tal vez el ladrillar, se
encaramaban a su vez por encima del horizonte y se metían con sus botas de tal
manera en el barro, altos y delgados pero sin llegar a ser flacos, que una vez
más mi abuela no logró ensartar su patata; porque no era cosa ésta que se viera
todos los días, que tres adultos, si bien de talla diversamente adulta,
saltaran alrededor de los postes del telégrafo, llegaran casi a tumbar la
chimenea del ladrillar y luego a intervalos, primero el bajito y fornido y luego
los altos y delgados, pero con igual fatiga los tres, arrastrando tenazmente
cada vez más barro bajo sus suelas, fueran brincando alegremente a través del
campo labrado la antevíspera por Vicente, para luego desaparecer en la cañada.
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