jueves, 29 de diciembre de 2011

EL FANTASMA DE LA ÓPERA (Gastón Leroux)


CAPITULO I

¿SERIA EL FANTASMA?

Aquella noche, que era la última en que los señores Debienne y Poligny, los directores renunciantes de la Opera, daban su última función de gala con motivo de su retiro, el camarín de la Sorelli, una de las primeras figuras del cuerpo de baile, fue bruscamente invadido por media docena de integrantes del aludido cuerpo, que volvían de la escena después de haber "bailado" a "Poliuto". Se precipitaron con gran confusión, las unas lanzando carcajadas excesivas y poco naturales y las otras dando gritos de terror.

La Sorelli, que deseaba estar sola un momento para repasar las palabras que deberla pronunciar poco después en el foyer ante los señores Debienne y Poligny, vio con mal humor que aquellas aturdidas se le echaran encima. Se volvió hacia sus camaradas y se inquietó del barullo que hacían. Fue la pequeña Saint-James –la nariz predilecta de Grévin, unos ojos de miosotis, mejillas de rosa, senos de lirio –, quien dio la razón del alboroto en das palabras, con una voz trémula sofocada por la angustia:

– ¡El Fantasma!

Y cerró la puerta con llave. El camarín de la Sorelli era de una elegancia oficial y trivial. Un tocador, un diván, un espejo de tres cuerpos y unos armarios formaban el moblaje necesario. Algunos grabados en las paredes, recuerdos de su madre, que había conocido los bellos días de la antigua Opera de la calle Le Peltier. Retratos de Vestris, de Gardel, de Dupunt, de Bibottini. Aquel camarín les parecía un palacio alas chicos del cuerpo de baile, alojadas en cuartos comunes, en donde se pasaban el tiempo cantando, disputando, peleando con los peluqueros y camareras, convidándose con vasos de cerveza, con copitas de anís, y de ron hasta que sonaba la campana del avisador.

La Sorelli era muy supersticiosa. Al oírle hablar del Fantasma a la pequeña Saint-James se estremeció y dijo:

– ¡Chicuela tonta!

Y como era la primera en creer en los fantasmas en general y en el de la Opera en particular, quiso que la informaran enseguida:

– ¿Ustedes lo han visto? –preguntó.

– ¡Cómo la estoy viendo! –replicó con un hilo de voz la pequeña

Saint-James, que, sin fuerzas en las piernas se dejó caer sobre una silla.

Y enseguida la pequeña Giry –unos ojos color ciruela, cabellos retintos, tinte paliducho, un pobre pellejito sobre sus huesecitos –agregó:

– ¡Si es él, es muy feo!

– ¡Oh, sí! –dijeron en coro las bailarinas.

Y se pusieron a hablar todas a la vez. El fantasma se les había aparecido con las trazas de un señor vestido de frac, que de pronto se había erguido frente a ellas en el pasadizo, sin que pudieran saber de dónde había salido. Su aparición fue tan súbita que se hubiera podido creer que había brotado de la pared.

– ¡Bah! –dijo una de las muchachas que había conservado un poco de sangre fría, ustedes ven al Fantasma en todas partes.

Era cierto. Desde hacía algunos meses, no se hablaba de otra cosa en la Opera más que de aquel Fantasma vestido de frac que se paseaba por todo el edificio, que no dirigía la palabra a nadie, a quien nadie se atrevía a hablar, y que se evaporaba en cuanto se lo veía, sin saber cómo ni dónde. No hacía ruido al caminar, como conviene a un verdadero fantasma. Se había comenzado por reír y por burlarse de aquel aparecido que vestía como un caballero o como un lacayo de pompas fúnebres, pero la leyenda del Fantasma adquirió proporciones colosales en el cuerpo de baile; todas pretendían haber visto de más o menos lejos a ese ser sobrenatural y halar sido víctimas de sus maleficios. Y las que más reían no eran las menos asustadas. Cuando no se dejaba ver, señalaba su presencia a su paso por medio de acontecimientos burlescos o funestos, de los que la superstición casi general lo hacía responsable. Si había que deplorar un accidente, si una de las chicas del cuerpo de baile le hacía una travesura a alguna compañera, si desaparecía un cisne de echarse polvos de arroz, ¡todo era culpa del Fantasma, del Fantasma de la Opera!

Pero, al fin, ¿quién lo habla visto? ¡Se pueden encontrar tantos fracs en la Opera que no son fantasmas! Pero éste tenía una especialidad muy singular en su frac; vestía un esqueleto.

Así al menos decían aquellas señoritas.

Y tenía, naturalmente, por cabeza, una calavera.

¿Era serio todo eso? La verdad es que la versión del esqueleto había nacido de la descripción que hiciera del Fantasma José Buquet, jefe de maquinistas, que realmente lo había visto. Tropezó no puede decirse que contra sus narices, pues el Fantasma carecía de ellas con el misterioso personaje en la pequeña escalera que baja, cerca de las candilejas, directamente a la tramoya. Tuvo tiempo de verlo un segundo, porque el fantasma huyó y había conservado un recuerdo imborrable de aquella visión.

Y he aquí lo que José Buquet dijo del fantasma a todo el que quiso oírle:

"Es extraordinariamente flaco y el frac le flota como sobre un esqueleto. Sus ojos están tan hundidos que no se distinguen sus pupilas inmóviles. No se le ven, en suma, más que dos grandes cuencas negras como en los cráneos de los muertos. Su piel, que está estirada sobre los huesos como un parche de tambor, no es blanca, sino de un amarillo sucio; su nariz es tan escasa, que no se la ve de perfil, y la ausencia de la nariz es lo que más desagrada ver. Sólo tres o cuatro largas mechas oscuras sobre la frente y detrás de las orejas constituyen su cabellera".

En vano fue que Buquet persiguiera aquella aparición. Desapareció como por arte de magia, sin dejar rastro alguno.

Aquel jefe de maquinistas era un hombre serio, de imaginación lenta y sobria. Su palabra fue escuchada con estupor e interés, y enseguida aparecieron muchas personas que también habían visto a un hombre de frac y con una calavera por cabeza.

Las personas sensatas a quienes llegó aquella versión dijeron que José Buquet había sido, sin duda, víctima de alguna bronca de sus subordinados. Pero luego se produjeron unos acontecimientos tan curiosos e inexplicables que los más escépticos empezaron a preocuparse.

Un teniente de bomberos es siempre un valiente. No teme nada, y, sobre todo, no teme al fuego. Pues bien, un teniente de bomberos, que habla ido a hacer una gira de inspección y que, según parece, se había internado en la tramoya más que de costumbre, reapareció de pronto en el escenario, pálido, asustado, trémulo, con los ojos fuera de las órbitas, y casi se desmayó entre los brazos de la noble madre de la pequeña Saint-James. ¿Y por qué? Pues porque habla visto adelantarse hacia él, "a la altura de la cabeza, pero sin cuerpo", una cabeza de fuego. Y lo repito, un teniente de bomberos no teme al fuego. Ese teniente de bomberos se llamaba Papin. El cuerpo de baile quedó consternado. En primer lugar, esa cabeza de fuego no coincidía con la descripción que había dado del Fantasma José Buquet.

Se interrogó minuciosamente al bombero, se le hizo hablar otra ver al jefe de maquinistas, y aquellas señoritas secaron en limpio que el Fantasma tenía varias cabezas y se las cambiaba a voluntad. Naturalmente que enseguida se imaginaron que corrían los más graves peligros. Puesto que un teniente de bomberos vacilaba en desmayarse, bien podía disculpárseles a las figurantas y partiquinas que viviesen aterrorizadas y apelasen a toda la celeridad de sus patitas cuando tenían que pasar por delante de algún rincón oscuro o por un pasadizo mal iluminado.

El caso fue que para proteger en la medida de lo posible el monumento de tan horribles maleficios, la propia Sorelli, rodeada por rudas las bailarinas y formándole cola toda la chiquillada de las pequeñas clases vestidas de malla, fue a depositar –al día siguiente del suceso del teniente de bomberos –, una herradura sobre la mesa que hay en el vestíbulo del conserje, del lado del patio de la administración. Toda persona que penetrara en la Opera, y que no fuera un simple espectador, estaba obligado a tocar el hierro de esa herradura antes de pisar el primer peldaño de la escalera. Y esto, so pena de convertirse en presa de la potencia oculta que se habla apoderado del edificio, ¡desde los sótanos hasta el tejado!

Esa herradura, así como por desgracia toda esta historia, yo no la he inventado; y todavía hay se la puede ver allí, sobre la mesa del vestíbulo, frente a la portería, cuando se entra en la Opera por la puerta de la administración.

Basta esto para dar rápidamente una idea del estado de espíritu de aquellas señoritas, la noche en que penetramos junto con ellas en el camarín de la Sorelli.

– ¡El Fantasma! –había exclamado la pequeña Saint-James.
Y la inquietud de las bailarinas llegó al colmo. Ahora un angustiarte silencio reinaba en el camarín. No se oía más que el ruido de las respiraciones jadeantes. Por último, habiendo retrocedido Saint-James, con las apariencias del más sincero espanto, hasta el rincón más apartado de la pared, murmuró esta sola palabra:

– ¡Escuchen!

Les pareció, en efecto, a todos, que se oía un roce tras de la puerta. Ningún ruido de pasos. Se hubiera dicho que una seda fina rozaba contra el tablero. Después, nada.

La Sorelli trató de mostrarse menos pusilánime que sus compañeras. Se adelantó hacia la puerta y preguntó con voz demudada:

– ¿Quién está ahí?
Pero nadie le respondió.

Entonces, viendo que todos los ojos, clavados en ella, espiaban sus menores ademanes, se esforzó por mostrarse valiente y dijo con energía:

– ¿Hay alguien tras de la puerta?

– ¡Oh! ¡Sí! ¡Sí! ¡No cabe duda! ¡Hay alguien detrás de la puerta! –repitió aquella ciruelita seca de Meg Giry, que retuvo heroicamente a la Sorelli por su falda de gasa. ¡No abra, por Dios! ¡No abra!

Pero la Sorelli, armada de un estilete del que no se separaba nunca, se atrevió a quitar la llave y abrir la puerta, mientras que las bailarinas retrocedían casi hasta la puerta del toilette y Meg Giry suspiraba:

– ¡Mamá! ¡Mamá!

La Sorelli examinó el corredor valientemente. Estaba desierto; una luciérnaga de fuego en su cárcel de vidrio ponía un fulgor rojo y mortecino en el seno de las tinieblas ambientes, sin conseguir disiparlas. Y la bailarina volvió a cerrar vivamente la puerta exhalando un profundo suspiro.

– ¡No –dijo –no hay nadie!

– ¡Y, sin embargo, lo hemos oído muy bien! –afirmó otra vez Saint-James, volviendo a ponerse toda asustada al lado de la Sorelli. Debe andar bromeando por ahí. Yo no vuelvo para vestirme. Deberíamos bajar todas juntas al foyer para la despedida y volvernos todas juntas foyer para la despedida y volvernos todas juntas.

Y dicho esto, la chica tocó piadosamente el dedito de coral destinado a preservarla del mal de ojo. Y la Sorelli dibujó a hurtadillas, con la punta de la uña rosada de su pulgar derecho, una cruz de San Andrés sobre el anillo de madera que usaba en el anular de la mano izquierda.

"La Sorelli ha escrito un cronista célebre, es una bailarina alta, hermosa, de cara grave y voluptuosa, y talle tan dúctil como una rama de sauce; se dice de ella generalmente que es "una imperial criatura". Sus cabellos rubios y puros como el oro, coronan una frente mate bajo la cual se balancean suavemente como un penacho sobre un cuello largo, elegante y orgulloso.

Cuando baila, tiene un movimiento de cadera indescriptible, que le da a todo su cuerpo un estremecimiento de inefable languidez. Cuando levanta los brazos para iniciar una pirueta, acusando de ese modo todo el dibujo del busto, y la inclinación del cuerpo acentúa las caderas de esa deliciosa mujer, el cuadro que se ofrece es como para perder el juicio. En cuanto a este último, parece cosa confirmada que no lo tenla y nadie se lo reprochaba.

Volvió a decirles a las pequeñas bailarinas

– ¡Vamos, chicas, repónganse! Déjense de fantasmas. Al fin y al cabo quizá nadie lo ha visto...

– ¡Sí, sí que lo hemos visto!.. ¡Lo vimos muy bien! –replicaron las chicas. Tenla la cabeza de muerto y el frac como la noche que se le apareció a José Buquet.

– ¡Y Gabriel también lo ha visto! –exclamó Saint-James. Ayer no más, ayer de tarde... en pleno día...

– ¿Y Gabriel, el maestro de canto?

– El mismo. ¿Cómo, ustedes no lo sabían?

– ¿Y andaba de frac de día?

– ¿Quién? ¿Gabriel?

– ¡No, mujer! ¡El Fantasma!
– ¡Por supuesto que estaba de frac! –afirmó Saint-James. El mismo Gabriel me lo dijo... ¡Y hasta fue por ese detalle que lo reconoció! Las cosas pasaron así: Gabriel estaba en el despacho del director de escena. De pronto se abrió la puerta y entró el persa. Ya saben ustedes que el persa es" jettatore"...

– ¡Ya lo creo! –respondieron en coro las pequeñas bailarinas, que enseguida que hubieron evocado la imagen del persa le hicieron cuernos al Destino con el índice y el meñique extendidos.

– ¡Y qué Gabriel es muy supersticioso! –continuó Saint-James. Sin embargo, siempre es atento con el persa, y cuando lo ve se limita a meterse la mano en el bolsillo y a tocar las llaves... Pues, esta vez, cuando el perro apareció en la puerta, Gabriel dio un salto del sillón en que estaba sentado hasta la cerradura del armario para tocar hierro. Al hacer ese movimiento se rasgó en un clavo el faldón del paletó, y al salir apresuradamente dio con la cabeza contra una percha y se hizo un enorme chichón en la frente; luego, al echarse para atrás, golpeó con el codo contra el biombo cerca del piano, se cierra la tapa y le aprieta los  dedos; saltó como un loco fuera de la pieza, pero iba tan aturdido que tropezó al llegar a la escalera y bajó de espaldas todos los peldaños del primer piso. Yo pasaba precisamente en ese momento con mamá. Nos precipitamos para ayudarlo a pararse. Estaba todo machucado y con la cara tan ensangrentada que nos dio miedo. Pero él se puso a sonreír y exclamó: "¡Gracias a Dios que he escapado a tan poca costa!" Lo interrogamos y nos contó la causa de su susto. ¡Era que había visto detrás del persa al Fantasma, el Fantasma con cráneo de muerto, tal como lo describió José Buquet!

Un murmullo de espanto saludó el fin de esta historia, a cuyo final llegó Saint-James jadeante, tan ligerito la contó, como si la hubiese ido persiguiendo el Fantasma, y luego hubo otro silencio que interrumpió a media voz la pequeña Giry, mientras que muy impresionada la
Sorelli se pulía las uñas.

– Buquet haría mejor en callarse –comentó la ciruelita.

– ¿Y por qué se había de callar? –le preguntaron.

– Así opina mamá –replicó Meg, en voz bajísima y mirando a su alrededor como si hubiera temido por la vida de otras personas que las que estaban allí reunidas.

– ¿Y por qué opina así tu mamá?

– ¡Chit! Mamá dice que al Fantasma no le gusta que le incomoden.

– ¿Y por qué dice eso tu mamá?

– Porque... porque... no sé...

Esta hábil reticencia tuvo el don de exasperar la curiosidad de aquellas señoritas, que se aglomeraron alrededor de la pequeña Giry y le suplicaron que se explicase. Estaban agrupadas codo con codo, inclinadas en el mismo movimiento de súplica y de espanto. Se contagiaban su miedo con un placer agudo que las dejaba heladas.

– ¡He jurado no decirlo! –replicó Meg con sutil voz.
Pero no la dejaron en paz, y tanto le prometieron guardar el secreto, que Meg, que ardía por contar lo que sabía, comenzó a decir, con los ojos clavados en la puerta:

– Bueno..., es a causa del palco...

– ¿Qué palco?

– El palco del Fantasma.

Al oír esto de que el Fantasma tenía palco, las bailarinas no pudieron contener la alegría funesta de su estupefacción. Lanzaron unos leves gritos. Luego dijeron:

– ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Cuéntanos! ¡Cuéntanos!...

– ¡Chit! Más despacio –ordenó Meg –. Es el palco bajo, número 5, el primer palco, saben, al lado del palco balcón de la izquierda.

– ¡No digas!

– ¡Pues así es...! ¡Mamá es la acomodadora del palco, con que ya ven! Pero, ¿me juran que no dirán nada?

– ¡Sí, claro, sí!

– Pues bien, es el palco del Fantasma...

Nadie lo ocupa desde hace un mes, excepto el Fantasma, por supuesto, y se ha dado orden a la boletería de no venderlo nunca.

– ¿Y es cierto que el Fantasma lo ocupa?

– Por supuesto.

– ¿Entonces se verá a alguien?

– ¡No, señor!... El Fantasma lo ocupa y no se ve a nadie.

Las pequeñas bailarinas se miraron unas a otras. Si el Fantasma ocupaba el palco, tenía que vérsele,puesto que usaba frac y tenía cráneo de muerto. Le hicieron comprender esto a la pequeña Meg, la cual les replicó:

– ¡Pues no se ve al Fantasma! No tiene frac ni cabeza. ¡Todo lo que han contado sobre su calavera y su cabeza de fuego son patrañas!... Solamente se le oye cuando está en el palco. Mamá no lo ha visto nunca, pero lo ha oído. ¡Mamá lo sabe perfectamente, puesto que es ella la que le da el programa!

La Sorelli creyó un deber intervenir:

– Pequeña Giry, te estás burlando de nosotras.

Entonces la pequeña Giry se echó a llorar.

–Mejor habría hecho en callarme... Si mamá supiera... Pero la verdad es que José Buquet hace mal en ocuparse de cosas que no le importan... eso le va a traer desgracia...; mamá lo decía anoche mismo...

En ese momento unos pasos pesados y precipitados resonaron en el corredor y una voz sofocada decía:

– Cecilia, Cecilia, ¿estás ahí?

– Es la voz de mamá –dijo Saint-James –. ¿Qué hay? –. Y abrió la puerta. Una honorable señora de la talla de un granadero pomeriano se precipitó en el camarín y se dejó caer en una silla. Los ojos se le salían de las órbitas, iluminando lúgubremente su cara de terracota.

– ¡Qué desgracia! –exclamó. ¡Qué desgracia!

– ¿El qué? ¿El qué?

– José Buquet...

– Sí, José Buquet...

– José Buquet ha muerto.

El camarín se llenó de exclamaciones, de protestas llenas de sorpresa, de pedidos, de explicaciones...

– Sí, acaban de encontrarle ahorcado en el tercer sótano...

– ¡Ha sido el Fantasma! –exclamó como a pesar suyo la pequeña Giry, pero enseguida se retractó, llevándose los puños a la boca: ¡No! ¡No! ¡Yo no he querido decir eso!..

Alrededor de ella todas sus compañeras repetían en voz baja, aterrorizadas:

– ¡Por supuesto! ¡Es el Fantasma!

La Sorelli estaba muy pálida...

– ¿De dónde voy a sacar fuerzas para dirigirles la palabra? –exclamó.

La señora Saint-James dio su opinión vaciando una capita que había quedado sobre una mesita.

– Sí, debía haber gato encerrado en este asunto...

La verdad es que nunca se supo a ciencia cierta cómo murió José Buquet. La encuesta, muy somera, no dio ningún resultado, lucra de comprobar el suicidio natural. En las "Memorias de un director", el señor Moncharmin, que era uno de los directores que sucedieron a los señores Debienne y Poligny, está relatado en esta forma el incidente del ahorcado:





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