CAPITULO PRIMERO
Que contiene en pocas líneas la historia de una familia francesa, desde
1879 hasta nuestros días.
El hotel D'Esparvieu yergue sus tres pisos austeros a la sombra de San
Sulpicio, entre un patio verde y musgoso y un jardín de vez en cuando
estrechado por las edificaciones cada vez más elevadas y más próximas, en el
cual dos añosos castaños alzan aún sus copas marchitas. Allí vivió, desde 1825
a 1857, Alejandro Bussart D'Esparvieu, que dio lustre a su familia y fue
vicepresidente del Consejo de Estado con el Gobierno de julio, miembro de la
Academia de Ciencias Morales y Políticas, y autor del Estudio acerca de las
instituciones civiles y religiosas de los pueblos, en tres volúmenes en octavo;
obra que, por desgracia, quedó sin terminar.
Este eminente teórico de la monarquía liberal dejó por heredero de su
sangre, de su fortuna y de su gloria, a Fulgencio Adolfo Bussart D'Esparvieu,
senador bajo el segundo Imperio quien acrecentó considerablemente su patrimonio
con la compra de terrenos que más adelante serían cruzados por la avenida de la
Emperatriz, y pronunció un discurso notable en defensa del poder temporal de
los Papas.
Fulgencio tuvo tres hijos: el mayor, Marcos Alejandro, que ingresó en el
Ejército y llegó a general, hablaba bien; segundo, Cayetano que no reveló
ninguna especial aptitud, solía vivir en el campo, domaba potros, iba de caza o
se entretenía con los pinceles y con la música; el último, Renato que desde su
infancia fue inducido a seguir la carrera de la Magistratura presentó la
dimisión de su cargo para librarse de aplicar los decretos de Ferry acerca de
las Congregaciones y cuando más adelante vio renacer bajo la presidencia de Falliéres
los tiempos de Decio y de Diocleciano, puso toda su ciencia y su actividad al
servicio de la Iglesia perseguida.
Desde el Concordato de 1801 hasta los últimos años del segundo Imperio,
los D'Esparvieu sólo iban a misa por fórmula. Eran escépticos en el fondo, pero
consideraban la religión indispensable para gobernar. Marcos y Renato fueron
los primeros de su familia que mostraron una devoción sincera; el general,
cuando era coronel, consagró su regimiento al Corazón de Jesús, y observaba tan
fervorosamente las prácticas religiosas que hasta entre los militares
sobresalía, a pesar de ser muy sabido que la piedad, hija del Cielo, eligió
para su residencia predilecta sobre la Tierra el corazón de los generales de la
tercera República. La fe tiene sus vicisitudes; durante el antiguo régimen el
pueblo fue creyente, pero no lo fueron la nobleza ni la burguesía letrada, y
durante el primer Imperio todo el ejército era impío. Ahora el pueblo no cree
en nada y la burguesía, propensa a creer, a veces lo consigue como lo consiguieron
Marcos y Renato D'Esparvieu; sólo su hermano Cayetano, hidalgo rural, no dejó
de ser agnóstico, palabra con que las personas de buenos modales disfrazan el
odioso calificativo de librepensador, y al declararlo sencillamente contravenía
los usos que prohíben ostentar ciertas convicciones. En nuestro sigo hay tantas
maneras de ser creyente y ser incrédulo, que los futuros historiadores han de
verse muy apurados para diferenciarlas. Pero ¿se desenmaraña mejor el estado de
las creencias en los tiempos de Ambrosio y de Símaco?.
Además de su catolicismo ferviente, Renato D'Esparvieu tenía muy
arraigadas las ideas liberales que sus antepasados le transmitieron como una
herencia sagrada. Obligado a combatir a la República atea y jacobina, seguía
declarándose republicano, y en nombre de la Libertad reclamaba la independencia
y la soberanía de la Iglesia. Cuando se promovieron los reñidos debates de la
separación y de las contiendas de los inventarios, los sínodos de obispos y las
asambleas de fieles se reunían en su casa.
Mientras en el amplio salón verde se agrupaban los jefes más ilustres del
partido católico: prelados, generales, senadores, diputados, periodistas;
mientras todas aquellas almas se sometían a Roma con obediencia humilde;
mientras el señor D'Esparvieu, de codos sobre el mármol de la chimenea, combatía
el derecho civil con el derecho canónico y protestaba elocuentemente contra el
despojo sufrido por la Iglesia en Francia, dos rostros antiguos, mudos,
inmóviles, contemplaban la moderna asamblea. A la derecha del hogar y pintado
por David, el de Román Bussart, labrador de Esparvreu, con aspecto rudo y
artero, algo socarrón; y no le faltaban motivos para reír en aquellas
circunstancias, porque había cimentado la fortuna de la familia con la compra
de bienes de la Iglesia; y a la izquierda, pintado por Gerard, en traje de
gala, cubierto de condecoraciones, el hijo del labrador, barón Emilio Bussart
D'Esparvieu, prefecto del Imperio y después canciller de Carlos X, que al morir
en 1837 era mayordomo de su parroquia y en su agonía recitaba los versitos de La doncells, de Voltaire.
Renato D'Esparvieu se había casado en 1888 con María Antonieta Coupelle,
hija del barón Coupelle, dueño de una metalúrgica en Blainville (alto Loira);
dicha señora presidía la Asociación de Madres Cristianas desde 1903, y este
matrimonio modelo casó a su hija mayor en 1908 y conservaba a su lado una hija
y dos hijos.
El menor, León, de seis años, tenía su alcoba entre la de su madre y la
de su hermana Berta. Mauricio, el mayor, se alojaba en un pabelloncito
compuesto de dos habitaciones, en el fondo del jardín y gozaba allí de una
libertad que le hacía soportable la vida de familia. Era un muchacho bastante
guapo, elegante sin afectación manifiesta, y sus labios sabían sonreír
amablemente.
A los veinticinco años Mauricio profesaba las doctrinas del Eclesiastés.
Seguro de que el hombre no saca ningún provecho de los trabajos de este mundo
evitaba todo género de molestias. Desde su más tierna infancia, este hijo de
familia, hizo todo lo posible para no estudiar, y se mostró refractario a las
enseñanzas de la Escuela de Derecho, donde obtuvo, a pesar de todo, el título
de doctor.
Ni defendía pleitos ni tomaba parte alguna en las actuaciones; no sabía
nada ni quería saber nada; nunca se rebeló contra la simpática limitación de su
inteligencia, y su afortunado instinto le indujo a mantenerse dentro de sus
cortos alcances en vez de aspirar a una ilusoria comprensión.
Mauricio había recibido del Cielo, según opinaba el reverendo padre
Patouille, los beneficios de una educación católica. Desde su infancia la
devoción se le ofrecía en ejemplos domésticos, y cuando al salir del colegio se
matriculó en la Escuela de Derecho, tuvo la fortuna de ver en su propia casa la
ciencia de los doctores, las virtudes de los confesores, la constancia de las
mujeres fuertes. Admitido en la vida social y política durante la terrible
persecución de la Iglesia en rancia, Mauricio no faltó a ninguna manifestación
de la juventud católica; intervino en la construcción de las barricadas de su parroquia
para oponerse a los inventarios, y figuró entre los que desengancharon los
caballos del coche del arzobispo arrojado de su palacio; pero no era de los que
se entusiasmaban mucho; nunca se le vio en las primeras filas de aquel grupo
heroico, no exaltó a los soldados para que se declarasen en gloriosa rebeldía,
ni arrojó sobre los agentes del Fisco inmundicias e insultos.
Se concretaba a cumplir con su deber, y si en la imponente peregrinación
de 1911 se distinguió entre los camilleros de Lourdes, fue sólo, acaso, por
agradar a la señora de la Verdeliére, que gusta de los hombres robustos. El
reverendo padre Patouille, amigo de la familia y profundo conocedor de las
almas, lamentaba que Mauricio aspirase al martirio con tanta moderación, le
amaba perezoso, le daba tironcitos de oreja y le reprochaba su apatía. Pero si
bien su fervor no era mucho, Mauricio no dejaba de ser creyente. Entre los
extravíos juveniles, conservó su fe intacta, porque no le había preocupado;
nunca la sometió a examen; tampoco tuvo curiosidad por conocer a fondo las
ideas morales que dominaban en la sociedad a que pertenecía, y las admitió como
cosa corriente. Así, pudo suponer que obraba en todas las ocasiones de un modo
perfectamente honrado, de esto no le fuera posible si se parase a discurrir
acerca del fundamento de las costumbres. Era irritable, colérico; tenía
arraigado el sentimiento del honor y le profesaba un verdadero culto; no era ambicioso
ni vano; como la mayoría de los franceses, tampoco era derrochador; por su
gusto nunca daba dinero a las mujeres si ellas no le, obligaban; creía
despreciarlas y las adoraba. Como la sensualidad era instintiva en él, no pudo
medir ese impulso de su naturaleza; pero nadie le suponía (y hasta él mismo lo
ignoraba por completo, aun cuando no fuese difícil advertirla en el brillo que
algunas veces humedecía sus hermosos ojos pardos) una marcada predisposición a
la ternura y a la intimidad; sin embargo, en las relaciones comunes de la vida
era bastante vulgarote.
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