I
Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el
pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de
todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona.
Aunque ni el diablo sabe qué es lo que ha de
recordar la gente, ni por qué. En realidad, siempre he pensado que no hay
memoria colectiva, lo que quizá sea una forma de defensa de la especie humana.
La frase "todo tiempo pasado fue mejor" no indica que antes
sucedieran menos cosas malas, sino que —felizmente— la gente las echa en el
olvido. Desde luego, semejante frase no tiene validez universal; yo, por
ejemplo, me caracterizo por recordar preferentemente los hechos malos y, así,
casi podría decir que "todo tiempo pasado fue peor", si no fuera
porque el presente me parece tan horrible como el pasado; recuerdo tantas
calamidades, tantos rostros cínicos y crueles, tantas malas acciones, que la
memoria es para mí como la temerosa luz que alumbra un sórdido museo de la
vergüenza. ¡Cuántas veces he quedado aplastado durante horas, en un rincón
oscuro del taller, después de leer una noticia en la sección policial!. Pero la
verdad es que no siempre lo más vergonzoso de la raza humana aparece allí;
hasta cierto punto, los criminales son gente más limpia, más inofensiva; esta
afirmación no la hago porque yo mismo haya matado a un ser humano: es una honesta
y profunda convicción. ¿Un individuo es pernicioso?. Pues se lo liquida y se
acabó. Eso es lo que yo llamo una buena acción. Piensen cuánto peor es
para la sociedad que ese individuo siga destilando su veneno y que en vez de
eliminarlo se quiera contrarrestar su acción recurriendo a anónimos,
maledicencia y otras bajezas semejantes. En lo que a mí se refiere, debo confesar
que ahora lamento no haber aprovechado mejor el tiempo de mi libertad,
liquidando a seis o siete tipos que conozco.
Que el mundo es horrible, es una verdad que
no necesita demostración. Bastaría un hecho para probarlo, en todo caso: en un
campo de concentración un ex pianista se quejó de hambre y entonces lo
obligaron a comerse una rata, pero viva.
No es de eso, sin embargo, de lo que quiero
hablar ahora; ya diré más adelante, si hay ocasión, algo más sobre este asunto
de la rata.
II
Como decía, me llamo Juan Pablo Castel.
Podrán preguntarse qué me mueve a escribir la historia de mi crimen (no sé si
ya dije que voy a relatar mi crimen) y, sobre todo, a buscar un editor. Conozco
bastante bien el alma humana para prever qué pensarán en la vanidad. Piensen lo
que quieran: me importa un bledo; hace rato que me importan un bledo la opinión
y la justicia de los hombres. Supongan, pues, que publico esta historia por
vanidad. Al fin de cuentas estoy hecho de carne, huesos, pelo y uñas como
cualquier otro hombre y me parecería muy injusto que exigiesen de mí,
precisamente de mí, cualidades especiales; uno se cree a veces un superhombre,
hasta que advierte que también es mezquino, sucio y pérfido. De la vanidad no
digo nada: creo que nadie está desprovisto de este notable motor del Progreso
Humano. Me hacen reír esos señores que salen con la modestia de Einstein o
gente por el estilo; respuesta: es fácil ser modesto cuando se es célebre; quiero
decir parecer modesto. Aun cuando se imagina que no existe en absoluto,
se la descubre de pronto en su forma más sutil: la vanidad de la modestia.
¡Cuántas veces tropezamos con esa clase de individuos! Hasta un hombre, real o
simbólico, como Cristo, pronunció palabras sugeridas por la vanidad o al menos
por la soberbia. ¿Qué decir de León Bloy, que se defendía de la acusación de soberbia
argumentando que se había pasado la vida sirviendo a individuos que no le
llegaban a las rodillas?
La vanidad se encuentra en los lugares más
inesperados: al lado de la bondad, de la abnegación, de la generosidad. Cuando
yo era chico y me desesperaba ante la idea de que mi madre debía morirse un día
(con los años se llega a saber que la muerte no sólo es soportable sino hasta reconfortante),
no imaginaba que mi madre pudiese tener defectos. Ahora que no existe, debo
decir que fue tan buena como puede llegar a serlo un ser humano. Pero recuerdo,
en sus últimos años, cuando yo era un hombre, cómo al comienzo me dolía
descubrir debajo de sus mejores acciones un sutilísimo ingrediente de vanidad o
de orgullo. Algo mucho más demostrativo me sucedió a mí mismo cuando la
operaron de cáncer. Para llegar a tiempo tuve que viajar dos días enteros sin
dormir. Cuando llegué al lado de su cama, su rostro de cadáver logró sonreírme
levemente, con ternura, y murmuró unas palabras para compadecerme (¡ella se
compadecía de mi cansancio!). Y yo sentí dentro de mí, oscuramente, el vanidoso
orgullo de haber acudido tan pronto. Confieso este secreto para que vean hasta
qué punto no me creo mejor que los demás.
Sin embargo, no relato esta historia por
vanidad. Quizá estaría dispuesto a aceptar que hay algo de orgullo o de
soberbia. Pero ¿por qué esa manía de querer encontrar explicación a todos los actos
de la vida?
Cuando comencé este relato estaba firmemente
decidido a no dar explicaciones de ninguna especie. Tenía ganas de contar la
historia de mi crimen, y se acabó, al que no le gustara, que no la leyese.
Aunque no lo creo, porque precisamente esa gente que siempre anda detrás de las
explicaciones es la más curiosa y pienso que ninguno de ellos se perderá la
oportunidad de leer la historia de un crimen hasta el final.
Podría reservarme los motivos que me
movieron a escribir estas páginas de confesión; pero como no tengo interés en
pasar por excéntrico, diré la verdad, que de todos modos es bastante simple,
pensé que podrían ser leídas por mucha gente, ya que ahora soy célebre; y
aunque no me hago muchas ilusiones acerca de la humanidad en general y de los
lectores de estas páginas en particular, me anima la débil esperanza de que
alguna persona llegue a entenderme. AUNQUE SEA UNA SOLA PERSONA.
"¿Por qué —se podrá preguntar alguien—
apenas una débil esperanza si el manuscrito ha de ser leído por tantas
personas? Éste es el género de preguntas que considero inútiles, y no obstante hay
que preverlas, porque la gente hace constantemente preguntas inútiles,
preguntas que el análisis más superficial revela innecesarias. Puedo hablar
hasta el cansancio y a gritos delante de una asamblea de cien mil rusos, nadie
me entendería. ¿Se dan cuenta de lo que quiero decir?
Existió una persona que podría entenderme. Pero fue, precisamente, la
persona que maté.
III
Todos saben que maté a María Iribarne
Hunter. Pero nadie sabe cómo la conocí, qué relaciones hubo exactamente entre
nosotros y cómo fui haciéndome a la idea de matarla. Trataré de relatar todo
imparcialmente porque, aunque sufrí mucho por su culpa, no tengo la necia
pretensión de ser perfecto.
En el Salón de Primavera de 1946 presenté un
cuadro llamado Maternidad. Era por el estilo de muchos otros anteriores:
como dicen los críticos en su insoportable dialecto, era sólido, estaba bien arquitecturado.
Tenía, en fin, los atributos que esos charlatanes encontraban siempre en mis
telas, incluyendo "cierta cosa profundamente intelectual". Pero
arriba, a la izquierda, a través de una ventanita, se veía una escena pequeña y
remota: una playa solitaria y una mujer que miraba el mar. Era una mujer que
miraba como esperando algo, quizá algún llamado apagado y distante. La escena sugería,
en mi opinión, una soledad ansiosa y absoluta.
Nadie se fijó en esta escena; pasaban la
mirada por encima, como por algo secundario, probablemente decorativo. Con
excepción de una sola persona, nadie pareció comprender que esa escena
constituía algo esencial. Fue el día de la inauguración. Una muchacha
desconocida estuvo mucho tiempo delante de mi cuadro sin dar importancia, en
apariencia, a la gran mujer en primer plano, la mujer que miraba jugar al niño.
En cambio, miró fijamente la escena de la ventana y mientras lo hacía tuve la
seguridad de que estaba aislada del mundo entero; no vio ni oyó a la gente que
pasaba o se detenía frente a mi tela.
La observé todo el tiempo con ansiedad.
Después desapareció en la multitud, mientras yo vacilaba entre un miedo
invencible y un angustioso deseo de llamarla. ¿Miedo de qué? Quizá, algo así
como miedo de jugar todo el dinero de que se dispone en la vida a un solo
número. Sin embargo, cuando desapareció, me sentí irritado, infeliz, pensando
que podría no verla más, perdida entre los millones de habitantes anónimos de
Buenos Aires.
Esa noche volví a casa nervioso,
descontento, triste.
Hasta que se clausuró el salón, fui todos
los días y me colocaba suficientemente cerca para reconocer a las personas que
se detenían frente a mi cuadro. Pero no volvió a aparecer.
Durante los meses que siguieron, sólo pensé
en ella, en la posibilidad de volver a verla. Y, en cierto modo, sólo pinté
para ella. Fue como si la pequeña escena de la ventana empezara a crecer y a
invadir toda la tela y toda mi obra.
IV
Una tarde, por fin, la vi por la calle.
Caminaba por la otra vereda, en forma resuelta, como quien tiene que llegar a
un lugar definido a una hora definida.
La reconocí inmediatamente; podría haberla
reconocido en medio de una multitud. Sentí una indescriptible emoción. Pensé
tanto en ella, durante esos meses, imaginé tantas cosas, que al verla, no supe
qué hacer.
La verdad es que muchas veces había pensado
y planeado minuciosamente mi actitud en caso de encontrarla. Creo haber dicho
que soy muy tímido; por eso había pensado y repensado un probable encuentro y
la forma de aprovecharlo. La dificultad mayor con que siempre tropezaba en esos
encuentros imaginarios era la forma de entrar en conversación. Conozco muchos
hombres que no tienen dificultad en establecer conversación con una mujer
desconocida. Confieso que en un tiempo les tuve mucha envidia, pues, aunque
nunca fui mujeriego, o precisamente por no haberlo sido, en dos o tres
oportunidades lamenté no poder comunicarme con una mujer, en esos pocos casos
en que parece imposible resignarse a la idea de que será para siempre ajena a
nuestra vida. Desgraciadamente, estuve condenado a permanecer ajeno a la vida
de cualquier mujer.
En esos encuentros imaginarios había
analizado diferentes posibilidades. Conozco mi naturaleza y sé que las
situaciones imprevistas y repentinas me hacen perder todo sentido, a fuerza de
atolondramiento y de timidez. Había preparado, pues, algunas variantes que eran
lógicas o por lo menos posibles. (No es lógico que un amigo íntimo le mande a
uno un anónimo insultante, pero todos sabemos que es posible.)
La muchacha, por lo visto, solía ir a
salones de pintura. En caso de encontrarla en uno, me pondría a su lado y no
resultaría demasiado complicado entrar en conversación a propósito de algunos
de los cuadros expuestos.
Después de examinar en detalle esta
posibilidad, la abandoné. Yo nunca iba a salones de pintura. Puede
parecer muy extraña esta actitud en un pintor, pero en realidad tiene
explicación y tengo la certeza de que si me decidiese a darla todo el mundo me
daría la razón. Bueno, quizá exagero al decir "todo el mundo". No, seguramente
exagero. La experiencia me ha demostrado que lo que a mí me parece claro y
evidente casi nunca lo es para el resto de mis semejantes. Estoy tan quemado
que ahora vacilo mil veces antes de ponerme a justificar o a explicar una
actitud mía y, casi siempre, termino por encerrarme en mí mismo y no abrir la
boca. Esa ha sido justamente la causa de que no me haya decidido hasta hoy a
hacer el relato de mi crimen. Tampoco sé, en este momento, si valdrá la pena
que explique en detalle este rasgo mío referente a los salones, pero temo que,
si no lo explico, crean que es una mera manía, cuando en verdad obedece a
razones muy profundas.
Realmente, en este caso hay más de una
razón. Diré antes que nada, que detesto los grupos, las sectas, las cofradías,
los gremios y en general esos conjuntos de bichos que se reúnen por razones de
profesión, de gusto o de manía semejante. Esos conglomerados tienen una
cantidad de atributos grotescos, la repetición del tipo, la jerga, la vanidad
de creerse superiores al resto.
Observo que se está complicando el problema,
pero no veo la manera de simplificarlo. Por otra parte, el que quiera dejar de
leer esta narración en este punto no tiene más que hacerlo; de una vez por
todas le hago saber que cuenta con mi permiso más absoluto.
¿Qué quiero decir con eso de
"repetición del tipo"? Habrán observado qué desagradable es encontrarse
con alguien que a cada instante guiña un ojo o tuerce la boca. Pero, ¿imaginan
a todos esos individuos reunidos en un club? No hay necesidad de llegar a esos
extremos, sin embargo, basta observar las familias numerosas, donde se repiten
ciertos rasgos, ciertos gestos, ciertas entonaciones de voz. Me ha sucedido
estar enamorado de una mujer (anónimamente, claro) y huir espantado ante la
posibilidad de conocer a las hermanas. Me había pasado ya algo horrendo en otra
oportunidad: encontré rasgos muy interesantes en una mujer, pero al conocer a
una hermana quedé deprimido y avergonzado por mucho tiempo, los mismos rasgos
que en aquella me habían parecido admirables aparecían acentuados y deformados
en la hermana, un poco caricaturizados. Y esa especie de visión deformada de la
primera mujer en su hermana me produjo, además de esa sensación, un sentimiento
de vergüenza, como si en parte yo fuera culpable de la luz levemente ridícula
que la hermana echaba sobre la mujer que tanto había admirado.
Quizá cosas así me pasen por ser pintor,
porque he notado que la gente no da importancia a estas deformaciones de
familia. Debo agregar que algo parecido me sucede con esos pintores que imitan
a un gran maestro, como por ejemplo esos malhadados infelices que pintan a la
manera de Picasso.
Después, está el asunto de la jerga, otra de
las características que menos soporto. Basta examinar cualquiera de los
ejemplos: el psicoanálisis, el comunismo, el fascismo, el periodismo. No tengo
preferencias; todos me son repugnantes. Tomo el ejemplo que se me ocurre en
este momento: el psicoanálisis. El doctor Prato tiene mucho talento y lo creía
un verdadero amigo, hasta tal punto que sufrí un terrible desengaño cuando
todos empezaron a perseguirme y él se unió a esa gentuza; pero dejemos esto. Un
día, apenas llegué al consultorio, Prato me dijo que debía salir y me invitó a
ir con él:
— ¿A dónde? —le pregunté.
— A un cóctel de la Sociedad —respondió.
— ¿De qué Sociedad? —pregunté con oculta
ironía, pues me revienta esa forma de emplear el artículo determinado que
tienen todos ellos, la Sociedad, por la Sociedad Psicoanalítica; el Partido,
por el Partido Comunista, la Séptima, por la Séptima Sinfonía de
Beethoven.
Me miró extrañado, pero yo sostuve su mirada
con ingenuidad.
— La Sociedad Psicoanalítica, hombre —respondió
mirándome con esos ojos penetrantes que los freudianos creen obligatorios en su
profesión, y como si también se preguntara: "¿qué otra chifladura le está
empezando a este tipo?"
Recordé haber leído algo sobre una reunión o
congreso presidido por un doctor Bernard o
Bertrand. Con la convicción de que no podía
ser eso, le pregunté si era eso. Me miró con una sonrisa despectiva.
— Son unos charlatanes —comentó—. La única
sociedad psicoanalítica reconocida internacionalmente es la nuestra.
Volvió a entrar en su escritorio, buscó en
un cajón y finalmente me mostró una carta en inglés.
La miré por cortesía.
— No sé inglés — expliqué.
— Es una carta de Chicago. Nos acredita como
la única sociedad de psicoanálisis en la
Argentina.
Puse cara de admiración y profundo respeto.
Luego salimos y fuimos en automóvil hasta el
local. Había una cantidad de gente. A algunos los conocía de nombre, como al
doctor Goldenberg, que últimamente había tenido mucho renombre a raíz de haber
intentado curar a una mujer los metieron a los dos en el manicomio. Acababa de
salir.
Lo miré atentamente, pero no me pareció peor
que los demás, hasta me pareció más calmo, tal vez como resultado del encierro.
Me elogió los cuadros de tal manera que comprendí que los detestaba.
Todo era tan elegante que sentí vergüenza
por mi traje viejo y mis rodilleras. Y sin embargo, la sensación de grotesco
que experimentaba no era exactamente por eso sino por algo que no terminaba de
definir. Culminó cuando una chica muy fina, mientras me ofrecía unos sandwiches,
comentaba con un señor no sé qué problema de masoquismo anal. Es probable,
pues, que aquella sensación resultase de la diferencia de potencial entre los
muebles modernos, limpísimos, funcionales, y damas y caballeros tan aseados
emitiendo palabras génito-urinarias.
Quise buscar refugio en algún rincón, pero
resultó imposible. El departamento estaba atestado de gente idéntica que decía
permanentemente la misma cosa. Escapé entonces a la calle. Al encontrarme con
personas habituales (un vendedor de diarios, un chico, un chofer), me pareció
de pronto fantástico que en un departamento hubiera aquel amontonamiento.
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