I
Muchos testimonios lo proclaman: el callejón de Midaq fue una de las joyas de otros tiempos y brilló como rutilante estrella en la historia de El Cairo. ¿A qué Cairo me refiero? ¿Al de los fatimíes, al de los mamelucos o al de los sultanes otomanos? La respuesta sólo la saben Dios y los arqueólogos. A nosotros nos basta con constatar que el callejón es una preciosa reliquia del pasado. ¿Cómo podía ser de otra manera con el hermoso empedrado que lleva directamente a la histórica calle Sanadiqiya? Además tiene el café que todos conocen como el Café de Kirsha, con muros adornados de abigarrados arabescos. Todo esto con una antigüedad neta, en estado de ruina y decadencia, y con fuertes efluvios de medicinas y drogas de otras épocas, que al paso del tiempo se van sustituyendo por los del presente y los del futuro.
Aunque el callejón está totalmente aislado del bullicio exterior, tiene una vida propia, cuyas raíces correctas, básica y fundamentalmente, con un mundo profundo del que guarda secretos muy antiguos.
Se anunciaba la puesta del sol, revolviendo al callejón de Midaq, en un velo de sombras, más oscuro aún porque estaba encerrado entre tres paredes, como una ratonera. Se entraba a él por la calle Sanadiqiya, y luego el camino subía en desorden, flanqueado por una tienda, un horno y un café a un lado, por otra tienda y un bazar al otro, para acabar de pronto, igual que acabó su pasado glorioso, ante dos inmuebles contiguos, compuestos de tres pisos cada uno.
Los ruidos del día se habían apagado y comenzaban a oírse los del atardecer, susurros dispersos, jaculatorias, "Buenas noches a todos", "Pasad, es la hora de la tertulia", "¡Se bueno, tío Kamil, y cierra la tienda!", "¡Cambia el agua del narguile, Sanker!", "¡Apaga el horno, Yaada!", "Este hachís me oprime el pecho", "Cinco años de apagones y bombardeos es el precio que hemos de pagar por nuestros pecados".
Dos tiendas, sin embargo, la del tío Kamil, el vendedor de dulces, a la derecha de la entrada del callejón, y la barbería de enfrente, continuaban abiertas después de la puesta del sol. El tío Kamil tenía la costumbre de sentarse en una silla a la puerta de su tienda -mejor dicho, su covacha- y de dormir con un matamoscas sobre el pecho. No se despertaba hasta que no entraba un cliente, a no ser que Abbas al-Helu, el barbero, lo hiciera con una de sus bromas. Era un hombre corpulento, con dos piernas como troncos y un enorme trasero redondo como una cúpula: la parte central reposaba sobre la silla y el resto desbordada por los lados. Tenía la barriga como un tonel y los pechos abultados. El cuello no se veía, pero de entre los hombros salía un rostro redondo, hinchado e inyectado en sangre, con los rasgos desdibujados por las hinchazones, sin podérsele ver en él ninguna traza. Remataba el conjunto una cabeza pequeña, calva y de piel pálida y colorada a la vez. Jadeaba constantemente, como si acabara de correr un maratón, y no era capaz de vender un solo dulce sin que volviera a vencerle el sueño. La gente le decía que se moriría el día menos pensado con el corazón asfixiado bajo la grasa. Y él incluso decía lo mismo. ¿Qué más le daba morir, si se pasaba la vida durmiendo?.
La barbería, aunque pequeña, era considerada como elegante. Tenía un espejo y un sillón, además de los instrumentos propios del oficio. El barbero era un hombre de estatura mediana, tez pálida y con tendencia a echar carnes. Tenía los ojos algo saltones y el pelo liso tirando a amarillo, a pesar de que era de piel morena. Llevaba traje y nunca se quitaba el delantal, quizá para imitar a los grandes de la profesión.
Ambos personajes permanecían en sus tiendas después de que el gran bazar contiguo a la barbería cerrara sus puertas y los empleados hubieran desfilado camino de sus casas. El último en salir era el dueño, Salim Alwan. Elegantemente arropado en su aljuba y su caftán, se dirigía con paso airoso hacía el final del callejón donde le aguardaba un carruaje. Subía a él con dignidad y llenaba el asiento con su rolliza figura, precedida de unos hermosos bigotes circasianos. El cochero golpeaba con el pie la campana que sonaba con estrépito, y el coche, tirado por un caballo, se ponía en movimiento hacia la calle de Guriya para tomar luego por la Hilmiya.
En el fondo del callejón los dos inmuebles habían cerrado los prosigue para protegerse del fresco del anochecer. De sus rendijas salía la luz de las lámparas. El callejón de Midaq hubiera quedado en completo silencio, en cuyos cables anidaban las moscas, y se empezaba a llenar de contertulios. Era una sala cuadrada, bastante destartalada. Sin embargo, las paredes, a pesar de su ruina, estaban adornadas de arabescos. Los únicos indicios de su gloria pasada eran su antigüedad y los pocos divanes que había repartidos por la sala. En la entrada del café, un operario se aplicaba en fijar un gastado y viejo aparato de radio a la pared. En los divanes se hallaban unos cuantos clientes fumando el narguile y bebiendo té.
Cerca de la puerta había un hombre sentado, de unos cincuenta años, vestido con una yilbaba cuyo cuello prolongábalo una de esas corbatas que gustan de lucir los señores. Ante sus ojos vacilantes se posaban unas gafas de montura de oro, de aspecto muy caro. Se había quitado los zuecos y los había dejado a un lado, junto a sus pies. Estaba tieso como una estatua y callado como un muerto. No miraba ni a derecha ni a izquierda, como si se hallara solo en el mundo.
Entró entonces un viejo decrépito, al que el paso de los años no había dejado un solo miembro sano. Un muchacho lo conducía de la mano izquierda y bajo el brazo derecho llevaba un rabel y un libro. El viejo saludó a los presentes y se encaminó al diván del centro de la sala. Se acomodó en él ayudado del chico, que se sentó a su lado. Dejó el instrumento y el libro entre los dos y empezó a prepararse, mientras miraba a los allí reunidos, como queriéndose cerciorar del efecto de su presencia. Fijó los ojos apagados y enrojecidos en Sunker, el joven camarero, con ansiosa expectación. Como se alargara su espera notando que el mozo fingía ignorarlo, rompió el silencio gritando con voz espesa:
- ¡El café, Sunker!
El joven se volvió ligeramente hacia él y después de un instante de vacilación, le dio la espalda en silencio, sin hacer caso de su petición. El viejo comprendió el gesto que, en el fondo, ya se había esperado. Pero el cielo acudió en su ayuda, porque en aquel momento entró un hombre que había oído la petición del anciano y observado la indiferencia del camarero. Se dirigió a éste con voz autoritaria y le dijo:
-¡Tráele un café al poeta, muchacho!
El poeta miró al recién llegado con agradecimiento y en tono ligeramente amargo dijo:
- Dios se lo pague, doctor Bushi.
El "doctor" lo saludó y se sentó junto a él. Iba ataviado con un inadecuado conjunto de yilbaba, gorro y zuecos de madera. Era dentista, pero había aprendido el oficio con la práctica, sin haber asistido jamás a una escuela de odontología, ni de ninguna otra clase. Al principio había trabajado como ayudante de un dentista en el Gamaliya, y a fuerza de observación e inteligencia había llegado a dominar excelentemente el oficio. Se había labrado una reputación por sus útiles remedios, aunque lo que él prefería era arrancar muelas, porque, en su opinión, era la mayor cura. A veces, la extracción de una muela, en su consulta ambulante, era muy dolorosa, pero costaba muy poco dinero: una piastra para los pobres y dos para los ricos (los ricos del callejón de Midaq, se entiende). Si se producía una hemorragia, lo que solía suceder con bastante frecuencia, era atribuido a la voluntad divina, de la que se esperaba también que previniera peores accidentes. A Kirsha, el dueño del café, le había puesto una dentadura de oro por sólo dos guineas. En el callejón y por los alrededores lo llamaban "doctor" y seguramente era el primero de su clase que debía su título a sus pacientes.
Sunker llevó el café al poeta, tal como se lo había mandado el "doctor". El viejo levantó la taza a los labios, soplando para que se enfriara. Luego se puso a beber con pequeños sorbos. Cuando lo hubo apurado y dejado la taza a un lado, se acordó de la grosería del camarero. Lo miró de reojo y murmuró con indignación:
- ¡Maleducado!
Tomó el rabel y se puso a afinarlo, evitando las miradas furiosas que le dirigía Sunker. Tocó unas notas introductorias, las mismas que el Café de Kirsha había escuchado todas las noches desde hacía veinte años o más, y meció su endeble cuerpo al ritmo de la música. acto seguido se aclaró la garganta, escupió y dijo:
- En nombre de Dios. - Y elevando la espesa voz prosiguió-: Hoy empezaremos con una oración al profeta. A nuestro profeta árabe, del más puro linaje de Adnan. Abu Saada al-Zanati dijo...
Fue interrumpido por alguien que acababa de entrar y que le gritó con voz ronca:
- ¡Cállate! ¡Ni una palabra más!
El anciano alzó sus apagados ojos del instrumento y topó con los adormecidos y sombríos del patrón Kirsha, el alto, flaco y oscuro dueño del café. Lo miró con tristeza y vaciló un instante, como si le costara dar crédito a sus oídos. Tratando de pasar por alto las desagradables palabras de Kirsha, volvió a recitar:
- Abu Saada al-Zanati dijo...
El dueño del café gritó con exasperación:
-¿Nos obligarás a que te escuchemos? ¡Es el colmo, el colmo! ¿No te lo advertí la semana pasada?
El rostro del viejo se ensombreció y dijo en tono de reproche:
- Me parece que has abusado del hachís, y no encuentras otra víctima que yo.
Pero el otro, sin deponer la ira, replicó:
- Tengo despejada la cabeza, chiflado, y sé lo que quiero. ¿Crees que te voy a dejar actuar en mi café después de cómo me has insultado con tu sucia lengua?
El anciano poeta dulcificó un poco la voz con ánimos de apaciguar al hombre furioso y dijo:
- Este café también me pertenece. ¿No he recitado en él durante los últimos veinte años?
El dueño fue a sentarse a su sitio habitual, detrás de la caja, y contestó:
- Nos sabemos tus historias de memoria y no nos hace falta escucharlas de nuevo. La gente ya no quiere poetas. Hoy me piden una radio y en este momento están instalando una. Así que lárgate y que Dios te ampare...
El rostro del anciano se volvió a ensombrecer al recordar con tristeza que el Café de Kirsha era el último local que le quedaba, su última fuente de ingresos, ¡después de tanta gloria, en otros tiempos! la noche anterior le habían despedido del Café de la Ciudadela. A sus años y sin medios ¿Que sería de él? ¿De que serviría enseñarle a su pobre hijo una profesión que se había convertido en inútil y sin valor? ¿Que futuro les esperaba a él y a su hijo? Se descorazonó todavía más al ver la expresión impaciente y decidida del dueño. Entonces suplicó:
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