I.
El viejo
Infundía respeto, a pesar de
su anticuada y sucia apariencia. Las personas principales del Cuzco lo
saludaban seriamente. Llevaba siempre un bastón con puño de oro; su sombrero,
de angosta ala, le daba un poco de sombra sobre la frente. Era incómodo
acompañarlo, porque se arrodillaba frente a todas las iglesias y capillas y se
quitaba el sombrero en forma llamativa cuando saludaba a los frailes.
Mi padre lo odiaba. Había trabajado como escribiente en las
haciendas del viejo: “Desde las cumbres grita, con voz de condenado,
advirtiendo a sus indios que él está en todas partes. Almacena las frutas de
las huertas, y las deja pudrir; cree que valen muy poco para traerlas a vender
al Cuzco o llevarlas a Abancay y que cuestan demasiado para dejárselas a los
colonos. ¡Irá al infierno!”, decía de él mi padre.
Eran parientes, y se odiaban. Sin
embargo, un extraño proyecto concibió mi padre, pensando en este hombre. Y
aunque me dijo que viajábamos a Abancay, nos dirigimos al Cuzco, desde un
lejanísimo pueblo. Según mi padre, íbamos de paso. Yo vine anhelante, por
llegar a la gran ciudad. Y conocí al Viejo en una ocasión inolvidable.
Entramos al Cuzco de noche. La estación del ferrocarril y la ancha
avenida por la que avanzábamos lentamente, a pie, me sorprendieron. El
alumbrado eléctrico era más débil que el de algunos pueblos pequeños que
conocía. Verjas de madera o de acero defendían jardines y casas modernas. El Cuzco de mi
padre, el que me había descrito quizá mil veces, no podía ser ese.
Mi padre iba escondiéndose junto a las paredes, en la sombra. El
Cuzco era su ciudad nativa y no quería que lo reconocieran. Debíamos de tener
apariencia de fugitivos, pero no veníamos derrotados sino a realizar un gran
proyecto.
—Lo obligaré. ¡Puedo hundirlo! —había dicho mi padre.
Se refería al Viejo.
Cuando llegamos a las calles angostas, mi padre marchó detrás de
mí y de los cargadores que llevaban nuestro equipaje.
Aparecieron los balcones
tallados, las portadas imponentes y armoniosas, la perspectiva de las calles
ondulantes, en la ladera de la montaña. Pero ¡ni un muro antiguo!
Esos balcones salientes, las portadas de piedra y los zaguanes
tallados, los grandes patios con arcos, los conocía. Los había visto bajo el
sol de Huamanga. Yo escudriñaba las calles buscando muros incaicos.
— ¡Mira al frente! —me dijo mi padre—. Fue el palacio de un inca.
Cuando mi padre señaló el muro, me detuve. Era oscuro, áspero;
atraía con su faz recostada. La pared blanca del segundo piso empezaba en línea
recta sobre el muro.
—Lo verás, tranquilo, más tarde. Alcancemos al Viejo —me dijo.
Habíamos llegado a la casa del Viejo. Estaba en la calle del muro
inca.
Entramos al primer patio. Lo rodeaba un corredor de columnas y
arcos de piedra que sostenían el segundo piso, también de arcos, pero más
delgados. Focos opacos dejaban ver las formas del patio, todo silencioso. Llamó
mi padre. Bajó del segundo piso un mestizo, y después un indio. La escalinata
no era ancha, para la vastedad del patio y de los corredores.
El mestizo llevaba una lámpara y nos guió al segundo patio. No
tenía arcos ni segundo piso, sólo un corredor de columnas de madera. Estaba
oscuro; no había allí alumbrado eléctrico. Vimos lámparas en el interior de
algunos cuartos. Conversaban en voz alta en las habitaciones. Debían ser piezas
de alquiler. El Viejo residía en la más grande de sus haciendas del Apurímac;
venía a la ciudad de vez en cuando, por sus negocios o para las fiestas.
Algunos inquilinos salieron a vernos pasar.
Un árbol de cedrón perfumaba el patio, a pesar de que era bajo y
de ramas escuálidas. El pequeño árbol mostraba trozos blancos en el tallo; los
niños debían de martirizarlo.
El indio cargó los bultos de mi padre y el mío. Yo lo había
examinado atentamente porque suponía que era el pongo. El pantalón, muy ceñido,
sólo le abrigaba hasta las rodillas. Estaba descalzo; sus piernas desnudas
mostraban los músculos en paquetes duros que brillaban. “El Viejo lo obligará a
que se lave, en el Cuzco”, pensé. Su figura tenía apariencia frágil; era espigado,
no alto. Se veía, por los bordes, la armazón de paja de su montera. No nos
miró. Bajo el ala de la montera pude observar su nariz aguileña, sus ojos
hundidos, los tendones resaltantes del cuello. La expresión del mestizo era, en
cambio, casi insolente. Vestía de montar.
Nos llevaron al tercer patio, que ya no tenía corredores.
Sentí olor a muladar allí. Pero la imagen del muro incaico y el
olor a cedrón seguían animándome.
— ¿Aquí? —preguntó mi padre.
— El caballero ha dicho. Él ha escogido —contestó el mestizo.
Abrió con el pie una puerta. Mi padre pagó a los cargadores y los
despidió.
— Dile al caballero que voy, que
iré a su dormitorio en seguida. ¡Es urgente! —ordenó mi padre al mestizo.
Este puso la lámpara sobre un poyo, en el cuarto. Iba a decir
algo, pero mi padre lo miró con expresión autoritaria, y el hombre obedeció.
Nos quedamos solos.
— ¡Es una cocina! ¡Estamos en el patio de las bestias! —ex-clamó
mi padre.
Me tomó del brazo.
— Es la cocina de los arrieros —me dijo—. Nos iremos mañana mismo,
hacia Abancay. No vayas a llorar. ¡Yo no he de condenarme por exprimir a un
maldito!
Sentí que su voz se ahogaba, y lo abracé.
— ¡Estamos en el Cuzco! —le dije.
— ¡Por eso, por eso!
Salió. Lo seguí hasta la puerta.
— Espérame, o anda a ver el muro —me dijo—. Tengo que hablar con
el Viejo, ahora mismo.
Cruzó el patio, muy rápido, como si hubiera luz.
Era una cocina para indios el cuarto que nos dieron. Manchas de
hollín subían al techo desde la esquina donde había una tullpa indígena,
un fogón de piedras. Poyos de adobes rodeaban la habitación. Un catre de madera
tallada, con una especie de techo, de tela roja, perturbaba la humildad de la
cocina. La manta de seda verde, sin mancha, que cubría la cama, exaltaba el
contraste. “¡El Viejo! —pensé—. ¡Así nos recibe!”
Yo no me sentía mal en esa
habitación. Era muy parecida a la cocina en que me obligaron a vivir en mi
infancia; al cuarto oscuro donde recibí los cuidados, la música, los cantos y
el dulcísimo hablar de las sirvientas indias y de los “concertados” . Pero ese
catre tallado ¿qué significaba? La escandalosa alma del Viejo, su locura por
ofender al recién llegado, al pariente trotamundos que se atrevía a regresar.
Nosotros no lo necesitábamos. ¿Por qué mi padre venía donde él? ¿Por qué
pretendía hundirlo? Habría sido mejor dejarlo que siguiera pudriéndose a causa
de sus pecados.
Ya prevenido, el Viejo eligió una forma certera de ofender a mi
padre. ¡Nos iríamos a la madrugada! Por la pampa de Anta. Estaba previsto.
Corrí a ver el muro.
Formaba esquina. Avanzaba a lo largo de una calle ancha y
continuaba en otra angosta y más oscura, que olía a orines. Esa angosta calle
escalaba la ladera. Caminé frente al muro, piedra tras piedra. Me alejaba unos
pasos, lo contemplaba y volvía a acercarme. Toqué las piedras con mis manos;
seguí la línea ondulante, imprevisible, como la de los ríos, en que se juntan los
bloques de roca. En la oscura calle, en el silencio, el muro parecía vivo;
sobre la palma de mis manos llameaba la juntura de las piedras que había
tocado.
No pasó nadie por esa calle, durante largo rato. Pero cuando
miraba, agachado, una de las piedras, apareció un hombre por la bocacalle de
arriba. Me puse de pie. Enfrente había una alta pared de adobes, semiderruida.
Me arrimé a ella. El hombre orinó, en media calle, y después siguió caminando.
“Ha de de-saparecer —pensé—. Ha de hundirse.” No porque orinara, sino porque
contuvo el paso y parecía que luchaba contra la sombra del muro; aguardaba
instantes, completamente oculto en la oscuridad que brotaba de las piedras. Me
alcanzó y siguió de largo siempre con esfuerzo. Llegó a la esquina iluminada y
volteó. Debió de ser un borracho.
No perturbó su paso el examen que hacía del muro, la corriente que
entre él y yo iba formándose. Mi padre me había hablado de su ciudad nativa, de
los palacios y templos, y de las plazas, durante los viajes que hicimos,
cruzando el Perú de los Andes, de oriente a occidente y de sur a norte. Yo
había crecido en esos viajes.
Cuando mi padre hacía frente a sus enemigos, y más, cuando
contemplaba de pie las montañas, desde las plazas de los pueblos, y parecía que
de sus ojos azules iban a brotar ríos de lágrimas que él contenía siempre, como
con una máscara, yo meditaba en el Cuzco. Sabía que al fin llegaríamos a la
gran ciudad. ¡Será para un bien eterno!”, exclamó mi padre una tarde, en
Pampas, donde estuvimos cercados por el odio.
Eran más grandes y extrañas de cuanto había imaginado las piedras
del muro incaico; bullían bajo el segundo piso encalado, que por el lado de la
calle angosta, era ciego. Me acordé, entonces, de las canciones quechuas que
repiten una frase patética constante: “yawar mayu”, río de sangre; “yawar
unu”, agua sangrienta; “puk-tik’ yawar k’ocha”, lago de sangre que
hierve; “yawar wek’e”, lágrimas de sangre. ¿Acaso no podría decirse “yawar
rumi”, piedra de sangre, o “puk’tik yawar rumi”, piedra de sangre
hirviente? Era estático el muro, pero hervía por todas sus líneas y la
superficie era cambiante, como la de los ríos en el verano, que tienen una cima
así, hacia el centro del caudal, que es la zona temible, la más poderosa. Los
indios llaman “yawar mayu” a esos ríos turbios, porque muestran con el
sol un brillo en movimiento, semejante al de la sangre. También llaman “yawar
mayu” al tiempo violento de las danzas guerreras, al momento en que los
bailarines luchan.
— ¡Puk’tik, yawar rumi! —exclamé
frente al muro, en voz alta.
Y como la calle seguía en
silencio, repetí la frase varias veces.
Mi padre llegó en ese instante a la esquina. Oyó mi voz y
avanzó por la calle angosta.
—El Viejo ha clamado y me ha pedido perdón —dijo—. Pero sé que es
un cocodrilo. Nos iremos mañana. Dice que todas las habitaciones del primer
patio están llenas de muebles, de costales y de cachivaches; que ha hecho
bajar para mí la gran cuja de su padre. Son cuentos. Pero yo soy cristiano, y
tendremos que oír misa, al amanecer, con el Viejo, en la catedral. Nos iremos
en seguida. No veníamos al Cuzco; estamos de paso a Abancay. Seguiremos viaje.
Este es el palacio de Inca Roca. La Plaza de Armas está cerca. Vamos despacio.
Iremos también a ver el templo de Acllahuasi. El Cuzco está igual. Siguen
orinando aquí los borrachos y los transeúntes. Más tarde habrá aquí otras fetideces...
Mejor es el recuerdo. Vamos.
— Dejemos que el Viejo se condene —le dije—. ¿Alguien vive en este
palacio de Inca Roca?
— Desde la Conquista.
— ¿Viven?
— ¿No has visto los balcones?
La construcción colonial, suspendida sobre la muralla, tenía la
apariencia de un segundo piso.
Me había olvidado de ella. En la calle angosta, la pared española,
blanqueada, no parecía servir sino para dar luz al muro.
— Papá —le dije—. Cada piedra habla. Esperemos un instante.
— No oiremos nada. No es que
hablan. Estás confundido. Se trasladan a tu mente y desde allí te inquietan.
— Cada piedra es diferente. No están cortadas. Se están moviendo.
Me tomó del brazo.
— Dan la impresión de moverse porque son desiguales, más que las
piedras de los campos. Es que los incas convertían en barro la piedra. Te lo
dije muchas veces.
— Papá, parece que caminan, que se revuelven, y están quietas.
Abracé a mi padre. Apoyándome en su pecho contemplé nuevamente el
muro.
— ¿Viven adentro del palacio? —volví a preguntarle.
— Una familia noble.
— ¿Como el Viejo?
— No. Son nobles, pero también avaros, aunque no como el Viejo.
¡Como el Viejo no! Todos los señores del Cuzco son avaros.
— ¿Lo permite el Inca?
— Los incas están muertos.
— Pero no este muro. ¿Por qué no lo devora, si el dueño es avaro?
Este muro puede caminar; podría elevarse a los cielos o avanzar hacia el fin
del mundo y volver. ¿No temen quienes viven adentro?
— Hijo, la catedral está cerca. El viejo nos ha trastornado. Vamos
a rezar.
— Dondequiera que vaya, las
piedras que mandó formar Inca Roca me acompañarán. Quisiera hacer aquí un
juramento.
— ¿Un juramento? Estás alterado, hijo. Vamos a la catedral. Aquí
hay mucha oscuridad.
Me besó en la frente. Sus manos temblaban, pero tenían calor.
Pasamos la calle; cruzamos otra, muy ancha, recorrimos una calle
angosta. Y vimos las cúpulas de la catedral. Desembocamos en la Plaza de
Armas. Mi padre me llevaba del brazo. Aparecieron los portales de arcos
blancos. Nosotros estábamos a la sombra del templo.
— Ya no hay nadie en la plaza
—dijo mi padre.
Era la más extensa de cuantas había visto. Los arcos aparecían
como en el confín de una silente pampa de las regiones heladas. ¡Si hubiera
graznado allí un yanawiku, el pato que merodea en las
aguadas de esas pampas!
Ingresamos a la plaza. Los
pequeños árboles que habían plantado en el parque, y los arcos, parecían
intencionalmente empequeñecidos, ante la catedral y las torres de la iglesia de
la Compañía.
— No habrán podido crecer los árboles —dije—. Frente a la
catedral, no han podido.
Mi padre me llevó al atrio.
Subimos las gradas. Se descubrió cerca de la gran puerta central. Demoramos
mucho en cruzar el atrio. Nuestras pisadas resonaban sobre la piedra. Mi padre
iba rezando; no repetía las oraciones rutinarias; le hablaba a Dios,
libremente. Estábamos a la sombra de la fachada. No me dijo que rezara;
permanecí con la cabeza descubierta, rendido. Era una inmensa fachada; parecía
ser tan ancha como la base de las montañas que se elevan desde las orillas de
algunos lagos de altura. En el silencio, las torres y el atrio repetían la
menor resonancia, igual que las montañas de roca que orillan los lagos helados.
La roca devuelve profundamente el grito de los patos o la voz humana. Ese eco
es difuso y parece que naciera del propio pecho del viajero, atento, oprimido
por el silencio.
Cruzamos, de regreso, el atrio; bajamos las gradas y entramos al
parque.
— Fue la plaza de celebraciones de los incas —dijo mi padre—.
Mírala bien, hijo. No es cuadrada sino larga, de sur a norte.
La iglesia de la Compañía, y la ancha catedral, ambas con una fila
de pequeños arcos que continuaban la línea de los muros, nos rodeaban. La
catedral enfrente y el templo de los jesuitas a un costado. ¿Adónde ir? Deseaba
arrodillarme. En los portales caminaban algunos transeúntes; vi luces en pocas
tiendas. Nadie cruzó la plaza.
— Papá —le dije—. La catedral
parece más grande cuanto de más lejos la veo. ¿Quién la hizo?
— El español, con la piedra incaica y las manos de los indios.
— La Compañía es más alta.
— No. Es angosta.
— Y no tiene atrio, sale del suelo.
— No es catedral, hijo.
Se veía un costado de las cúpulas, en la oscuridad de la noche.
— ¿Llueve sobre la catedral? —pregunté a mi padre—. ¿Cae la lluvia
sobre la catedral?
— ¿Por qué preguntas?
—El cielo la alumbra; está bien.
Pero ni el rayo ni la lluvia la tocarán.
— La lluvia sí; jamás el rayo. Con la lluvia, fuerte o delgada, la
catedral parece más grande.
No hay comentarios:
Publicar un comentario