I
Con dos tambores andaba Juan a lo largo del Escalda —el suyo, terciado
en la cadera izquierda; al hombro el ganado a las cartas—, cuando le llamó la
atención una nave, recién arrimada a la orilla, que acababa de atar gúmenas a
las bitas. Como la llovizna de aquel atardecer le repicaba quedo en el parche
mal abrigado por el ala del sombrero, todo había de parecerle un tanto aneblado
—aneblado como lo estaba ya por el aguardiente y la cerveza del vivandero
amigo, cuyo carro humeaba por todos los hornillos, un poco más abajo, cerca de
la iglesia luterana que habían transformado en caballerizas. Sin embargo, aquel
barco traía una tal tristeza entre las bordas, que la bruma de los canales
parecía salirle de adentro, como un aliento de mala suerte. Las velas le
estaban remendadas con lonas viejas, de colores mohosos; tenía pelos en los
cordajes, musgos en las vergas, y de los flancos sin carenar le colgaban
andrajos de algas muertas. Un caracol, aquí, allá, pintaba una estrella, una
rosa gris, una moneda de yeso, en aquella vegetación de otros mares, que
acababa de podrirse, en pardo y verdinegro, al conocer la frialdad de aguas
dormidas entre paredes obscuras. Los marinos parecían extenuados, de pómulos
hundidos, ojerosos, desdentados, como gente que hubiera sufrido el mal de
escorbuto. Acababan de soltar los cabos de una faluca que les había arrastrado
hasta el muelle, con gestos que no expresaban, siquiera, el contento de ver
encenderse las luces de las tabernas. La nave y los hombres parecían envueltos
en un mismo remordimiento, como si hubiesen blasfemado el Santo Nombre en
alguna tempestad, y los que ahora estaban enrollando cuerdas y plegando el
trapío, lo hacían con el desgano de condenados a no poner más el pie en tierra.
Pero, de pronto, abrióse una escotilla, y fue como si el sol iluminara el
crepúsculo de Amberes. Sacados de las penumbras de un sollado, aparecieron
naranjos enanos, todos encendidos de frutas, plantados en medios toneles que
empezaron a formar una olorosa avenida en la cubierta. Ante la salida de
aquellos árboles vestidos de suntuosas cáscaras quedó la tarde transfigurada y
un olor a zumos, a pimienta, a canela, hizo que Juan, atónito, pusiera en el
suelo el tambor cargado en el hombro, para sentarse a horcajadas sobre él. Era
cierto, pues, lo de los amores del Duque con lo que decían de los suntuarios
caprichos de su dueña, ganosa siempre de los presentes que sólo un Alba, por
mero antojo, podía hacer traer de las Islas de las Especias, de los Reinos de
Indias o del Sultanato de Ormuz. Aquellos naranjos, tan pequeños y cargados,
habían sido criados, sin duda, en alguna huerta de moros bautizados —que nadie
los aventajaba en eso de hacer portentos con las matas—, antes de desafiar
tormentas y bajeles enemigos, para venir a adornar alguna galería de espejos,
en el palacio de la que arrebolaba su cutis de flamenca con los más finos
polvos de coral del Levante. Y es que cuando ciertas mujeres se daban a pedir,
en aquellos días de tantas navegaciones y novedades, no les bastaban ya los
afeites que durante siglos se tuvieran por buenos, sino que pedían invenciones
de Dinamarca, bálsamos de Moscovia y esencia de flores nuevas; si se trataba de
aves, querían el papagayo indiano que dice insolencias, y en cuanto a perros,
no se contentaban ya con el gozque cariñoso, sino que reclamaban falderos con
traza de grifos, o animales con bastante lana para trasquilarlos de modo que
tuvieran una melena berberisca donde prender lazos de color. Así, cuando el
aguardiente del vivandero zamorano se subía a la cabeza de los soldados, había
siempre quien se soltara la lengua, afirmando que si el Duque permanecía tanto
tiempo en Amberes, con unos cuarteles de invierno que ya pasaban de cuarteles
de primavera, era porque no acababa de resolverse a dejar de escuchar una voz
que sonaba, sobre el mástil del laúd, como sonarían las voces de las sirenas,
mentadas por los antiguos. "¿Sirenas?"—había gritado poco antes la
moza fregona, gran trasegadora de aguardiente, que venía zapateando desde
Nápoles, tras de la tropa. "¿Sirenas? ¡Digan mejor que más tiran dos tetas
que dos carretas!" Juan no había oído el resto, en el revuelo de soldados
que se apartaban del carro del vivandero sin pagar lo comido ni bebido, por
temor a que algún criado del Duque anduviese por allí y denunciara la
ocurrencia. Pero ahora, ante esos naranjos que eran llevados a tierra, bajo la
custodia de un alférez recién llegado, le volvían las palabras de la moza,
subrayadas por un espeso trazo de evidencia. Ya venían a cargar los árboles
enanos unos carros entoldados que eran de la intendencia. Ahuecado el estómago
por el repentino deseo de comer una olleta de panzas o roer una uña de vaca,
Juan volvió a montarse en el hombro el tambor ganado a los naipes. En aquel momento
observó que por el puente de una gúmena bajaba a tierra una enorme rata, de
rabo pelado, como achichonada y cubierta de pústulas. El soldado agarró una
piedra con la mano que le quedaba libre, meciéndola para hallar el tino. La
rata se había detenido al llegar al muelle, como forastero que al desembarcar
en una ciudad desconocida se pregunta dónde están las casas. Al sentir el
rebote de un guijarro que ahora le pasaba sobre el lomo para irse al agua del
canal, la rata echó a correr hacia la casa de los predicadores quemados, donde
se tenía el almacén del forraje. Sin pensar más en esto, Juan regresó hacia el
carro del vivandero zamorano. Allí, por amoscar a la fregona, los soldados de
la compañía coreaban unas coplas que ponían a las de su pueblo de virgos
cosidos, pegadoras de cuernos y alcahuetas. Pero, en eso pasaron los carros
cargados de naranjos enanos, y hubo un repentino silencio, roto tan sólo por un
gruñido de la moza, y el relincho de un garañón que sonó en la nave de los
luteranos como la misma risa de Belcebú.
II
Creyóse, en un comienzo, que el mal era de bubas, lo cual no era raro en
gente venida de Italia. Pero, cuando aparecieron fiebres que no eran tercianas,
y cinco soldados de la compañía se fueron en vómitos de sangre, Juan empezó a tener
miedo. A todas horas se palpaba los ganglios donde suele hincharse el humor del
mal francés, esperando encontrárselos como rosario de nueces. Y a pesar de que
el cirujano se mostraba dudoso en cuanto a pronunciar el nombre de una
enfermedad que no se veía en Flandes desde hacía mucho tiempo a causa de la
humedad del aire, sus andanzas por el reino de Nápoles le hacían columbrar que
aquello era peste, y de las peores. Pronto supo que todos los marineros del
barco de los naranjos enanos yacían en sus camastros, maldiciendo la hora en
que hubieran respirado los aires de Las Palmas, donde el mal, traído por
cautivos rescatados de Argel, derribaba las gentes en las calles, como
fulminadas por el rayo. Y como si el temor al azote fuese poco, la parte de la ciudad
donde se alojaba la compañía se había llenado de ratas. Juan recordaba, como
alimaña de mal agüero, aquella rata hedionda y rabipelada, a la que había
fallado por un palmo, en la pedrada, y que debía ser algo así como el
abanderado, el pastor hereje, de la horda que corría por los patios, se colaba
en los almacenes, y acababa con todos los quesos de aquella orilla. El
aposentador del soldado, pescadero con trazas de luterano, se desesperaba, cada
mañana, al encontrar sus arenques medio comidos, alguna raya con la cola de
menos y la lamprea en el hueso, cuando un bicho inmundo no estaba ahogado, de
panza arriba, en el vivero de las anguilas. Había que ser cangrejo o almeja,
para resistir al hambre asiática de aquellas ratas llagadas y purulentas, venidas
de sabe Dios qué Isla de las Especias, que roían hasta el correaje de las
corazas y el cuero de las monturas, y hasta profanaban las hostias sin
consagrar del capellán de la compañía. Cuando un aire frío, bajado de los
pastos anegados, hacía tiritar el soldado en el desván bajo pizarra que tenía
por alojamiento, se dejaba caer en su catre, gimoteando que ya se le abrasaba
el pecho y le dolían las bubas, y que la muerte sería buen castigo por haber
dejado la enseñanza de los cantos que se destinan a la gloria de Nuestro Señor,
para meterse a tambor de tropa, que eso no era arte de cantar motetes, ni
ciencia del Cuadrivio, sino música de zambombas, pandorgas y castrapuercos,
como la tocaban, en cualquier alegría de Corpus, los mozos de su pueblo. Pero,
con un parche y un par de vaquetas se podía correr el mundo, del Reino de
Nápoles al de Flandes, marcando el compás de la marcha, junto al trompeta y al
pífano de boj. Y como Juan no se sentía con alma de clérigo ni de chantre,
había trocado el probable honor de llegar a ingresar, algún día, en la clase
del maestro Ciruelo, en Alcalá, por seguir al primer capitán de leva que le
pusiera tres reales de a ocho en la mano, prometiéndole gran regocijo de
mujeres, vinos y naipes, en la profesión militar. Ahora que había visto mundo,
comprendía la vanidad de las apetencias que tantas lágrimas costaran a su santa
madre. De nada le había servido repicar la carga en el fuego de tres batallas,
desafiando el trueno de las lombardas, si la muerte estaba aquí, en este desván
cuyos ventanales de cristales verdes se teñían tan tristemente con los fulgores
de las antorchas de la ronda, al son de aquel tambor velado, tan mal tocado por
esos flamencos de sangre de lúpulo que nunca daban cabalmente con el compás. La
verdad era que Juan había gimoteado todo aquello del pecho abrasado y de las
bubas hinchadas, para que Dios, compadecido de quien se creía enfermo, no le
mandara cabalmente la enfermedad. Pero, de súbito, un horrible frío se le metía
en el cuerpo. Sin quitarse las botas, se acostó en el catre, echándose una
manta encima, y encima de la manta un edredón. Pero no era una manta, ni un
edredón, sino todas las mantas de la compañía, todos los edredones de Amberes,
los que le hubiesen sido necesarios, en aquel momento, para que su cuerpo
destemplado hallara el calor que el Rey Salomón viejo tratara de encontrar en
el cuerpo de una doncella. Al verlo temblar de tal suerte, el pescadero,
llamado por los gemidos, había retrocedido con espanto, bajando las escaleras
llenas de ratas, a los gritos de que el mal estaba en la casa, y que esto era
castigo de católicos por tanta simonía y negocios de bulas. Entre humos vio Juan
el rostro del cirujano que le tentaba las ingles, por debajo del cinturón
desceñido, y luego fue, de repente, en un extraño redoble de cajas—muy picado,
y sin embargo tenido en sordina—la llegada portentosa del Duque de Alba.
Venía solo, sin séquito, vestido de negro, con la gola tan apretada al
cuello, adelantándole la barba entrecana, que su cabeza hubiera podido ser tomada
por cabeza de degollado, llevada de presente en fuente de mármol blanco. Juan
hizo un tremendo esfuerzo por levantarse de la cama, parándose como
correspondía a un soldado, pero el visitante saltó por sobre el edredón que lo
cubría, yendo a sentarse del otro lado, sobre un taburete de esparto, donde
había varios frascos de barro. Los frascos no cayeron ni se rompieron, aunque
un olor a ginebra se esparciera por el cuarto, como un sahumerio de sinagoga.
Afuera sonaban confusas trompetas, revueltas en gran desconcierto, desafinadas,
como tiritándoles las notas, en el mismo frío que tenía tableteando los dientes
del enfermo. El Duque de Alba, sin desarrugar un ceño de quemar luteranos, sacó
tres naranjas que le abultaban bajo el entallado del jubón, y empezó a jugar
con ellas, a la manera de los titiriteros, pasándoselas de mano a mano, por
encima del peinado a la romana, con sorprendente presteza. Juan quiso hacer
algún elogio de su pericia en artes que se le desconocían, llamándolo, de paso,
León de España, Hércules de Italia y Azote de Francia, pero no le salían las
palabras de la boca. De pronto, una violenta lluvia atamborileó en las pizarras
del techo. La ventana que daba a la calle se abrió al empuje de una ráfaga,
apagándose el candil. Y Juan vio salir al Duque de Alba en el viento, tan
espigado de cuerpo que se le culebreó como cinta de raso al orillar el dintel,
seguido de las naranjas que ahora tenían embudos por sombreros, y se sacaban
unas patas de ranas de los pellejos, riendo por las arrugas de sus cáscaras.
Por el desván pasaba volando, de patio a calle, montada en el mástil de un
laúd, una señora de pechos sacados del escote, con la basquiña levantada y las
nalgas desnudas bajo los alambres de los guardainfantes. Una ráfaga que hizo
temblar la casa acabó de llevarse a la horrosa gente, y Juan, medio desmayado
de terror buscando aire puro en la ventana, advirtió que el cielo estaba
despejado y sereno. La Vía Láctea, por vez primera desde el pasado estío,
blanqueaba el firmamento.
— ¡El Camino de Santiago! —gimió el soldado, cayendo de rodillas ante su
espada, clavada en el tablado del piso, cuya empuñadura dibujaba el signo de la
cruz.
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