1 - PUESTO DE CONTROL
El americano ofreció a Leamas otra taza de café, y dijo:
— ¿Por qué no se vuelve a dormir? Podemos telefonearle si
aparece.
Leamas no dijo nada: se quedó mirando absorto por la ventana
del puesto de control, a lo largo de la calle vacía.
— No irá a quedarse esperando aquí para siempre. Quizás
venga en algún otro momento. Podemos conseguir que la Polizei se ponga en
contacto con la Agencia, y usted estaría aquí de vuelta en veinte minutos.
— No —dijo Leamas—. Ya ha anochecido casi del todo.
— Pero no irá a quedarse esperando aquí siempre; ya lleva nueve
horas de retraso.
— Si quiere irse,
váyase. Se ha portado usted muy bien –añadió Leamas-; le diré a Kramer que se
ha portado estupendamente.
— Pero
¿hasta cuándo va a esperar?
— Hasta que llegue.
Leamas se acercó a
la ventana de observación y se situó entre los dos policías inmóviles, que apuntaban
sus gemelos hacia el puesto de control
oriental.
— Esperará a que oscurezca —murmuró Leamas—; lo sé muy bien.
— Esta mañana dijo
usted qué pasaría con los trabajadores.
Leamas se volvió
hacia él.
— Los agentes no son aviones: no tienen horarios. Este está perdido, viene huyendo: está aterrorizado. Mundt va en su busca, ahora, en este mismo instante. No le queda más que una probabilidad. Que elija su momento.
El otro -más joven- vaciló, queriendo irse, pero sin encontrar un momento oportuno para hacerlo.
Sonó un timbre en
la caseta. Se quedaron esperando, súbitamente alertados. Un policía dijo en alemán:
— Un "Opel Rekord" negro, matrícula
federal.
— No puede verlo a tanta distancia y tan a
oscuras: lo dice a voleo –susurró el americano, y luego añadió-: ¿Cómo llegó a
saberlo Mundt?
— Cierre el pico —dijo Leamas desde la ventana.
Uno de los policías salió de la caseta y avanzó
hasta la barrera de sacos de arena, a sólo un paso de la señal blanca que
cruzaba el camino, como la línea limite en un campo de tenis. El otro
esperó hasta que su compañero estuvo acurrucado en la barrera detrás del catalejo;
entonces bajó los gemelos, descolgó el casco negro de la percha detrás de la puerta y se lo encajó cuidadosamente en la
cabeza. No se sabía dónde, en lo alto, por encima del puesto del control, los focos adquirieron vida de reprente, lanzando espectaculares haces a la carretera que tenían delante.
El policía empezó
sus comentarios. Leamas se los sabía de memoria.
— El coche se
detiene en el primer control. Sólo un ocupante, una mujer. Acompañada a la
caseta de los “vopos” para la comprobación de documentos.
Esperaron en
silencio.
— ¿Qué es lo que
dice? —preguntó el americano.
Leamas no contestó.
Levantando los gemelos, miró fijamente hacia los controles de los alemanes
orientales.
— Concluida la
revisión de documentos. Pasa al segundo control.
— Señor Leamas, ¿es ése su hombre? - Insistía el americano-. Tengo que llamara la Agencia.
— Espere.
— ¿Dónde está ahora el coche? ¿Qué hace?
— Control de moneda, aduana —cortó Leamas con
brusquedad.
Leamas observó el
coche. Había dos “vopos” junto a la puerta del conductor, uno entretenido en
charlar y el otro algo apartado y esperando. Un tercer “vopo” vagaba en torno
al auto. Se detuvo junto al portaequipajes, y luego volvió al lado del
conductor. Quería la llave. Abrió el portaequipajes, miró dentro; lo cerró,
devolvió la llave y caminó unos treinta metros hasta la carretera, donde, a
medio camino entre los dos puestos de control enfrentados, estaba quieto un
solitario centinela alemán oriental; una silueta agazapada, con botas y amplios
pantalones en bolsa.
Los dos se
reunieron para hablar, conscientes de mismos en el resplandor de los focos.
Con ademán
rutinario, hicieron señal con la mano al coche, se apartaron y volvieron a
hablar. Por fin, casi de mala gana, dejaron que siguiera cruzando la línea
hasta el sector occidental.
— ¿Es un hombre al que espera, Leamas?
—preguntó el americano.
— Sí, es un hombre.
Levantándose el
cuello de la chaqueta, Leamas salió fuera, al frío viento de octubre. Entonces
se acordó del grupo. Era algo que se le olvidaba aun dentro de la caseta; ese
grupo de caras desconcertadas. La gente cambiaba, pero la expresión era la
misma. Era como esa multitud inerme que se reúne en torno a un accidente de
circulación, sin que nadie sepa cómo ha ocurrido, y sí habría que retirar el
cadáver. Humo o polvo se elevaba a través de los haces de los reflectores; un
velo que se mecía constantemente entre los márgenes de luz.
Leamas anduvo hasta el coche y preguntó a la
mujer.
— ¿Dónde está?
— Fueron a por él, y echó a correr. Se llevó la
bicicleta. No es posible que
hayan sabido nada de mí.
— ¿Dónde fue?
— Teníamos un
cuarto junto a Brandenburgo, encima de un bar. Allí guardaba unas pocas cosas, dinero, papeles. Supongo
que habrá ido allí. Luego se pasará.
— ¿Esta noche?
— Dijo que vendría
esta noche. A los demás, les han cogido a todos: Paul, Viereck, Ländser, Salomon. No ha durado mucho.
Leamas, pasmado, la
miró un momento en silencio.
— ¿Ländser también?
— Anoche. Un policía se situó junto a Leamas.
— Tendrán que marcharse de aquí -dijo-. Está prohibido obstruir el punto de cruce.
Leamas se volvió a
medias.
— ¡Al demonio!
—replicó bruscamente.
El alemán se puso
rígido, pero la mujer dijo:
— Suba. Nos
pondremos en marcha hasta la esquina.
Él subió a su lado,
y se movieron lentamente por la carretera adelante hasta una bocacalle.
— No sabía que
tuviera usted coche —dijo él.
— Es de mi marido
—contestó ella con indiferencia—. Karl no le dijo nunca que yo estaba casada,
¿verdad?
—Leamas se quedó silencioso—. Mi
marido y yo trabajamos para una empresa de óptica. Nos mandan a que crucemos para hacer negocios. Karl sólo
le dijo mi nombre de soltera. No quería que me mezclara con... con ustedes.
Leamas sacó una
llave del bolsillo.
— Necesitará algún sitio donde quedarse... -dijo. Su voz sonaba sorda-. Hay un apartamento en Albrecht-Dürer-
Strasse, junto al Museo, número 28 A. Encontrará todo lo que necesite. La telefonearé cuando llegue allí.
— Me quedaré aquí
con usted.
— Yo no me voy a
quedar aquí. Váyase al piso. La llamaré. De nada sirve esperar ahora aquí.
— Pero él vendrá a este punto de cruce.
Leamas la miró sorprendido.
— ¿Le dijo eso?
— Sí. Conoce a uno
de esos "vopos", al casero. Quizá le ayude. Por ello eligió esta ruta.
— ¿Y eso se lo dijo a usted?
— Confía en mí. Me lo contó todo.
— ¡Demonios!
Le dio la llave y
volvió a la caseta del puesto de control, resguardándose del frío. Los policías
estaban musitando entre sí cuando él entró: el más corpulento le volvió la
espalda ostensiblemente.
— Lo siento —dijo
Leamas—, siento haberle pegado ese grito.
Abrió una cartera
desgastada y hurgó en ella hasta que encontró lo
que buscaba: una media botella de whisky.
Con una cabezada, el de más edad aceptó; llenó hasta la mitad las tazas de café
y las completó con café negro.
— ¿Adónde ha ido el
americano? —preguntó Leamas.
— ¿Quién?
— El chico de la Intelligence americana; el
que estaba conmigo.
— Era ya hora de acostarse —dijo el de más
edad, y todos se rieron.
Leamas dejó la taza en la mesa y preguntó:
— ¿Cuáles son sus instrucciones en cuanto a
disparar para protegerá uno que se pase, a un hombre que huya corriendo?
— Sólo podemos hacer fuego para protegernos si
los “vopos” disparan dentro de nuestro
sector.
— ¿Eso
quiere decir que no pueden disparar hasta que el hombre haya pasado la
divisoria?
El de más edad dijo:
— No
podemos hacer fuego para protegernos, señor...
— Thomas —contestó Leamas—, Thomas.
Se estrecharon las manos, y los dos policías
pronunciaron sus nombres al hacerlo.
— No podemos hacer fuego para protegernos. Esa
es la verdad. Nos dijeron que habría guerra si lo hiciéramos.
— Estupideces –dijo el policía más joven,
envalentonado por el whisky-. Si no estuvieran aquí los aliados, a estas horas
ya no habría muro.
— Tampoco
habría Berlín —susurró el más viejo.
— Tengo un
hombre que se pasa esta noche —dijo Leamas.
— ¿Aquí? ¿En este punto de cruce?
— Es muy importante que salga . Los hombres de Mundt le persiguen.
— Todavía hay sitios por donde uno puede
trepar –dijo el policía más joven.
— Él no es de ésos. Se abrirá paso con algún
truco: tiene documentos, si es que todavía son válidos. Tiene una bicicleta.
Había sólo una luz
en el puesto de control, una lámpara de lectura con pantalla verde, pero el fulgor de los reflectores llenaba la caseta
como un claro de luna artificial. Había caído la oscuridad, y con ella, el
silencio. Hablaban como si tuvieran miedo de que les oyesen. Leamasse acercó a la ventana a esperar: ante él estaba la
carretera, y a ambos lados el muro, una cosa fea y sucia de bloques de cemento
perforado y cabos de alambre de espino,
alumbrada con una barata luz amarilla, como un telón de fondo que
representase un campo de concentración. A oriente y occidente del muro quedaba
la parte sin restaurar de Berlín, un mundo a medias, un mundo de ruina,
dibujado en dos dimensiones; despeñaderos
de guerra.
"Está condenada mujer —pensó Leamas—, y ese
loco de Karl, queme mintió sobre
ella..." Mintió por omisión, como hacen todos, todos los agentes del mundo entero. Uno les enseña a hacer
trampas, a borrar sus huellas, y le hacen también trampas a uno. Sólo la
había dejado ver una vez, después de aquella comida en la Schürzstrasse el año pasado.
Karl acababa de alcanzar su gran éxito, y Control había querido conocerle.
Control siempre aparecía cuando había éxito.
Habían comido
juntos, Leamas, Control y Karl. A Karl le gustaban esas cosas. Se presentó con
un aspecto como de niño de escuela dominical, cepillado y reluciente, dando
sombrerazos y todo respetuoso. Control le había estrechado la mano durante
cinco minutos y había dicho:
— Quiero que sepa
qué contentos estamos, Karl, y cuánto nos alegra su éxito.
Leamas lo había
observado, pensando: “Esto nos costará otras doscientas al año”. Cuando
acabaron de comer, Control volvió a estrecharles la mano, hizo un significativo
gesto con la cabeza, dando a entender que
tenía que ponerse en camino para jugarse la vida en algún otro lugar, y se dirigió a su coche con
chofer. Entonces Karl se echó a reír, y Leamas se rió con él, y se
acabaron el champaña, sin dejar de reírse de Control. Después se fueron al
Alter Fass: Karl se había empeñado, y
allí estaba esperándoles Elvira, una rubia de unos cuarenta años, fuerte como
el acero.
— Alec, éste es el secreto que mejor he guardado
—había dicho Karl, y Leamas se puso furioso. Después tuvieron una pelea.
— ¿Cuánto sabe
ella? ¿Quién es? ¿Cómo la conoció?
Karl se enfurruñó y
rehusó decírselo. Lugo las cosas se complicaron. Leamas trató de variar los métodos, y cambiar los sitios de encuentro y las contraseñas, pero a Karl no le gustó. Sabía
lo que había detrás de eso, y no le gustó.
— Si no se fía de
ella, ya es demasiado tarde, de todos modos –repetía, y Leamas recogió la insinuación
y cerró el pico.
Pero después de eso se anduvo con mucho más
cuidado, contó a Karl muchas menos cosas y recurrió más a todos los
trucos de la técnica del espionaje.
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