jueves, 29 de diciembre de 2011

EL ESPÍA QUE SURGIÓ DEL FRÍO (Jhon Le Carré)



1 - PUESTO DE CONTROL

El americano ofreció a Leamas otra taza de café, y dijo:

— ¿Por qué no se vuelve a dormir? Podemos telefonearle si aparece.

Leamas no dijo nada: se quedó mirando absorto por la ventana del puesto de control, a lo largo de la calle vacía.

— No irá a quedarse esperando aquí para siempre. Quizás venga en algún otro momento. Podemos conseguir que la Polizei se ponga en contacto con la Agencia, y usted estaría aquí de vuelta en veinte minutos.

— No —dijo Leamas—. Ya ha anochecido casi del todo.

— Pero no irá a quedarse esperando aquí siempre; ya lleva nueve horas de retraso.

— Si quiere irse, váyase. Se ha portado usted muy bien –añadió Leamas-; le diré a Kramer que se ha portado estupendamente.

 Pero ¿hasta cuándo va a esperar?

— Hasta que llegue.

Leamas se acercó a la ventana de observación y se situó entre los dos policías inmóviles, que apuntaban sus gemelos hacia el puesto de control oriental.

— Esperará a que oscurezca —murmuró Leamas—;  lo sé muy bien.

— Esta mañana dijo usted qué pasaría con los trabajadores.

Leamas se volvió hacia él.

— Los agentes no son aviones: no tienen horarios. Este está perdido, viene huyendo: está aterrorizado. Mundt va en su busca, ahora, en este mismo instante. No le queda más que una probabilidad. Que elija su momento.

El otro -más joven- vaciló, queriendo irse, pero sin encontrar un momento oportuno para hacerlo.

Sonó un timbre en la caseta. Se quedaron esperando, súbitamente alertados. Un policía dijo en alemán:

 Un "Opel Rekord" negro, matrícula federal.

— No puede verlo a tanta distancia y tan a oscuras: lo dice a voleo –susurró el americano, y luego añadió-: ¿Cómo llegó a saberlo Mundt?

— Cierre el pico —dijo Leamas desde la ventana.

Uno de los policías salió de la caseta y avanzó hasta la barrera de sacos de arena, a sólo un paso de la señal blanca que cruzaba el camino, como la línea limite en un campo de tenis. El otro esperó hasta que su compañero estuvo acurrucado en la barrera detrás del catalejo; entonces bajó los gemelos, descolgó el casco negro de la percha detrás de la puerta y se lo encajó cuidadosamente en la cabeza. No se sabía dónde, en lo alto, por encima del puesto del control, los focos adquirieron vida de reprente, lanzando espectaculares haces a la carretera que tenían delante.

El policía empezó sus comentarios. Leamas se los sabía de memoria.

— El coche se detiene en el primer control. Sólo un ocupante, una mujer. Acompañada a la caseta de los “vopos” para la comprobación de documentos.

Esperaron en silencio.

— ¿Qué es lo que dice? —preguntó el americano.

Leamas no contestó. Levantando los gemelos, miró fijamente hacia los controles de los alemanes orientales.

—  Concluida   la    revisión   de  documentos.  Pasa   al   segundo  control.

 —  Señor  Leamas,  ¿es  ése  su   hombre? - Insistía   el   americano-.  Tengo  que   llamara   la   Agencia.

— Espere.

— ¿Dónde está ahora el coche? ¿Qué hace?

— Control de moneda, aduana —cortó Leamas con brusquedad.

Leamas observó el coche. Había dos “vopos” junto a la puerta del conductor, uno entretenido en charlar y el otro algo apartado y esperando. Un tercer “vopo” vagaba en torno al auto. Se detuvo junto al portaequipajes, y luego volvió al lado del conductor. Quería la llave. Abrió el portaequipajes, miró dentro; lo cerró, devolvió la llave y caminó unos treinta metros hasta la carretera, donde, a medio camino entre los dos puestos de control enfrentados, estaba quieto un solitario centinela alemán oriental; una silueta agazapada, con botas y amplios pantalones en bolsa.

Los dos se reunieron para hablar, conscientes de mismos en el resplandor de los focos.

Con ademán rutinario, hicieron señal con la mano al coche, se apartaron y volvieron a hablar. Por fin, casi de mala gana, dejaron que siguiera cruzando la línea hasta el sector occidental.

— ¿Es un hombre al que espera, Leamas? —preguntó el americano.

— Sí, es un hombre.

Levantándose el cuello de la chaqueta, Leamas salió fuera, al frío viento de octubre. Entonces se acordó del grupo. Era algo que se le olvidaba aun dentro de la caseta; ese grupo de caras desconcertadas. La gente cambiaba, pero la expresión era la misma. Era como esa multitud inerme que se reúne en torno a un accidente de circulación, sin que nadie sepa cómo ha ocurrido, y sí habría que retirar el cadáver. Humo o polvo se elevaba a través de los haces de los reflectores; un velo que se mecía constantemente entre los márgenes de luz.

Leamas anduvo hasta el coche y preguntó a la mujer.

— ¿Dónde está?

— Fueron a por él, y echó a correr. Se llevó la bicicleta. No es posible que hayan sabido nada de mí.

— ¿Dónde fue?

— Teníamos un cuarto junto a Brandenburgo, encima de un bar. Allí guardaba unas pocas cosas, dinero, papeles. Supongo que habrá ido allí. Luego se pasará.

— ¿Esta noche?

— Dijo que vendría esta noche. A los demás, les han cogido a todos: Paul, Viereck, Ländser, Salomon. No ha durado mucho.

Leamas, pasmado, la miró un momento en silencio.

— ¿Ländser también?

— Anoche. Un policía se situó junto a Leamas.

—   Tendrán que marcharse de aquí -dijo-. Está prohibido obstruir el punto de cruce.

Leamas se volvió a medias.

— ¡Al demonio! —replicó bruscamente.

El alemán se puso rígido, pero la mujer dijo:

— Suba. Nos pondremos en marcha hasta la esquina.

Él subió a su lado, y se movieron lentamente por la carretera adelante hasta una bocacalle.

— No sabía que tuviera usted coche —dijo él.

— Es de mi marido —contestó ella con indiferencia—. Karl no le dijo nunca que yo estaba casada, ¿verdad? 

—Leamas se quedó silencioso—. Mi marido y yo trabajamos para una empresa de óptica. Nos mandan  a que crucemos para hacer negocios. Karl sólo le dijo mi nombre de soltera. No quería que me mezclara con... con ustedes.

Leamas sacó una llave del bolsillo.

 —  Necesitará  algún  sitio donde quedarse... -dijo. Su  voz  sonaba  sorda-. Hay  un  apartamento en Albrecht-Dürer-
 Strasse,  junto al  Museo, número 28 A. Encontrará   todo  lo que  necesite. La  telefonearé cuando llegue allí.

— Me quedaré aquí con usted.

— Yo no me voy a quedar aquí. Váyase al piso. La llamaré. De nada sirve esperar ahora aquí.

— Pero él vendrá a este punto de cruce.

Leamas la miró sorprendido.

— ¿Le dijo eso?

— Sí. Conoce a uno de esos "vopos", al casero. Quizá le ayude. Por ello eligió esta ruta.

— ¿Y eso se lo dijo a usted?

— Confía en mí. Me lo contó todo.

— ¡Demonios!

Le dio la llave y volvió a la caseta del puesto de control, resguardándose del frío. Los policías estaban musitando entre sí cuando él entró: el más corpulento le volvió la espalda ostensiblemente.

— Lo siento —dijo Leamas—, siento haberle pegado ese grito.

Abrió una cartera desgastada y hurgó en ella hasta que encontró lo que buscaba: una media botella de whisky. Con una cabezada, el de más edad aceptó; llenó hasta la mitad las tazas de café y las completó con café negro.

— ¿Adónde ha ido el americano? —preguntó Leamas.

— ¿Quién?

— El chico de la Intelligence americana; el que estaba conmigo.

— Era ya hora de acostarse —dijo el de más edad, y todos se rieron.

Leamas dejó la taza en la mesa y preguntó:

— ¿Cuáles son sus instrucciones en cuanto a disparar para protegerá uno que se pase, a un hombre que huya corriendo?

— Sólo podemos hacer fuego para protegernos si los “vopos” disparan dentro de nuestro sector.

— ¿Eso quiere decir que no pueden disparar hasta que el hombre haya pasado la divisoria?

El de más edad dijo:

— No podemos hacer fuego para protegernos, señor...

— Thomas —contestó Leamas—, Thomas. 

Se estrecharon las manos, y los dos policías pronunciaron sus nombres al hacerlo.

— No podemos hacer fuego para protegernos. Esa es la verdad. Nos dijeron que habría guerra si lo hiciéramos.

— Estupideces –dijo el policía más joven, envalentonado por el whisky-. Si no estuvieran aquí los aliados, a estas horas ya no habría muro.

— Tampoco habría Berlín —susurró el más viejo.

— Tengo un hombre que se pasa esta noche —dijo Leamas.

— ¿Aquí? ¿En este punto de cruce?

—       Es   muy   importante   que   salga .  Los   hombres   de   Mundt    le   persiguen.
 
—    Todavía hay sitios por donde uno puede trepar –dijo el policía más joven.
— Él no es de ésos. Se abrirá paso con algún truco: tiene documentos, si es que todavía son válidos. Tiene una bicicleta.

Había sólo una luz en el puesto de control, una lámpara de lectura con pantalla verde, pero el fulgor de los reflectores llenaba la caseta como un claro de luna artificial. Había caído la oscuridad, y con ella, el silencio. Hablaban como si tuvieran miedo de que les oyesen. Leamasse acercó a la ventana a esperar: ante él estaba la carretera, y a ambos lados el muro, una cosa fea y sucia de bloques de cemento perforado y cabos de alambre de espino, alumbrada con una barata luz amarilla, como un telón de fondo que representase un campo de concentración. A oriente y occidente del muro quedaba la parte sin restaurar de Berlín, un mundo a medias, un mundo de ruina, dibujado en dos dimensiones; despeñaderos de guerra.
"Está condenada mujer —pensó Leamas—, y ese loco de Karl, queme mintió sobre ella..." Mintió por omisión, como hacen todos, todos los agentes del mundo entero. Uno les enseña a hacer trampas, a borrar sus huellas, y le hacen también trampas a uno. Sólo la había dejado ver una vez, después de aquella comida en la Schürzstrasse el año pasado. Karl acababa de alcanzar su gran éxito, y Control había querido conocerle. Control siempre aparecía cuando había éxito.
Habían comido juntos, Leamas, Control y Karl. A Karl le gustaban esas cosas. Se presentó con un aspecto como de niño de escuela dominical, cepillado y reluciente, dando sombrerazos y todo respetuoso. Control le había estrechado la mano durante cinco minutos y había dicho:
— Quiero que sepa qué contentos estamos, Karl, y cuánto nos alegra su éxito.
Leamas lo había observado, pensando: “Esto nos costará otras doscientas al año”. Cuando acabaron de comer, Control volvió a estrecharles la mano, hizo un significativo gesto con la cabeza, dando a entender que tenía que ponerse en camino para jugarse la vida en algún otro lugar, y se dirigió a su coche con chofer. Entonces Karl se echó a reír, y Leamas se rió con él, y se acabaron el champaña, sin dejar de reírse de Control. Después se fueron al Alter Fass: Karl se había empeñado, y allí estaba esperándoles Elvira, una rubia de unos cuarenta años, fuerte como el acero.
— Alec, éste es el secreto que mejor he guardado —había dicho Karl, y Leamas se puso furioso. Después tuvieron una pelea.
— ¿Cuánto sabe ella? ¿Quién es? ¿Cómo la conoció?
Karl se enfurruñó y rehusó decírselo. Lugo las cosas se complicaron. Leamas trató de variar los métodos, y cambiar los sitios de encuentro y las contraseñas, pero a Karl no le gustó. Sabía lo que había detrás de eso, y no le gustó.
— Si no se fía de ella, ya es demasiado tarde, de todos modos –repetía, y Leamas recogió la insinuación y cerró el pico.
Pero después de eso se anduvo con mucho más cuidado, contó a Karl muchas menos cosas y recurrió más a todos los trucos de la técnica del espionaje.

No hay comentarios:

Publicar un comentario