FANTANA
1
—No puedo creer aún que vayas a marcharte —dijo
Suzanna a Iohann Moritz, estrechándose contra él.
Posó sus
manos sobre la cabeza del hombre y acarició su pelo negro. El retrocedió
un paso.
— ¿Por qué
no puedes creerlo? —preguntó con voz dura—. Pasado mañana,
al amanecer, me habré marchado.
— ¡Ya lo
sé! —murmuró ella.
Se hallaban de
pie, al lado de la tapia. Hacía fresco.
Era más
de medianoche. Iohann cogió las manos de la mujer, las soltó
en seguida, y dijo:
— Y ahora... ¡adiós!
Ella suplicó:
— Quédate
un poco más.
— ¿Por qué quieres que me quede? —preguntó Moritz con voz firme y decidida—. Se hace tarde y mañana tengo que trabajar.
Suzanna no
respondió, pero se estrechó todavía más contra él. Entreabrió la camisa del
hombre, apoyó la mejilla contra su pecho y levantó los ojos.
— ¡Qué
hermosas son las estrellas! —dijo.
Sin duda Moritz esperaba algo más importante y creía que
Suzanna le había retenido para decírselo. En vez de eso
le hablaba de las estrellas. Se separó y quiso alejarse. Pero en
aquel mismo instante recordó que estaría por lo menos
ausente durante tres años.
Y entonces,
para darle gusto, levantó también la mirada hacia las
estrellas.
— ¿Es verdad
que cada hombre tiene su estrella en el cielo? ¿Es verdad que
cuando muere ésta cae?
— ¡Yo
qué sé! —respondió él, sintiéndose en aquel instante
más dispuesto que nunca a alejarse.
— ¡Adiós!
— ¿También tenemos nosotros una estrella en lo alto? —insistió Suzanna.
— ¡Como todo
el mundo! En lo alto o en nosotros mismos —respondió Moritz.
Cogió
la cabeza de la mujer entre sus manos y la apartó de su pecho.
Luego echó a andar. Ella le acompañó hasta el camino. Contempló
una vez más las estrellas y luego volvió la mirada
hacia él.
— Te espero
mañana por la noche —dijo ella.
— Si no
llueve.
Suzanna hubiera querido
seguir en su compañía, suplicándole que acudiera al día siguiente al día siguiente, aunque
lloviera. Pero él se alejaba ya a grandes zancadas.
Dobló el recodo del sendero y desapareció tras el jardín.
Ella permaneció unos instantes inmóvil. Luego se pasó la
mano por las caderas para alisarse el vestido y quitar las briznas que se
habían quedado adheridas. Antes de penetrar en el patio echó una
mirada al sitio bajo el castaño, donde habían
estado tendidos uno junto a otro.
La hierba estaba aún aplastada, y por
unos instantes le pareció seguir aspirando el olor del
cuerpo de Moritz; un
olor a hierba aplastada, a tabaco y a aguardiente de
cerezas.
Iohann Moritz
atravesó el campo y se dirigió silbando hacia su
casa. Llevaba pantalones negros de soldado y una camisa blanca, con el cuello desabrochado. Iba
descalzo. De pronto interrumpió su silbido y bostezó. Luego
pensó en la mujer que acababa de abandonar. Pensó en
Suzanna. Hubiera deseado sonreír. Se dijo que las mujeres
eran como niños. “Historias de estrellas... ¡Qué
tontería! Se hacían a sí mismas montones de preguntas inútiles…” Dejó
de pensar en Suzanna y trató de concentrar sus pensamientos en
el viaje que iba a emprender dentro de dos días. Pensó en
América. Luego, apartando sus pensamientos, se puso a
silbar otra vez. Tenía sueño. Hubiera querido estar ya
en su casa para poder dormir. Tenía que levantarse muy
temprano. Aquélla sería su última jornada de trabajo... Iba ya a
despuntar el alba. Dentro de algunas horas
sería de día. Y Iohann Moritz apresuró el paso.
2
Amanecía cuando
se detuvo ante la fuente del pueblo. Abriendo ampliamente su camisa,
cogió agua con las manos y se frotó la cara y
el cuello. Luego se las secó pasándolas por
el pelo. Se arregló el cuello de la camisa, aunque
sin abotonarlo, y contempló el pueblo, medio oculto
por una bruma lechosa. Era el pueblo de Fantana, en
Rumania. Iohann Moritz había nacido en él hacía veinticinco años.
Y en aquel instante, mientras lo contemplaba, con sus
casas pequeñas y los tres campanarios de sus
tres iglesias —la ortodoxa, la católica y la protestante—,
se acordó de que Suzanna le había preguntado
la víspera si no se consumiría de no verla. Él se había reído, regocijado
por la pregunta, respondiéndole que era un hombre. Sólo las mujeres podían
languidecer. Pero en aquel instante tenía la sensación de que le invadía
un vago pesar. Silbó de nuevo y apartó
los ojos del horizonte del pueblo.
La casa del sacerdote Alexandru
Koruga se hallaba en las lindes de la carretera,
no lejos de la iglesia ortodoxa. La puerta estaba cerrada. Iohann se inclinó y
cogió la llave, escondida adrede debajo para que pudiera entrar por la mañana,
cuando llegaba a trabajar. Abrió las pesadas hojas de roble y
penetró en el patio sin detenerse. Los perros corrieron a su encuentro,
saltando a su alrededor. Le conocían muy
bien, pues Iohann Moritz trabajaba en casa del sacerdote
Alexandru Koruga desde hacía seis años. Acudía diariamente y consideraba
aquel hogar como el suyo propio. Pero aquel día sería su última jornada de
trabajo. La pasaría enteramente recogiendo
manzanas, luego cobraría su salario
y anunciaría al sacerdote su partida. El anciano todavía
no sabía nada.
Iohann Moritz
entró en el troje y cogió las cestas, colocándolas luego en el
carro. El sacerdote salió a la terraza. No llevaba más que
una camisa de lienzo blanco y unos pantalones. Acababa de levantarse.
Moritz le saludó con una sonrisa. Dejó la cesta, se frotó las manos, se
encaramó hasta la terraza y cogió de las manos del viejo una
palangana llena de agua.
— Espere... Voy
a echársela.
Vertió
el agua en las manos del sacerdote, contemplando
al mismo tiempo sus dedos, aquellos dedos largos y afilados, como
los de una mujer, de piel muy blanca. Contempló con gusto como
el anciano se enjabonaba la barba, el cuello y la frente. Y con tanta atención
le miró, que hasta se olvidó de echar el agua. El
sacerdote aguardaba, con las manos extendidas y llenas de
espuma. Y Moritz, al tropezar con su mirada, enrojeció.
El sacerdote Koruga era el “pope” del pueblo. No
tenía más de cincuenta años, pero su barba y su pelo eran blancos
como la plata. Su cuerpo, espigado y escuálido, descarnado, parecía el de los
santos que se veían en
los iconos de las iglesias ortodoxas. El cuerpo
de un verdadero anciano. Pero en su mirada, en su
manera de hablar, se reflejaba su espíritu joven. Cuando hubo
terminado de lavarse, el sacerdote se secó la cara y el cuello con una toalla
de grueso tejido. Moritz siguió delante de él, con la jofaina en la
mano.
— Quisiera
hablarle, padre —dijo.
— Aguarda a que
me vista —respondió el sacerdote.
Entró en la
casa, después de coger la jofaina de manos de Iohann Moritz,
y al atravesar el umbral, volvió la cabeza—.
Yo también quiero hablarte —le dijo sonriente—. Quiero
anunciarte algo que te alegrará. Sin embargo, por ahora
más vale que sigas cargando las cestas en el carro.
Durante toda
la mañana, Iohann Moritz y el padre Koruga estuvieron recogiendo
manzanas. Hacían su trabajo en silencio, y sólo cuando
el sol estuvo alto, el sacerdote se interrumpió. Extendió los brazos con
un gesto de fatiga y después dijo:
— Descansemos un poco.
— Descansemos —repitió
Moritz.
Se dirigieron hacia
las cestas llenas de manzanas y se sentaron encima. Permanecieron al principio
en silencio. Luego el sacerdote rebuscó en sus bolsillos el paquete de cigarrillos que llevaba siempre para Moritz.
Al mismo tiempo de tendérselos, le preguntó:
— ¿Querías hablarme?
— Sí.
Moritz encendió
el cigarrillo. Tiró la cerilla en la hierba, sin apartar
los ojos hasta que se apagó. La verdad era que le resultaba difícil anunciar su inmediata
partida al sacerdote.
— Quiero
ser yo el primero en hablarte —dijo éste.
Moritz se sintió satisfecho de no tener que hablar el primero.
— El
cuarto que está cerca de la cocina está vacío
—dijo el padre Koruga—. He pensado que podrías ocuparlo. Mi mujer lo
ha encalado y ha puesto cortinas en las ventanas. También hay ropa limpia. En
tu casa no dispones de mucho sitio. Tus padres y tú no
tenéis más que un solo cuarto. Mañana, cuando vengas a trabajar, trae
tus cosas.
— Mañana
no vendré a trabajar.
— Pasado mañana, entonces —dijo el sacerdote—. De
hoy en adelante el cuarto es tuyo.
— No volveré jamás al trabajo —dijo Moritz—.
Mañana me marcho a América...
— ¿Mañana?
El padre Koruga abrió los ojos con expresión sorprendida.
— Mañana, al amanecer —remarcó
Moritz. Su voz fue firma, aunque un poco velada por la emoción—. He recibido una carta anunciándome que el barco está ya en Constantza. No
me quedan más que tres días.
El padre
Koruga no ignoraba que Moritz quería ir a América. Muchos de los
muchachos campesinos acostumbraban a marcharse para regresar, dos o tres años después, con
dinero suficiente para comprar las casas más hermosas y las
tierras más fértiles del poblado. Se sintió satisfecho de
que Moritz quisiera marcharse. Así, dentro de algunos
años, poseería él también una gran extensión de tierra.
Pero le sorprendía que su partida fuera tan inmediata. A pesar del tiempo
que llevaban trabajando juntos, el muchacho no le había hablado jamás de
aquel asunto.
— Ayer
recibí la carta —dijo Moritz.
— ¿Te
vas solo?
— Con Chitza Ion. Pensamos enrolarnos como
peones en el barco. Trabajaremos en las calderas, y así sólo
tendremos que pagar quinientos lei por persona. Chitza
tiene un amigo en Constantza. Trabaja en el puerto y nos lo ha
arreglado todo.
El
sacerdote le expresó sus mejores deseos. Sentía que se marchara, pues Iohann
Moritz era joven, trabajaba bien, tenía
buen corazón y era honrado. Pero también era muy pobre,
pues ni siquiera poseía un pedazo de tierra. Durante todo
el día los dos hombres trabajaron
arduamente. El anciano hablaba sin cesar de América y
Moritz le escuchaba. De vez en cuando el muchacho lanzaba un
profundo suspiro. En aquellos instantes llegaba a pesarle su decisión.
Al anochecer, después de
haber cobrado su salario, Moritz permaneció
unos instantes con los ojos bajos ante
el sacerdote. Le faltaban las fuerzas para alejarse. El
anciano le golpeó familiarmente en el hombro.
— Escríbeme en cuanto llegues —dijo—. Mañana por la mañana ven a buscar el paquete que te he prometido. Tendrás suficiente para alimentarte hasta llegar a Constantza. Le dio además cinco billetes de cien lei, añadiendo—: En cuanto amanezca, golpeas suavemente el cristal de la ventana. Es preferible que mi mujer no se entere de nada. Las mujeres suelen ser bastante raras en ocasiones. Prepararé todo esta noche. ¿Cuándo quieres marcharte?
— En cuanto
amanezca. Tengo que encontrarme con Chitza Ion en el otro extremo
del pueblo.
— Te
quedará el tiempo justo de pasar por mi casa. De no
haber sido así, te habría ofrecido que te quedaras esta noche.
— Prefiero
volver mañana —respondió Moritz.
Sabía
que aquella noche estaría aguardándole Suzanna
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