El
inmortal
Solomon saith: There is no new thing upon the
earth. So that as
Plato had an imagination,
that all knowledge was but remembrance; so
Solomon given his sentence, that all novelty is
but oblivion.
FRANCIS BACON, Essays, LVIII
En Londres, a
principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Cartaphilus, de Esmirna,
ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715- 1720)
de la Ilíada de Pope. La princesa los adquirió; al recibirlos, cambió unas
palabras con él. Era, nos dice, un hombre consumido y terroso, de ojos grises y
barba gris, de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia
en diversas lenguas; en muy pocos minutos pasó del francés al inglés y del
inglés a una conjunción enigmática de español de Salónica y de portugués de
Macao. En octubre, la princesa oyó por un pasajero del Zeus que Cartaphilus
había muerto en el mar, al regresar a Esmirna, y que lo habían enterrado en la
isla de Ios. En el último tomo de la Ilíada halló este manuscrito.
El original está
redactado en inglés y abunda en latinismos. La versión que ofrecemos es literal.
I
Que yo recuerde,
mis trabajos empezaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Diocleciano
era emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias,
yo era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo:
la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos el
acero. Los mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las
ciudades rebeldes fue dedicada eternamente a los dioses plutónicos; Alejandría,
debelada, imploró en vano la misericordia del César; antes de un año las
legiones reportaron el triunfo, pero yo logré apenas divisar el rostro de
Marte. Esa privación me dolió y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a
descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los
Inmortales.
Mis trabajos
empezaron, he referido, en un jardín de Tebas. Toda esa noche no dormí, pues
algo estaba combatiendo en mi corazón. Me levanté poco antes del alba; mis esclavos
dormían, la luna tenía el mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y
ensangrentado venía del oriente. A unos pasos de mí, rodó del caballo. Con una
tenue voz insaciable me preguntó en latín el nombre del río que bañaba los
muros de la ciudad. Le respondí que era el Egipto, que alimentan las lluvias. Otro es
el río que persigo, replicó tristemente, el río secreto que purifica de la
muerte a los hombres.
Oscura sangre le
manaba del pecho. Me dijo que su patria era una montaña que está al otro lado
del Ganges y que en esa montaña era fama que si alguien caminara hasta el occidente,
donde se acaba el mundo, llegaría al río cuyas aguas dan la inmortalidad. Agregó
que en la margen ulterior se eleva la Ciudad de los Inmortales, rica en
baluartes y anfiteatros y templos. Antes de la aurora murió, pero yo determiné
descubrir la ciudad y su río. Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros
mauritanos confirmaron la relación del viajero; alguien recordó la llanura
elísea, en el término de la tierra, donde la vida de los hombres es perdurable;
alguien, las cumbres donde nace el Pactolo, cuyos moradores viven un siglo. En
Roma, conversé con filósofos que sintieron que dilatar la vida de los hombres
era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes. Ignoro si creí
alguna vez en la Ciudad de los Inmortales: pienso que entonces me bastó la
tarea de buscarla. Flavio, procónsul de Getulia, me entregó doscientos soldados
para la empresa. También recluté mercenarios, que se dijeron conocedores de los
caminos y que fueron los primeros en desertar.
Los hechos
ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras primeras
jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto. Atravesamos
el país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la
palabra; el de los garamantas, que tienen las mujeres en común y se nutren de leones;
el de los augilas, que sólo veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos,
donde es negra la arena; donde el viajero debe usurpar las horas de la noche,
pues el fervor del día es intolerable. De lejos divisé la montaña que dio
nombre al Océano: en sus laderas crece el euforbio, que anula los venenos; en
la cumbre habitan los sátiros, nación de hombres ferales y rústicos, inclinados
a la lujuria. Que esas regiones bárbaras, donde la tierra es madre de
monstruos, pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, a todos nos pareció
inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta retroceder.
Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la luna; la fiebre los ardió;
en el agua depravada de las cisternas otros bebieron la locura y la muerte. Entonces
comenzaron las deserciones; muy poco después, los motines. Para reprimirlos, no vacilé ante el ejercicio de la severidad.
Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de
vengar la crucifixión de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Huí del
campamento, con los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los
perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me laceró.
Varios días erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el
sol, por la sed y por el temor de la sed. Dejé el camino al arbitrio de mi
caballo. En el alba, la lejanía se erizó de pirámides y de torres.
Insoportablemente soñé con un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un
cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y
perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.
II
Al desenredarme por
fin de esa pesadilla, me vi tirado y maniatado en un oblongo nicho de piedra,
no mayor que una sepultura común, superficialmente excavado en el agrio declive
de una montaña. Los lados eran húmedos, antes pulidos por el tiempo que por la industria.
Sentí en el pecho un doloroso latido, sentí que me abrasaba la sed. Me asomé y
grité débilmente. Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido
por escombros y arena; en la opuesta margen resplandecía (bajo el último sol o
bajo el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios
y foros: el fundamento era una meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares,
análogos al mío, surcaban la montaña y el valle. En la arena había pozos de poca
hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris,
de barba negligente, desnudos. Creí reconocerlos: pertenecían a la estirpe
bestial de los trogloditas, que infestan las riberas del Golfo Arábigo y las
grutas etiópicas; no me maravillé de que no hablaran y de que devoraran
serpientes.
La urgencia de la
sed me hizo temerario. Consideré que estaba a unos treinta pies de la arena; me
tiré, cerrados los ojos, atadas a la espalda las manos, montaña abajo. Hundí la
cara ensangrentada en el agua oscura. Bebí como se abrevan los animales. Antes
de perderme otra vez en el sueño y en los delirios, inexplicablemente repetí
unas palabras griegas: los ricos teucros de Zelea que beben el agua negra del
Esepo...
No sé cuántos días
y noches rodaron sobre mí. Doloroso, incapaz de recuperar el abrigo de las
cavernas, desnudo en la ignorada arena, dejé que la luna y el sol jugaran con
mi aciago destino. Los trogloditas, infantiles en la barbarie, no me ayudaron a
sobrevivir o a morir. En vano les rogué que me dieran muerte. Un día, con el
filo de un pedernal rompí mis ligaduras. Otro, me levanté y pude mendigar o
robar —yo, Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma—
mi primera detestada ración de carne de serpiente.
La codicia de ver a
los Inmortales, de tocar la sobrehumana Ciudad, casi me vedaba dormir. Como si
penetraran mi propósito, no dormían tampoco los trogloditas: al principio
inferí que me vigilaban; luego, que se habían contagiado de mi inquietud, como
podrían contagiarse los perros. Para alejarme de la bárbara aldea elegí la más pública
de las horas, la declinación de la tarde, cuando casi todos los hombres emergen
de las grietas y de los pozos y miran el poniente, sin verlo. Oré en voz alta,
menos para suplicar el favor divino que para intimidar a la tribu con palabras
articuladas. Atravesé el arroyo que los médanos entorpecen y me dirigí a la
Ciudad. Confusamente me siguieron dos o tres hombres. Eran (como los otros de
ese linaje) de menguada estatura; no inspiraban temor, sino repulsión. Debí
rodear algunas hondonadas irregulares que me parecieron canteras; ofuscado por
la grandeza de la Ciudad, yo la había creído cercana.
Hacia la
medianoche, pisé, erizada de formas idolátricas en la arena amarilla, la negra sombra
de sus muros. Me detuvo una especie de horror sagrado. Tan abominadas del hombre
son la novedad y el desierto que me alegré de que uno de los trogloditas me hubiera
acompañado hasta el fin. Cerré los ojos y aguardé (sin dormir) que relumbrara el
día. He dicho que la Ciudad estaba fundada sobre una meseta de piedra. Esta
meseta comparable a un acantilado no era menos ardua que los muros. En vano
fatigué mis pasos: el negro basamento no descubría la menor irregularidad, los
muros invariables no parecían consentir una sola puerta. La fuerza del día hizo
que yo me refugiara en una caverna; en el fondo había un pozo, en el pozo una
escalera que se abismaba hacia la tiniebla inferior. Bajé; por un caos de
sórdidas galerías llegué a una vasta cámara circular, apenas visible. Había
nueve puertas en aquel sótano; ocho daban a un laberinto que falazmente
desembocaba en la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) daba a
una segunda cámara circular, igual a la primera. Ignoro el número total de las cámaras;
mi desventura y mi ansiedad las multiplicaron. El silencio era hostil y casi perfecto;
otro rumor no había en esas profundas redes de piedra que un viento subterráneo,
cuya causa no descubrí; sin ruido se perdían entre las grietas hilos de agua herrumbrada.
Horriblemente me habitué a ese dudoso mundo; consideré increíble que pudiera
existir otra cosa que sótanos provistos de nueve puertas y que sótanos largos que
se bifurcan. Ignoro el tiempo que debí caminar bajo tierra; sé que alguna vez confundí,
en la misma nostalgia, la atroz aldea de los bárbaros y mi ciudad natal, entre los
racimos.
En el fondo de un
corredor, un no previsto muro me cerró el paso, una remota luz cayó sobre mí.
Alcé los ofuscados ojos: en lo vertiginoso, en lo altísimo, vi un círculo de cielo
tan azul que pudo parecerme de púrpura. Unos peldaños de metal escalaban el muro.
La fatiga me relajaba, pero subí, sólo deteniéndome a veces para torpemente sollozar
de felicidad. Fui divisando capiteles y astrágalos, frontones triangulares y bóvedas,
confusas pompas del granito y del mármol. Así me fue deparado ascender de la
ciega región de negros laberintos entretejidos a la resplandeciente Ciudad.
Emergí a una suerte
de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de forma
irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las
diversas cúpulas y columnas. Antes que ningún otro rasgo de ese monumento
increíble, me suspendió lo antiquísimo de su fábrica. Sentí que era anterior a
los hombres, anterior a la tierra. Esa notoria antigüedad (aunque terrible de
algún modo para los ojos) me pareció adecuada al trabajo de obreros inmortales.
Cautelosamente al principio, con indiferencia después, con desesperación al
fin, erré por escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Después
averigüé que eran inconstantes la extensión y la altura de los peldaños, hecho
que me hizo comprender la singular fatiga que me infundieron.) Este
palacio es fábrica de los dioses, pensé primeramente. Exploré los inhabitados
recintos y corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto. Noté sus
peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos. Lo dije, bien lo
sé, con una incomprensible reprobación que era casi un remordimiento, con más
horror intelectual que miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se
agregaron otras: la de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente
insensato. Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los
Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para
confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, está
subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la
arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana
inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las
increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo.
Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar
a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las
cúpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales; sé que
durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo ya saber si tal o cual
rasgo es una transcripción de la realidad o de las formas que desatinaron mis noches.
Esta
Ciudad (pensé)
es
tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un
desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete
a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz. No quiero
describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en
el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiándose, dientes, órganos y
cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.
No recuerdo las etapas
de mi regreso, entre los polvorientos y húmedos hipogeos. Únicamente sé que no
me abandonaba el temor de que, al salir del último laberinto, me rodeara otra
vez la nefanda Ciudad de los Inmortales. Nada más puedo recordar. Ese olvido,
ahora insuperable, fue quizá voluntario; quizá las circunstancias de mi evasión
fueron tan ingratas que, en algún día no menos olvidado también, he jurado
olvidarlas.