sábado, 31 de diciembre de 2011

CASANDRA (Christa Wolf)


Otra vez me sacude el Eros que afloja
los miembros,
agridulce, indomable, animal oscuro.
SAFO


Aquí fue. Ahí estaba. Esos leones de piedra, sin cabeza ahora, la miraron. Esa fortaleza, un día inexpugnable, ahora un montón de piedras, fue lo último que vio. Un enemigo hace tiempo olvidado y los siglos, sol, lluvia y viento la arrasaron. Inalterado el cielo, un bloque azul intenso, alto, dilatado. Cerca las murallas ciclópeamente ensambladas, hoy como ayer, que marcan su dirección al camino: hacia la puerta, bajo la cual no mana la sangre. Hacia lo tenebroso. Hacia el matadero. Y sola.

Con mi relato voy hacia la muerte.

Aquí termino, impotente, y nada, nada de lo que hubiera podido hacer o dejar de hacer, querer o pensar, me hubiera conducido a otro objetivo. Más profundamente incluso que mi miedo, me empapa, corroe y envenena la indiferencia de los celestiales hacia nosotros los terrenos. Ha fracasado el intento de contraponer a su frialdad helada un poco de calor nuestro. Inútilmente intentamos sustraernos a sus actos de violencia, lo sé hace tiempo. Sin embargo, recientemente, de noche, durante la travesía, cuando las tormentas amenazaban destrozar nuestro barco desde todos los puntos cardinales, y no se sostenía nadie que no estuviera firmemente atado; cuando sorprendí a Marpesa soltando a escondidas los nudos que sujetaban a ella y a los gemelos entre sí y al mástil; cuando, siendo mi cuerda más larga que la de los demás cautivos, me lancé sobre Marpesa sin vacilar, sin pensar, impidiéndole así abandonar su vida y la de mis hijos a los elementos indiferentes, y confiándola en cambio a unos hombres enloquecidos; cuando... retrocediendo ante su mirada, me acurruqué de nuevo en mi puesto junto a Agamenón, que gemía y vomitaba... tuve que preguntarme de qué material resistente están hechos los lazos que nos unen a la vida. Vi que Marpesa, que, como ya en otro tiempo, no quería hablarme, estaba mejor preparada que yo, la adivina, para lo que ahora vivíamos; porque yo sentía placer por todo lo que veía –placer; ¡no esperanza!– y seguía viviendo para ver.

Es curioso que las armas de cada uno –el silencio de Marpesa, las voces de Agamenón– tengan que ser siempre las mismas. Yo, desde luego, he depuesto poco a poco mis armas, eso era en lo que podía cambiar.

¿Por qué quise sin falta el don de profecía?

Hablar con mi propia voz: lo máximo. No quise más, ninguna otra cosa. En caso necesario podría demostrarlo, pero ¿a quién? ¿A ese pueblo extraño que, desvergonzado y tímido a la vez, rodea el carruaje? Un motivo para reírme, si lo hubiera todavía: que mi tendencia a justificarme hubiera acabado poco tiempo antes que yo misma.

Marpesa guarda silencio. A los niños no quiero ya verlos. Ella los esconde de mí bajo su chal.

El mismo cielo sobre Micenas que sobre Troya, pero vacío. Brillante como el esmalte, inaccesible, reluciente. Hay algo en mí que corresponde a la vacuidad del cielo sobre el país enemigo. Todo lo que me ha ocurrido ha encontrado en mí todavía su correspondencia. Es el secreto lo que me ciñe y me sostiene, con nadie he podido hablar de ello. Sólo aquí, al borde extremo de mi vida, puedo decírmelo a mí misma: como hay en mí algo de todos, no he pertenecido por completo a nadie, y hasta he entendido su odio hacia mí. Una vez, “antes”, sí, ésa es la palabra mágica, quise hablar de ello con Mirina, con insinuaciones y medias palabras... no para encontrar alivio, que no existía. Sino porque creía que se lo debía. El fin de Troya era previsible, estábamos perdidos. Eneas y su gente se habían retirado. Mirina lo despreciaba. Y yo traté de decirle que yo... no, no sólo comprendía a Eneas: lo conocía. Como si yo fuera él. Como si estuviera encogida en su interior, alimentando con mis pensamientos sus traidoras decisiones. “Traidor”, dijo Mirina, golpeando furiosa con el hacha la maleza de la fosa que rodeaba la ciudadela, sin escucharme, sin comprenderme quizá en absoluto, porque desde que estuve prisionera en el cesto hablo en voz baja. No es mi voz, como todos creían, mi voz no sufrió. Es el tono. El tono de anunciación el que ha desaparecido. Desaparecido por fortuna.

Mirina gritó. Es extraño que yo, que aún no soy vieja, tenga que hablar de casi todos los que conocí en pasado. No de Eneas, no. Eneas vive. Pero un hombre que vive cuando todos los hombres mueren, ¿tiene que ser un cobarde? ¿Fue algo más que una política el que, en lugar de guiar a los últimos a la muerte, se retirara con ellos al monte Ida, su región natal? Después de todo algunos tienen que salvarse –Mirina lo negaba–: por qué no, en primer lugar, Eneas y su gente.

¿Y por qué no yo, con él? La cuestión no se planteaba. Él, que quiso planteármela, terminó por no hacerlo. Lo mismo que yo, por desgracia, tuve que sofocar lo que sólo ahora hubiera podido decirle. Aquello por lo que, al menos para pensarlo, seguí con vida. Por lo que sigo con vida, estas pocas horas. Por lo que no reclamo la daga que, como me consta, lleva consigo Marpesa.

Que antes, cuando vimos a la mujer, a la reina, me ofreció sólo con sus ojos. Y que yo, con mis ojos sólo, rechacé. ¿Quién me conoce mejor que Marpesa? ¡Nadie ya! El sol ha pasado el mediodía. Lo que yo comprenda hasta que se haga de noche perecerá conmigo. ¿Perecerá? ¿Una vez que está en el mundo, sigue viviendo el pensamiento en otro? ¿En nuestro buen auriga, para el que somos una carga?

Se está riendo, oigo decir a las mujeres, que no saben que hablo su lengua. Se apartan de mí estremeciéndose, por todas partes lo mismo. Mirina, que me vio sonreír al hablar de Eneas, me gritó: Incorregible, eso es lo que yo era. Le puse la mano en la nuca hasta que se calló y las dos, desde la muralla, cerca de la Puerta Escea, miramos cómo el sol se hundía en el mar. Así estuvimos juntas por última vez, lo sabíamos.

Hago la prueba del dolor. Lo mismo que un médico, para saber si está muerto, pincha un músculo, así pincho yo mi memoria. Quizá muera el dolor antes de que muramos nosotros. Eso, si fuera así, habría que difundirlo, pero ¿a quién? Aquí no habla mi idioma nadie que no vaya a morir conmigo. Hago la prueba del dolor y pienso en las despedidas, cada una fue distinta. Al final nos reconocíamos por saber que se trataba de una despedida. A veces sólo levantábamos levemente la mano. A veces nos abrazábamos. Eneas y yo no nos tocamos ya. Un tiempo infinitamente largo, me parece, puso en mí sus ojos, cuyo dolor no podía yo sondear. A veces, seguíamos hablando, como hablaba yo con Mirina, para que se pronunciara por fin el nombre que tanto tiempo habíamos callado: Pentesilea.

De cómo yo la había visto a ella, Mirina, tres o cuatro años antes, entrar por aquella puerta al lado de Pentesilea y su banda armada. De cómo el asalto de sentimientos irreconciliables –asombro, emoción, admiración, horror, desconcierto y, sí, incluso una infame hilaridad– desembocó en un ataque de risa, que me afligió a mí misma y que Pentesilea, sensible como era, nunca pudo perdonarme. Mirina me lo confirmó. Se sintió herida. Eso y nada más, dijo Mirina, fue la causa de la frialdad que Pentesilea me demostró. Y yo le confesé a Mirina que mis ofertas de reconciliación no eran totalmente sinceras; aunque sabía, sin embargo, que Pentesilea caería. ¡Por qué! Me preguntó Mirina con un asomo de su antigua violencia, pero yo no estaba ya celosa de Pentesilea. Los muertos no sienten celos entre sí. Cayó porque quiso caer. ¿O por qué crees que fue a Troya? Y yo tenía razones para observarla atentamente, y lo vi. Mirina guardó silencio. Más que cualquier otra cosa en ella me había encantado siempre su odio a mis predicciones, que desde luego nunca hacía cuando ella estaba delante pero le comunicaban siempre presurosamente, incluida mi certeza, casualmente mencionada, de que me matarían, y que, a diferencia de los otros, ella no quiso dejar pasar. Qué derecho tenía a hacer tales vaticinios. Yo no respondí, y cerré los ojos, de felicidad. Otra vez la punzada ardiente en mi interior. Otra vez la debilidad por ser un humano total. Cómo conmovía. No me había sido simpática, Pentesilea, aquella guerrera asesina de hombres. ¿Qué? ¿Es que creía yo que ella, Mirina, había matado menos hombres que su comandante? ¿Probablemente más, tras la muerte de Pentesilea, para vengarla?

Sí, caballito mío, pero eso fue distinto.

Eso fue tu denso despecho y tu llameante duelo por Pentesilea, que yo, qué te crees, comprendí. Eso fue su timidez profundamente escondida, su miedo a todo contacto, que yo jamás herí, hasta que pude enroscar mi mano en su cabellera rubia y supe así qué fuerte había sido el deseo que hacía mucho tenía de hacerlo. Tu sonrisa en el minuto de mi muerte, pensé y, como no me privaba ya de ninguna ternura, dejé largo tiempo el terror atrás. Ahora se me acerca otra vez, oscuro.

Mirina se me metió en la sangre en el instante mismo en que la vi, clara y atrevida y ardiente de pasión junto a la oscura Pentesilea, que se consumía interiormente. Ya me trajera alegría o tristeza, no podía dejarla, pero no deseo tenerla ahora a mi lado. Vi contenta cómo ella, una mujer, fue la única que se armó cuando los hombres de Troya, sin hacer caso de mi protesta, metieron en la ciudad el caballo de los griegos; la apoyé en su decisión de velar junto al monstruo, y yo con ella, desarmada. Contenta, otra vez en ese sentido pervertido, la vi precipitarse sobre el primer griego que, hacia la medianoche, surgió del corcel de madera; contenta, sí; ¡contenta la vi caer y morir derribada de un solo golpe! A mí, porque me reía, me respetaron como se respeta a la locura.

Todavía no había visto bastante.

No quiero hablar más. Todas las vanidades y costumbres se han consumido, se han agostado los lugares de mi ánimo donde podían volver a crecer. No tengo más lástima de mí que de los otros. No quiero demostrar ya nada. La risa de esa reina, cuando Agamenón pisó la alfombra roja, era superior a cualquier demostración.

Quién encontrará otra vez, y cuándo, el lenguaje.

Será alguien a quien el dolor parta el cráneo. Y hasta entonces, hasta él, sólo los bramidos y las órdenes y los gemidos y los sí señor de los que obedecen. El desamparo de los vencedores, que, mudos, comunicándose entre sí mi nombre, rondan el carruaje. Ancianos, mujeres, niños. Por la atrocidad de la victoria. Por sus consecuencias, que veo ya ahora en sus ojos ciegos. Golpeados por la ceguera, sí. Todo lo que tienen que saber se desarrollará ante sus ojos, y ellos no verán nada. Así es precisamente.

Ahora puedo utilizar lo que toda la vida he practicado: vencer mis sentimientos con la mente. El amor antes, ahora el miedo. Este me asaltó cuando el carruaje, que los cansados caballos habían arrastrado lentamente montaña arriba, se detuvo entre las murallas sombrías. Ante esta última puerta. Cuando el cielo se abrió y el sol cayó sobre los leones de piedra, que miraban por encima de mí y de todas las cosas que siempre mirarán por encima. Verdad es que conozco el miedo, pero esto es algo distinto. Quizá surge en mí por primera vez, sólo para ser destruido enseguida. Ahora arrasan su semilla.

Ahora mi curiosidad, orientada también hacia mí, está totalmente libre. Cuando me di cuenta, grité fuerte, durante la travesía; yo, miserable, como todos, zarandeada por aquella mar gruesa, calada hasta los huesos por la espuma que me salpicaba, molesta por los lamentos y las emanaciones de las otras troyanas, no bien dispuestas hacia mí, porque siempre sabían todos quién era yo. Nunca me fue dado sumergirme en su multitud, lo deseé demasiado tarde, y había hecho demasiadas cosas, en mi vida anterior, para ser conocida. También los autorreproches impiden que las preguntas importantes se reúnan. Entonces la pregunta creció, como el fruto en su cáscara, y, cuando se liberó y estuvo ante mí, grité fuerte, de dolor o de dicha:

¿Por qué quise sin falta el don de profecía?

Ocurrió que, en ese mismo momento, el “muy resuelto” (¡dioses!) me arrancó aquella noche tormentosa de la maraña de los otros cuerpos, mi grito coincidió con ello, y no necesité otra explicación. Yo, yo había sido, me gritó, fuera de sí de miedo, quien había levantado a Poseidón contra él. ¿No había sacrificado él al dios tres de sus mejores caballos antes de la travesía? ¿Y Atenea? dije fríamente. ¿Qué le sacrificaste a ella? Lo vi palidecer. Todos los hombres son niños egocéntricos. (¿Eneas? Tonterías. Eneas es un adulto). ¿Escarnio? ¿En los ojos de una mujer? Eso no lo soportan. Aquel rey victorioso me hubiera matado –y eso era lo que yo quería–, si no hubiera tenido aún miedo también de mí. Ese hombre siempre me ha tenido por hechicera. ¡Yo tenía que apaciguar a Poseidón! Me empujó a la proa, me levantó los brazos en el gesto que consideró apropiado. Yo moví los labios. Pobre infeliz, ¿qué te importa ahogarte aquí o ser asesinado en tu casa?

Si Clitemnestra era como yo me la imaginaba, no podía compartir el trono con aquella nulidad... Es como me la imaginé. Y además está llena de odio. Cuando él la dominaba aún, es posible que aquel débil, como hacen todos, la hubiera tratado depravadamente. Como no conozco sólo a los hombres, sino, lo que es más difícil, también a las mujeres, sé que la reina no puede perdonarme la vida. Me lo ha dicho antes con sus miradas.

DESEO (Elfriede Jelinek)


1

Colgantes velos se tienden entre la mujer en su estuche y los demás, que también tienen casas propias y propiedades. Incluso los pobres tienen sus casas, en las que congregan sus rostros cordiales, sólo lo que no cambia los separa. En esta situación reposan: remitiendo a sus vínculos con el director, que, mientras respire, es su padre eterno. Este hombre, que les dosifica la verdad como si fuera su aliento, con tal naturalidad reina, ya tiene bastante de las mujeres alas que llama con poderosa voz, sólo precisa ésta, la suya. Es tan inconsciente como los árboles que le rodean. Está casado, lo que representa un contrapeso a sus placeres. Los cónyuges no se avergüenzan el uno del otro, ríen y son y eran todo para ellos.

El sol del invierno es ahora pequeño, y deprime a toda una generación de jóvenes europeos que aquí crece o viene a esquiar. Los hijos de los trabajadores del papel: podrían reconocer el mundo a las seis de la mañana, cuando entran al establo y se convierten en crueles extranjeros para los animales. La mujer va a pasear con su hijo. Ella sola vale por más de la mitad de todas las almas del lugar, la otra mitad trabaja en la fábrica de papel, a las órdenes del marido, una vez que ha sonado el aullido de la sirena. Y los hombres se atienen con precisión a lo que se les pone por delante. La mujer tiene una cabeza grande y despejada. Lleva fuera una hora larga con el niño, pero el niño, borracho de luz, prefiere volverse insensible haciendo deporte. Apenas se le pierde de vista, arroja sus pequeños huesos a la nieve, hace bolas y las lanza. El suelo brilla de sangre recién vertida. En el camino nevado, desparramadas plumas de pájaro. Una marta o un gato han representado su drama natural: reptando a cuatro patas, un animal ha sido devorado. El cadáver ha desaparecido. La mujer ha venido de la ciudad aquí, donde su marido dirige la fábrica de papel. El marido no se cuenta entre los habitantes, él cuenta por sí solo. La sangre salpica el camino.

El marido. Es un espacio bastante grande, en el que aún es posible hablar. También el hijo tiene que empezar ya a estudiar violín. El director conoce a sus trabajadores, no uno por uno, pero conoce su valor global, buenos días a todos. Se ha formado un coro de la empresa, que se mantiene con donativos, para que el director pueda dirigirlo. El coro se desplaza en autobuses, para que la gente pueda decir que fue una cosa única. Para ello, a menudo tienen que hacer una gira por las pequeñas ciudades del entorno, llevar a pasear sus mal medidos compases y sus desmedidos deseos ante los escaparates provincianos. En las salas el coro se presenta de frente, dando la espalda a las esquinas de los mesones en que actúa. También al pájaro, cuando vuela, se le ve solamente desde abajo. Con paso grave y trabajoso, los cantores fluyen del autocar alquilado, que emana sus vapores, y prueban sus voces al sol. Las nubes de canto se elevan bajo la envoltura del cielo cuando los prisioneros son presentados. Entretanto sus familias se quedan en casa, sin el padre y con pocos ingresos. Comen salchichas y beben cerveza y vino. Dañan sus voces y sus sentidos, porque ambas cosas las emplean irreflexivamente. Lástima que vengan de abajo, una orquesta de Graz podría sustituir a cada uno de ellos, aunque también apoyarlos, según el humor de que estuviera. Esas voces horriblemente débiles, tapadas por el aire y el tiempo. El director quiere que vayan a implorarle ayuda con sus voces. Incluso los que valen poco pueden hacer una gran carrera con él si llaman su atención desde el punto de vista musical.

El coro es cuidado como hobby del director, los hombres están en sus corrales cuando no viajan. El director mete incluso dinero propio cuando llega el momento de las sangrientas y apestosas eliminatorias de los campeonatos provinciales. Garantiza, para sí y sus cantantes, una pervivencia que vaya más allá del instante fugaz. Los hombres, esa obra sobre la tierra, y quieren seguir construyéndola. Para que sus mujeres los sigan reconociendo en sus obras se jubilen. Pero en los fines de semana, los dioses se vuelven débiles. Entonces no se suben al andamio, sino al podio del bar, y cantan bajo presión, como si los muertos pudieran volver y aplaudirles. Los hombres quieren ser más grandes, y lo mismo quieren sus obras y valores. Sus edificaciones.

A veces la mujer no está satisfecha con esas máculas que pesan sobre su vida: marido e hijo. El hijo el vivo retrato del padre, un chico único, pero se deja fotografiar. Sigue los pasos del padre, para poder también él llegar a ser un hombre. Y el padre le presiona de tal modo con el violín, que le salen espumarajos de la boca. La mujer responde con su vida de que todo vaya bien, y se sientan bien juntos. A través de esta mujer, el marido se ha proyectado hacia la eternidad. Esta mujer es de la mejor familia posible, y se ha proyectado en su hijo.

El niño es obediente, salvo en los deportes, donde puede llegar a ser violento y no se deja pisar por los amigos, que le han elegido, por unanimidad, su escalera hacia el cielo del pleno empleo. Su padre no se puede evaporar, dirige la fábrica y su memoria, en cuyos bolsillos hurga en busca de los nombres de los trabajadores que intentan escabullirse del coro. El niño esquía bien, los niños del pueblo se agostan como la hierba bajo sus esquíes. Están a la altura de sus zapatos. La mujer, en su bata lavada cada día, ya no se sube a los esquíes, no, ofrece al hijo ancla en su bienaventurada costa, pero el niño escapa una y otra vez, para llevar su fuego a los pobres habitantes de las casas pequeñas. Su entusiasmo los debe contagiar. Quiere recorrer la tierra con su hermoso ropaje. Y el padre se hincha como la vejiga de un cerdo, canta, toca, grita, jode. Al coro lo arrastra a su voluntad del campo a la montaña, de las salchichas al asado, y canta a su vez. El coro no pregunta qué recibe por ello, pero sus miembros nunca son tachados de la nómina. ¡La casa tiene unos muebles tan claros, así se ahorra luz! Sí, sustituyen la luz, y el canto aliña la comida.

El coro acaba de llegar. Viejos paisanos que quieren escapar de sus mujeres, a veces incluso las propias mujeres con sus tiesos rizos (¡el sagrado poder de los peluqueros locales, que aderezan a las mujeres hermosas con una sabrosa pizca de permanente!). Han bajado de los vehículos, y se toman el día libre. El coro no puede cantar sólo a base de luz y aire. Con paso tranquilo, la mujer del director se adelanta el domingo. En la  colegiata, donde Dios, cuya esquemática impresión en los cuadros indigna, habla con ella. Las viejas allí arrodilladas ya saben cómo es. Saben cómo termina la historia, pero de lo de en medio no han aprendido nada, por falta de tiempo. Ahora, caminan apoyadas de estación a estación del rosario, sólo porque podrían en breve plazo estar ante el padre eterno, el miembro de la unicidad, llevando en la mano como salvoconducto sus fláccidas pieles. Al final el tiempo se detiene, y el oído se quiebra con el retumbar de la percepción de toda una vida. Qué hermosa es la Naturaleza en un parque, y el canto en un mesón.

En medio de las montañas que los entrenados deportistas vienen a visitar, la mujer advierte que le falta un soporte firme, una parada en la que poder esperar a la vida. La familia puede hacer mucho bien y recoger el botín de los días festivos. Los más amados rodean a la madre, se sientan juntos como benditos. La mujer se dirige a su hijo, lo censura (tocino en el que pacen las larvas del amor) con su suave y delicado gritar. Se preocupa por él, lo protege con sus suaves armas. Cada día parece morir un poco más, cuanto más crece. Al hijo no le gustan las quejas de la madre, enseguida exige un regalo. Intentan ponerse de acuerdo en esas breves negociaciones: a base de juguetes y artículos deportivos. Ella se lanza cariñosa sobre el hijo, pero él se le escapa como sonoro manantial, retumba en las profundidades.

Sólo tiene este hijo.

Su marido vuelve de su despacho, y enseguida ella lo estrecha contra su cuerpo, para que los sentidos del hombre no se despierten. Resuena música del tocadiscos y del barroco. Ser lo más uno posible con las fotos en color de las vacaciones, no cambiar de un año para otro. Este niño no dice una palabra cierta, sólo quiere marcharse con sus esquíes, se lo juro.

Fuera de las horas de comer, el hijo habla poco con su madre, aunque ella lo cubre con un manto de comida para conjurarle a hacerlo. La madre invita al niño a dar un paseo, y paga por minuto, pues tiene que escuchar al niño de hermosa vestimenta. Habla como la televisión, de laque se alimenta. Ahora prosigue sin temor, pues hoy aún no ha visto el horror del vídeo. Los hijos de la montaña se acuestan a veces a las ocho, mientras el director, con manos hábiles, vuelve a inyectar arte en su motor. ¿Y qué potente voz es la que hace levantar a los rebaños en las praderas, todos juntos? ¿Y a los pobres cansados también, temprano, cuando miran hacia la otra orilla, donde se alzan las casas de veraneo de los ricos? Creo que se llama despertador de Radio 3, y suena grabado en cinta desde las seis, infatigable roedor que nos devora desde temprano en la mañana.

En los cuartos hitlerianos de las gasolineras, vuelven ahora a arrojarse los unos sobre los otros, esos pequeños sexos en sus andadores, que se derriten en sus cucuruchos como bolas de helado. Tan rápido termina siempre, y tanto dura el trabajo y se alzan las montañas. Estas gentes se pueden reproducir fácilmente, mediante infinitas repeticiones. Esta jauría hambrienta saca su sexo de las puertecillas que con sentido práctico se ha puesto. Esta gente no tiene ventanas, para que sus parejas no puedan mirar por ellas. ¡Nos tienen como a reses, y todavía nos preocupa progresar!

En la tierra hay senderos tranquilos. En la familia siempre se espera en vano, o se cae luchando por conseguir ventaja. A la madre le dan seguridad los muchos esfuerzos, que el niño, encorvado sobre el instrumento, vuelve a aniquilar. Los lugareños no son de confianza, tienen que irse a dormir cuando en los deportistas empieza a despertar la vida nocturna. El día es suyo y la noche es suya. La madre vigila al niño, mientras está en los muros del hogar, para que no se divierta demasiado. El niño no es muy aficionado a ese violín. En los anuncios, los que piensan igual siguen tercamente su propio camino, para poder llenar mutuamente su vaso. Se leen anuncios de contactos, y cada cual se alegra con la pequeña luz que lanza a la oscuridad de un cuerpo ajeno. Se anuncian habilidosos carpinteros de la vida, que piden permiso para poner sus pequeños estantes en los oscuros nichos ajenos. ¡En realidad, uno no debería cansarse de sí mismo! El director lee los anuncios, y encarga para su mujer, en el comercio especializado, una hamaca en la que ella se pueda tender, de nylon rojo, con silenciosos agujeros a través de los cuales las estrellas brillan.

Al marido no le basta con una sola mujer, pero la enfermedad amenazante le frena a la hora de sacar su aguijón y libar la miel. Un día se olvidará de que su sexo puede arrástralo, y exigirá su parte de la cosecha: ¡Queremos diversión! ¡Queremos bifurcarnos en nosotros mismos! Complicados, los anuncios yacen en sus colchones y describen las sendas que recorren. Ojalá que sus hornos no se apeguen, no se extingan por si solos y tengan que vivir decepciones. Al director no le basta con su mujer, pero ahora él, un hombre público, se ve constreñido a este utilitario. Intenta lo mejor: vivir y ser amado. Los hijos de los utilizados también trabajan en la fábrica de papel (los atrae el material aún sin elaborar, aquello de lo que los libros están hechos); tienen una forma fea. Las sirenas les tienen que cantar para insuflarles vida. Pero al mismo tiempo son expulsados de la vida y caen como cataratas, superfluos, desde la cumbre de sus ahorros.

El impuesto ya se les ha cobrado, y sus mujeres les imponen, en su lugar, el rumbo al puerto seguro, que tanto esfuerzo se tomaron los hombres en evitar y en minar. Son una vendimia de flacos sarmientos, y rápidamente se hace una selección. En sus colchones, los atrapa un ansia mortal, y sus mujeres son malogradas por su mano (o han de ser mantenidas por la seguridad social). No son personas privadas, porque no tienen una casa hermosa; solamente son lo que se ve de ellos, y lo que a veces se oye del coro. Nada bueno. Pueden hacer muchas cosas al mismo tiempo, y sin embargo no revuelven el agua en la piscina en laque la mujer del director se adapta a su traje de baño, muy arriba en la escala de la Naturaleza, inconmensurablemente alto y lejos de nosotros, los consumidores normales.

El agua es azul, y jamás se calma. Pero el hombre vuelve a casa de su labor diaria. El gusto no es cosa de todo el mundo. El niño tiene clase esta tarde. El director lo ha pasado todo a ordenador, escribe él mismo los programas como hobby. No le gusta la Naturaleza, el silencioso bosque no le dice nada en absoluto. La mujer abre la puerta, y él advierte que nada es demasiado grande para su poder, pero tampoco nada puede ser demasiado pequeño, de lo contrario es muy fácil de abrir. Su deseo es sincero, se adapta a él como el violín a la barbilla de su hijo. Los amores se encuentran muchas veces en casa, porque todo les sale del corazón y se anuncia a plena luz del día. Ahora, el hombre querría estar a solas con su divina mujer. La gente pobre tiene que pagar antes de poder tumbarse a la orilla.

Ahora, la mujer no tiene tiempo ni de cerrar los ojos. El director no asiente cuando ella quiere ir a la cocina y preparar algo. La toma, decidido, por el brazo. Antes quiere llamarla a sus obligaciones, para eso ha cancelado dos entrevistas. La mujer abre la boca para disuadirle. Piensa en su fuerza y vuelve a cerrar la boca. Este hombre tocaría su melodía hasta en el seno de las rocas, tensaría resonante el violín y el miembro. Una y otra vez suena esta canción, este ruido atronador, tan sorprendentemente terrible, acompañado de miradas de disgusto. La mujer no tiene el coraje de negarse, vaga indefensa. El hombre siempre está dispuesto y satisfecho de sí mismo. Un día de diversión se lo toman los pobres y los ricos, pero por desgracia los pobres no se lo dan a los ricos. La mujer ríe nerviosa cuando el hombre, todavía con el abrigo puesto, se desabrocha con intención. No se desabrocha para dejar su rabo en suspenso. La mujer ríe fuerte, y se tapa la boca con la mano, azorada. La amenaza con golpes. En ella resuena el eco de la música del tocadiscos, donde sus sentimientos y los de otros giran en la forma de Johann Sebastián Bach, adecuadísimo para el goce humano. El hombre se destaca entre sus espinas de pelo y de ardor. Así se agigantan los hombres y sus obras, que pronto vuelven a caer tras ellos.

Más seguros están los árboles del bosque. El director habla tranquilamente de su coño y de cómo se lo piensa abrir. Está como borracho. Sus palabras titubean. Con la mano izquierda, sujeta por la cintura a la mujer y le saca, por decirlo suavemente, la bata de casa por la cabeza. Ella se agita ante el peso pesado. Él maldice en voz alta sus panties, que hace ya mucho tiempo que le ha prohibido. Las medias son más femeninas y aprovechan mejor los agujeros, cuando no crean otros nuevos. Enseguida piensa apurar a fondo a la mujer por lo menos dos veces, anuncia.

Las mujeres, alimentadas con esperanzas, viven del recuerdo, los hombres, en cambio, del instante, que les pertenece y, cuidado con mimo, se puede descomponer en un montoncillo de tiempo que también les pertenece. De noche tienen que dormir, ya que no pueden repostar. Son puro fuego, y se calientan (ellos mismos) en pequeños recipientes. Es sorprendente, esta mujer toma píldoras en secreto; él nunca apaciguado corazón del hombre no permitiría que de su tanque siempre lleno no se pudiera servir vida.

EL HEREJE (Miguel Delibes)



En el año 1517, Martín Lutero fija sus noventa y cinco tesis contra las indulgencias en la puerta de la iglesia de Wittenberg, un acontecimiento que provocará el cisma de la Iglesia Romana de Occidente. Ese mismo año nace en la villa de Valladolid el hijo de don Bernardo Salcedo y doña Catalina Bustamante, al que bautizarán con el nombre de Cipriano. En un momento de agitación política y religiosa, esta mera coincidencia de fechas marcará fatalmente su destino.

Huérfano desde su nacimiento y falto del amor del padre, Cipriano contará, sin embargo, con el afecto de su nodriza Minervina, una relación que le será arrebatada y que perseguirá el resto de su vida.

Convertido en próspero comerciante, se pondrá en contacto con las corrientes protestantes que, de manera clandestina, empezaban a introducirse en la Península. Pero la difusión de este movimiento será cortada progresivamente por el Santo Oficio. A través de las peripecias vitales y espirituales de Cipriano Salcedo, Delibes dibuja con mano maestra un vivísimo relato del Valladolid de la época de Carlos V, de sus gentes, sus costumbres y sus paisajes. Pero “El hereje” es sobre todo una indagación sobre las relaciones humanas en todos sus aspectos. Es la historia de unos hombres y mujeres de carne y hueso en lucha consigo mismos y con el mundo que les ha tocado vivir.

Un canto apasionado por la tolerancia y la libertad de conciencia, una novela inolvidable sobre las pasiones humanas y los resortes que las mueven.

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A Valladolid, mi ciudad

¿Cómo callar tantas formas de violencia perpetradas también en nombre de la fe? Guerras de religión, tribunales de la Inquisición y otras formas de violación de los derechos de las personas... Es preciso que la Iglesia, de acuerdo con el Concilio Vaticano II, revise por propia iniciativa los aspectos oscuros de su historia, valorándolos a la luz de los principios del Evangelio.

(Juan Pablo II a los cardenales, 1994)

Preludio

El “Hamburg”, una galeaza a remo y vela, de tres palos, línea enjuta y setenta y cinco varas de eslora, dedicada al cabotaje, rebasó lentamente la bocana y salió a mar abierta. Amanecía. Se iniciaba el mes de octubre de 1557 y la calima sobre la superficie del mar y la estabilidad de la nave presagiaban bonanza, una jornada calma, tal vez calurosa, de sol vivo y suave viento del norte. Era el “Hamburg” un pequeño barco de carga, dotado con cincuenta y dos marineros, al que su capitán, Heinrich Berger, con un agudo sentido de la economía personal, superponía en el buen tiempo dos pequeñas tiendas de campaña sobre las cuadernas de toldilla para alojar a cuatro posibles pasajeros de confianza, mediante un módico estipendio.

En la primera de estas tiendas, viniendo de proa, viajaba ahora un hombre menudo, aseado, de barba corta, al uso de Valladolid, de donde procedía, tocado de sombrero, con calzas, jubón y ropilla de Segovia, que, acodado en el pasamano de babor, oteaba con un anteojo el puerto que acababan de abandonar.

Una bandada de gaviotas que sobrevolaba la estela del “Hamburg” se reunía, graznando destempladamente, preparando el regreso a puerto.

Por la amura, sobre la silueta de tierra, la bruma comenzaba a rasgarse y permitía divisar, entre los flecos, fragmentos del cielo azul que la calma chicha de la madrugada auguraba. El hombre menudo y aseado hurgó con su mano pequeña y nerviosa en el bolso de la ropilla, extrajo el papel plegado que le había entregado un marinero al embarcar y leyó de nuevo el breve mensaje que contenía: |Bienvenido a bordo. Le espero a almorzar en mi camareta a la una del mediodía.

El capitán Berger I.

El Doctor le había hablado con afecto del capitán en Valladolid.

Aunque hacía mucho tiempo que no se veían, entre el Doctor y Heinrich Berger se anudaba una vieja amistad de lustros. El Doctor confiaba de tal modo en el capitán que hasta que no supo su propósito de regresar a España en el otoño no se determinó a autorizar el viaje a Alemania de su correligionario Cipriano Salcedo. El hombre menudo contemplaba la mar mientras reconstruía mentalmente la imagen del Doctor, tan taciturno y medroso en los últimos tiempos, advirtiéndole de los riesgos de su estancia en Europa. La reciente prohibición de salvar las fronteras concernía, es cierto, a clérigos y estudiantes, pero era sabido que cualquier viajero que decidiera moverse por Alemania en estos días sería sometido a una “discreta vigilancia”. El Doctor había dicho “discreta vigilancia, pero de su tono de voz dedujo Cipriano Salcedo que la vigilancia sería estrecha y conminatoria. De ahí sus precauciones a lo largo del viaje: sus repentinos cambios de medio de transporte, el miramiento en la elección de posada o de lugares de encuentro para sus citas, y aun en sus simples visitas a los libreros.

Cipriano Salcedo se sentía orgulloso de que el Doctor le hubiera elegido a él para tan delicada misión. Su decisión le liberó de viejos complejos, le permitió pensar que todavía podía ser útil a alguien, que todavía existía un ser en el mundo capaz de confiar en él y ponerse en sus manos. Y el hecho de que este ser fuera un hombre sabio, inteligente y prudente como el Doctor satisfizo su incipiente vanidad. Ahora Salcedo, en la cubierta, pensaba que estaba a punto de rendir viaje; que durante la penúltima etapa, en el “Hamburg”, patroneado por el capitán Berger, podía dormir tranquilo, y que los encargos del Doctor Cazalla habían sido cumplidos.

Oyó voces en cubierta y se volvió con el anteojo en su mano pequeña y velluda. Media docena de marineros descalzos transportaban hacia popa unos maderos y las correspondientes estachas para unirlos. Detrás de ellos, otros tres cargaban con una estructura de madera, adaptable a la popa de la nave, en la que podía leerse, en letras grandes y doradas: “Dante Alighieri”.

En pocos minutos, con una eficacia que revelaba una práctica habitual, el equipo descolgó los tablones por la popa y afianzó los cabos que los sujetaban a la mesana. Dos marineros saltaron a la guindola, mientras el resto dejaba resbalar con cuerdas el gran cartel que los de abajo superpusieron al nombre de “Hamburg”. Desde el andamio colgante, ajustaron con puntas y pasadores la estructura con el nuevo nombre y de esta manera, en apenas media hora, la galeaza quedó discretamente rebautizada.

Dos horas más tarde, en la camareta del capitán, donde un marmitón les servía el almuerzo, aquél precisó que el cambio de nombre era una elemental medida de precaución que se adoptaba cada vez que la nave frecuentaba países enemigos de la Reforma de Lutero. Pero como el hombre menudo y aseado se mostrase dubitativo, el capitán Berger, que hablaba siempre con los ojos entrecerrados como si permanentemente escudriñase el horizonte, agregó, con la voz apolillada y bronca frecuente en los hombres que han vivido en el mar:

— El riesgo se evita fácilmente. El “Hamburg” tiene doble matrícula, en Hamburgo y en Venecia. Ambos nombres son, pues, legítimos. Usar uno u otro depende de nuestra conveniencia.

Acababan de tomar asiento alrededor de la mesa y Cipriano Salcedo reparó por vez primera en el tercer comensal, su vecino en la otra tienda de toldilla, a quien el capitán Berger había presentado como don Isidoro Tellería, sevillano, un hombre alto y flaco, rasurado, vestido totalmente de negro, que reconoció haber pasado en Ginebra el último medio año.

Cuando el capitán inició la conversación, él guardó silencio y tan sólo levantó la vista del plato cuando aquél preguntó a Salcedo por el “Doktor”.

Cipriano Salcedo carraspeó.
Vaciló al empezar a hablar. Era la reliquia que le había dejado el miedo al padre, a su mirada helada, a sus reproches, a sus toses espasmódicas en las mañanas de invierno.

No era tartamudez sino un leve tropiezo en la sílaba inicial, como un titubeo intrascendente:

— E... el Doctor está bien de salud, capitán. Si es caso un poco más magro y desencantado, las cosas distan de ir bien allí. Teme que Trento devuelva el problema a su origen, que no consigamos nada.

Éste ha sido el motivo de mi viaje: informarme. Conocer de cerca la realidad alemana, entrevistarme con Felipe Melanchton y adquirir libros...

— ¿Qué clase de libros?

— De todo tipo, especialmente los últimos editados. Hace tiempo que no entran libros en España.

El Santo Oficio acentúa su vigilancia. En este momento está revisando el Índice de libros prohibidos. Leer esos libros, venderlos o difundirlos constituyen de por sí graves delitos.

Hizo un alto Salcedo pensando que el capitán no se conformaría con su vaga respuesta y, en vista de su silencio, añadió:

— La que murió fue la madre del Doctor. La enterramos en el Convento de San Benito con cierta pompa, guardando debidamente las formas. Así y todo hubo murmullos y protestas en el funeral.

— ¿Doña Leonor de Vivero? —inquirió el capitán.

— Doña Leonor de Vivero, exactamente. En cierto modo ella fue en tiempos el alma del negocio en Valladolid.
El capitán Berger denegó con la cabeza, sonriendo. Tendría doce o quince años más que su interlocutor, una roja perilla y un pelo muy rubio, casi albino, más propio de un escandinavo que de un alemán.

Seguía observando las pequeñas manos de Salcedo con viva curiosidad, los ojos entrecerrados, y, paulatinamente, elevó la mirada hasta su rostro, reducido también, como reducidas y correctas eran sus facciones, dominadas por unos ojos sombríos y profundos. Para escapar de la sugestión del personaje, bebió medio vaso de vino de Burdeos, de una jarra colocada en el centro de la mesa, levantó los ojos y precisó:

— Creo que el alma del negocio en Valladolid fue siempre el “Doktor”. La madre fue uno de sus apoyos. Tal vez la que acogió la doctrina de la justificación con mayor entusiasmo. Al “Doktor” le conocí en Alemania, en Erfurt, cuando aún era un exasperado erasmista. Luego, al regresar a Valladolid, llevaba ya “la lepra” consigo.

Salcedo se revolvió inquieto.

Le ocurría siempre que creía haber dicho algo improcedente, tal vez otra reminiscencia de su temor filial:

— En realidad, lo que quería decir —aclaró— es que doña Leonor era la mujer fuerte, la que sostenía al Doctor en sus horas bajas y daba vida y sentido a los conventículos.

El capitán Berger prosiguió como si no le hubiera oído:

— No le devolví la visita al “Doktor” hasta ocho años más tarde. Fue aquél un viaje inolvidable a Valladolid. Tuve el honor de asistir a un conventículo presidido por el “Doktor” junto a su madre, doña Leonor de Vivero. Sin duda, esta mujer tenía una visión clara de las cosas, una idea inequívoca de lo esencial, aunque en sus modales mostrase un cierto autoritarismo.

La línea azul del mar subía y bajaba en la portilla, acorde con el leve balanceo del navío. También acompañaba a los comensales un reiterado crujido del mamparo de madera que separaba el pequeño refectorio de la camareta del capitán. Dijo Cipriano Salcedo asintiendo:

— Todos sus hijos la veneraban.

Les confortaba su fe. Uno de ellos, Pedro, párroco de Pedrosa, compartía con ella la afición de Lutero por la música porque entendía que la verdad y la cultura, para ser tales, deben marchar unidas.

El joven marmitón les servía ahora un plato de carne y, al concluir, colocó sobre la mesa otra jarra de tinto de Burdeos antes de ausentarse. El capitán vertió vino en el vaso de Salcedo. Tellería aún no lo había probado y seguía observando a Berger con una curiosidad de entomólogo, mientras cargaba de tabaco la cazoleta de su pipa, una pipa india, de barro, que los matuteros de los galeones introducían en Sevilla, junto con el tabaco, cuyo consumo empezaba a difundirse entre el pueblo pese a la enemiga de la Inquisición. El capitán aguardó a que el pinche cerrara la puerta corredera para decir:

— Al referirnos a Valladolid no debemos olvidar a un hombre clave, don Carlos de Seso, encarnación perfecta del macho veronés: apuesto, fuerte, inteligente y presumido. A mi entender, don Carlos de Seso es una figura imprescindible en el despertar del luteranismo castellano.

Cipriano Salcedo acariciaba a contrapelo su corta barba. Asentía de una manera mecánica, un poco forzada:

— Don Carlos de Seso es un hombre interesante, muy leído, pero hay algo oscuro en torno a su persona: ¿por qué marchó de Verona?

¿Por qué recaló en España? ¿Huía tal vez de algo o por simple espíritu de misión?

El capitán Berger no ocultaba ningún detalle que pudiera interpretarse como desconocimiento de la realidad luterana:

— Los papistas, en principio, aceptan a Seso, cuentan con él.