jueves, 11 de octubre de 2012

EL PALACIO DE LA MEDIANOCHE (Carlos Ruiz Zafón)




EL PALACIO DE LA MEDIANOCHE (Carlos Ruiz Zafón)




 
Edebé

  Para la Bruja, del Dragón…

  (Bujona: ¿Uta chu dagon? ¿Pise resio? ¿Ma dara chikei?)






Nunca  podré  olvidar  la  noche  que  nevó  sobre  Calcuta.  El calendario del orfanato del St. Patricks desgranaba los últimos días de mayo  de  1932  y  dejaba  atrás  uno  de  los  meses  más  calurosos  que recordaba la historia de la ciudad de los palacios.

Día  a día  esperábamos  con  tristeza y  temor  la  llegada de  aquel verano  en  que  cumpliríamos  los  dieciséis  años  y  que  habría  de significar  nuestra  separación  y  la  disolución  de  la  Chowbar Society, aquel club  secreto y  reservado a  siete miembros exclusivos que había sido nuestro hogar durante años en el orfanato. Allí crecimos sin otra familia que nosotros mismos y sin otros recuerdos que las historias que contábamos al llegar la madrugada en torno al fuego, en el patio de la vieja casa abandonada que se alzaba en  la esquina de Cotton Street y Brabourne Road, un caserón en  ruinas que habíamos bautizado como el  Palacio  de  la Medianoche.  No  sabía  entonces  que  aquella  era  la última vez que vería el  lugar en  cuyas  calles me  crié y  cuyo embrujo me ha perseguido hasta hoy.

No volví a Calcuta después de aquel año, pero siempre fui fiel a la promesa que todos hicimos en silencio bajo la lluvia blanca a orillas del  río Hooghly: no olvidar  jamás  lo  que  habíamos presenciado. Los años  me  han  enseñado  a  atesorar  en  la  memoria  cuanto  sucedió durante  aquellos  días  Y  a  conservar  las  cartas  que  recibía  desde  la ciudad maldita  y  que  han mantenido  viva  la  llama  de mi  recuerdo. Supe  así  que  nuestro  antiguo  palacio  fue  derribado  para  alzar  sobre sus  cenizas  un  edificio  de  oficinas  y  que  Mr.  Thomas  Carter,  el director del St. Patricks, falleció tras haber pasado los últimos años de su vida  en  la oscuridad, después de producirse  el  incendio que  cerró sus ojos para siempre.

Lentamente,  tuve  noticia  de  la  progresiva  desaparición  de  los escenarios en que vivimos aquellos días. La furia de una ciudad que se devoraba a sí misma y el espejismo del tiempo acabaron por borrar el rastro de los miembros de la Chowbar Society.

De  este  modo,  sin  elección,  tuve  que  aprender  a  vivir  con  el temor  de  que  esta  historia  se  perdiera  para  siempre  por  falta de  un narrador.

La ironía del destino ha querido que sea yo, el menos indicado, el peor  dotado  para  la  tarea,  quien  emprenda  la  labor  de  relatarla  y desvelar el secreto que hace ya tantos años nos unió y nos separó a  la
vez  para  siempre  en  la  antigua  estación  del  ferrocarril  de  Jheeter’s Gate. Hubiera  preferido  que  fuese  otro  el  encargado de  rescatar  esta historia del olvido, pero una vez más  la vida me ha mostrado que mi papel era el de testigo, no el de protagonista.

Durante todos estos años he guardado las escasas cartas de Ben y Roshan, atesoran-do los documentos que daban luz al destino de cada uno de los miembros de nuestra sociedad particular, releyéndolos una y otra vez  en voz  alta  en  la  soledad de mi  estudio. Quizá porque de algún modo intuía que la fortuna me había hecho depositario de la memoria  de  todos  nosotros.  Quizá  porque  comprendía  que,  de  entre aquellos siete muchachos, Yo siempre fui el más reticente al riesgo, el menos brillante y osado y, por tanto, el que más posibilidades tenía de sobrevivir.

Con  ese  espíritu,  en  la  confianza  de  que  no  me  traicionara  el recuerdo,  trataré  de  re-vivir  los  misteriosos  y  terribles  sucesos  que acontecieron durante aquellos cuatro ardientes días de mayo de 1932.

No será tarea fácil y apelo a la benevolencia de mis lectores hacía mi  torpe  pluma  a  la  hora  de rescatar  del  pasado  aquel  verano  de tinieblas  en  la  ciudad  de  Calcuta.  He  puesto  todo  mi  empeño  en reconstruir  la  realidad  y  en  remontarme  a  los  turbios  episodios  que habrían de  trazar  inexorablemente  la  línea de nuestro destino. No me queda  ya más  que  desaparecer  de  la  escena  y  permitir  que  sean  los propios hechos los que hablen por sí mismos.

Nunca  podré  olvidar  los  rostros  de  aquellos  muchachos asustados la noche en que nevó sobre Calcuta.

Pero, como mi amigo Ben me enseñó que siempre debía hacerse, empezaré mi historia por el principio…







El Retorno de la Oscuridad


Calcuta, mayo de 1916.

Poco  después  de  la  medianoche,  una  barcaza  emergió  de  la neblina nocturna que ascendía de  la superficie del río Hooghly como el  hedor  de  una  maldición. A proa, bajo la tenue claridad que proyectaba un candil agonizante asido al mástil, podía adivinarse la figura  de  un  hombre  envuelto en  una  capa  bogando trabajosamente hacia  la orilla  lejana. Más allá, al Oeste, el perfil de Fort William en el Maidán se erguía bajo  un manto  de  nubes  de  ceniza  a  la  luz  de  un infinito  sudario de faroles  y  hogueras que se extendía  hasta  donde alcanzaba la vista. Calcuta.

El  hombre  se  detuvo  unos  segundos  a  recuperar  el  aliento  y  a contemplar  la  silueta  de  la  estación  de  Jheeter's  Gate  que  se  perdía definitivamente en  la  tiniebla que  cubría  la otra orilla del  río. A  cada metro que  se  adentraba  en  la bruma,  la  estación de  acero y  cristal  se confundía  con  otros  tantos  edificios  anclados  en  esplendores olvidados. Sus ojos vagaron  entre  aquella  selva  de  mausoleos  de mármol ennegrecido por décadas de abandono y paredes desnudas a las que  la furia del monzón había arrancado su piel ocre, azul y dorada  y las había desdibujado como acuarelas  desvaneciéndose  en  un estanque.

Tan  sólo  la  certeza  de  que  apenas  le  quedaban  unas  horas  de vida,  quizá  unos  minutos,  le  permitió  continuar  la  marcha, abandonando en las entrañas de aquel lugar maldito a la mujer a quien había  jurado proteger  con  su propia vida. Aquella noche, mientras  el teniente  Peake  emprendía  su  último  viaje  a  Calcuta  a  bordo  de  una vieja  barcaza,  cada  segundo  de  su  vida  se  desvanecía  bajo  la  lluvia que había llegado al amparo de la madrugada.

Al  tiempo  que  luchaba  por  arrastrar  la  nave  hacia  la  orilla,  el teniente podía escuchar el llanto de los dos niños ocultos en el interior de la sentina. Peake volvió la vista atrás y comprobó que las luces de la
otra  barcaza  parpadeaban  apenas  un  centenar  de  metros  tras  él, ganando  terreno.  Podía  imaginar  la  sonrisa  de  su  perseguidor, saboreando la caza. Inexorable.

Ignoró las lágrimas de hambre y frío de los niños y dedicó todas las fuerzas que le restaban a pilotar la nave hasta el margen del río que venía a morir en el umbral del laberinto insondable y fantasmal de las calles de Calcuta. Doscientos años habían bastado para  transformar  la densa  jungla  que  crecía  alrededor del Kalighat  en una  ciudad donde Dios no se habría atrevido a entrar jamás.

  En pocos minutos  la  tormenta  se había  cernido  sobre  la  ciudad con  la  cólera de un  es-píritu destructor. A mediados de  abril y hasta bien entrado el mes de  junio,  la ciudad se consumía en  las garras del llamado  verano  indio.  Durante  esos  días,  la  ciudad  soportaba temperaturas  de  40  grados  y  un  nivel  de  humedad  al  filo  de  la saturación. Minutos  después,  bajo  el  influjo  de  violentas  tormentas eléctricas  que  convertían  el  cielo  en  un  lienzo  de  pólvora,  los termómetros podían descender 30 grados en cuestión de segundos.

El manto torrencial de la lluvia velaba la visión de los raquíticos muelles de madera podrida que se balanceaban sobre el río. Peake no cejó en su empeño hasta sentir el impacto del casco contra los maderos del muelle  de  pescadores  y,  sólo  entonces,  caló  la  vara  en  el  fondo fangoso y se apresuró a buscar a los niños, que yacían envueltos en una manta. Al  tomarlos  en  sus brazos,  el  llanto de  los bebés  impregnó  la noche como el rastro de sangre que guía al depredador hasta su presa. Peake los apretó contra su pecho y saltó a tierra.

A través de la espesa cortina de agua que caía con furia se podía observar  la  otra  barcaza  aproximándose  lentamente  a  la  orilla  como una  nave  funeraria.  Sintiendo  el  latigazo  del  pánico, Peake  corrió hacia  las calles que bordeaban el Maidán por el Sur y desapareció en las  sombras  de  aquel  tercio  de  la  ciudad  al  que  sus  privilegiados habitantes,  europeos  y  británicos  en  su  mayoría,  denominaban  la ciudad blanca.

Tan sólo albergaba una esperanza de poder salvar la vida de los niños, pero  estaba  aún  lejos del  corazón del  sector Norte de Calcuta, donde  se  alzaba  la morada  de  Aryami  Bosé.  Aquella  anciana  era  la única que podía ayudarle ahora. Peake se detuvo un instante y oteó la inmensidad  tenebrosa  del  Maidán  en  busca  del  brillo  lejano  de  los pequeños  fa-roles que dibujaban estrellas parpadeantes al Norte de  la ciudad. Las  calles oscuras y  enmascaradas por el velo de  la  tormenta serían  su mejor escondite. El  teniente asió a  los niños con  fuerza y  se alejó de nuevo en dirección Este, en busca del cobijo de las sombras de los grandes edificios palaciegos del centro de la ciudad.

Instantes  después,  la  barcaza  negra  que  le  había  dado  caza  se detuvo  junto al muelle. Tres hombres saltaron a  tierra y amarraron  la nave.  La  compuerta  de  la  cabina  se  abrió  lentamente  y  una  oscura silueta  envuelta  en  un  manto  negro  recorrió  la  pasarela  que  los hombres habían tendido desde el muelle, ignorando la lluvia. Una vez en  tierra  firme,  alargó  su  mano  envuelta  en  un  guante  negro  y, señalando  hacia  el  punto  donde  Peake  había  desaparecido,  esbozó una sonrisa que ninguno de sus hombres pudo ver bajo la tor-menta.

La carretera oscura y sinuosa que cruzaba el Maidán y bordeaba la fortaleza se había transformado en un barrizal bajo los envites de la lluvia. Peake  recordaba vagamente haber  cruzado aquella parte de  la ciudad  durante  sus  tiempos  de  luchas  callejeras  a  las  órdenes  del coronel Hewelyn, a plena luz del día y a las riendas de un caballo junto a  un  escuadrón  del  ejército  sediento  de  sangre.  El  destino, irónicamente,  le  llevaba  ahora  a  recorrer  aquella  extensión de  campo abierto  que  Lord  Clive  había  hecho  arrasar  en  1758  para  que  los cañones  de  Fort  William  pudieran  disparar  libremente  en  todas direcciones.  Pero  esta  vez,  él  era  la  presa.  El  teniente  corrió desesperadamente  hacia  la  arboleda,  mientras  sentía  sobre  él  las miradas  furtivas  de  silenciosos  vigilantes  ocultos  entre  las  sombras, habitantes  nocturnos  del Maidán.  Sabía  que  nadie  saldría  a  su  paso para  asaltarle  y  arrebatarle  la  capa  o  los  niños  que  lloraban  en  sus brazos. Los moradores  invisibles de  aquel  lugar podían oler  el  rastro de  la muerte pegada a  sus  talones y ningún alma osaría  interponerse en el camino de su perseguidor. Peake saltó las verjas que separaban el Maidán de Chowringhee Road y  se  internó  en  la  arteria principal de Calcuta. La majestuosa  avenida  se  extendía  sobre  el  antiguo  trazado del camino  que,  apenas  trescientos  años  antes,  cruzaba  la  jungla bengalí en dirección Sur, hacia el templo de Kali, el Kalighat, que había dado  origen  al  nombre  de  la  ciudad.  El  habitual  enjambre  nocturno que merodeaba en las noches de Calcuta se había retirado ante la lluvia y  la  ciudad  ofrecía  el  aspecto de un  gran  bazar  abandonado y  sucio. Peake sabía que la cortina de agua que ahogaba la visión y le servía de cobertura  en  la  noche  cerrada  podía  desvanecerse  tan  rápidamente como  había  aparecido.  Las  tempestades  que  se  adentraban  desde  el océano  hasta  el  delta  del  Ganges  se  alejaban  rápidamente  hacia  el Norte  o  hacia  el Oeste  tras  descargar  su  diluvio  purificador  sobre  la península de Bengala, dejando un rastro de brumas y calles anegadas por charcas ponzoñosas donde  los niños  jugaban sumergidos hasta  la cintura y donde los carromatos se quedaban varados igual que buques a la deriva.

Peake  corrió  rumbo  al  extremo  Norte  de  Chowringhee  Road hasta sentir que  los músculos de sus piernas flaqueaban y que apenas era capaz de seguir sosteniendo el peso de los niños en sus brazos. Las luces del  sector Norte parpadeaban en  las proximidades bajo el  telón aterciopelado de  la  lluvia. El  teniente era consciente de que no podría seguir manteniendo  aquel  ritmo  por mucho más  tiempo  y  de  que  la casa de Aryami Bosé aún se encontraba lejos de allí. Precisaba hacer un alto en la marcha.

  Se detuvo a recuperar el aliento oculto bajo las escalinatas de un viejo  almacén  de  telas  cuyos  muros  estaban  sembrados  de  carteles anunciando su pronto derribo por orden oficial. Recordaba vagamente haber inspeccionado aquel lugar años atrás bajo la denuncia de un rico comerciante que afirmaba que en su interior se ocultaba un importante fumadero de opio.

  Ahora, el agua sucia se filtraba entre los escalones desvencijados, recordaba  sangre  negra  brotando  de  una  herida  profunda.  El  lugar aparecía desolado y desierto. El teniente alzó a los niños hasta su rostro y  contempló  los ojos  aturdidos de  los bebés; ya no  lloraban, pero  se estremecían de  frío. La manta que  los cubría estaba empapada. Peake tomó las diminutas manos en las suyas con la esperanza de darles calor mientras  oteaba  entre  las  rendijas  de  la  escalinata  en  dirección  a  las calles que emergían del Maidán. No recordaba cuántos asesinos había reclutado  su perseguidor, pero  sabía que  sólo quedaban dos balas en su  revólver. Dos  balas  que debía  administrar  con  tanta  astucia  como fuera capaz de conjurar; había disparado el resto de la munición en los túneles de la estación. Envolvió de nuevo a los niños en la manta con el extremo  menos  húmedo  del  tejido  y  los  dejó  unos  segundos  en  un espacio de suelo seco que se adivinaba bajo una oquedad en  la pared del almacén.

Peake extrajo su revólver y asomó  la cabeza  lentamente bajo  los escalones. Al Sur, Chowringhee Road, desierta, semejaba un escenario fantasmal esperando el inicio de la representación. El teniente forzó la vista y reconoció la estela de luces lejanas al otro lado del río Hooghly. El sonido de unos pasos apresurados sobre el empedrado anegado por la lluvia le sobresaltó y se retiró de nuevo a las sombras.

Tres  individuos  emergieron  de  la  oscuridad  del  Maidán,  un oscuro  reflejo  de Hyde  Park  esculpido  en  plena  jungla  tropical.  Las hojas de los cuchillos brillaron en la penumbra como lenguas de plata candente.  Peake  se  apresuró  a  tornar  a  los  niños  de  nuevo  en  sus brazos  e  inspiró  profundamente,  consciente  de  que,  si  huía  en  ese momento,  los  hombres  caerían  sobre  él  al  igual  que  una  jauría hambrienta en cuestión de segundos.

El  teniente  permaneció  inmóvil  contra  la  pared  del  almacén  y vigiló a sus tres perseguidores, que se habían detenido un instante en busca  de  su  rastro.  Los  tres  asesinos  a  sueldo  intercambiaron  unas
palabras  ininteligibles  y  uno  de  ellos  indicó  a  los  otros  que  se separaran. Peake se estremeció al comprobar que uno de ellos, el que había dado  la orden de desplegarse,  se dirigía directamente hacia  las escaleras bajo  las  que  se  ocultaba. Por un  segundo,  el  teniente pensó que el olor de su temor le conduciría hasta su escondite.

Sus  ojos  recorrieron  desesperadamente  la  superficie  del  muro bajo  las  escalinatas  en  busca  de  alguna  abertura  por  la  que  huir.  Se arrodilló  junto  a  la  oquedad donde  había  dejado  reposar  a  los  niños segundos  antes  y  trató  de  forzar  los  tablones  desclavados  y reblandecidos  por  la  humedad.  La  lámina  de madera,  herida  por  la podredumbre,  cedió  sin  dificultad  y  Peake  sintió  una  exhalación  de aire  nauseabundo  que  emanaba  del  interior  del  sótano  del  edificio  ruinoso.  Volvió  la  vista  atrás  y  observó  al  asesino,  que  apenas  se encontraba a una veintena de metros del pie de la escalinata y blandía el cuchillo en sus manos.

Rodeó  a  los  niños  con  su  propia  capa  para  protegerlos  y  reptó hacia  el  interior  del  almacén.  Una  punzada  de  dolor,  a  unos centímetros por encima de la rodilla, le paralizó súbitamente la pierna derecha. Peake se palpó con manos temblorosas y sus dedos rozaron el clavo oxidado que se hundía dolorosamente en su carne. Ahogando el grito de agonía, Peake asió la punta del frío metal, tiró de él con fuerza y  sintió  que  la  piel  se  des-garraba  a  su  paso  y  que  la  tibia  sangre brotaba  entre  sus  dedos. Un  espasmo  de  náusea  y  dolor  le  nubló  la visión durante varios segundos. Jadeante, tomó de nuevo a los niños y se incorporó trabajosamente. Ante él se abría una fantasmal galería con cientos  de  estanterías  vacías  de  varios  pisos  formando  una  extraña retícula que se perdía en  las sombras. Sin dudarlo un  instante, corrió hacia  el  otro  extremo  del  almacén,  cuya  estructura  herida  de muerte crujía bajo la tormenta.

Cuando Peake emergió de nuevo al aire  libre después de haber atravesado cientos de metros en las entrañas de aquel edificio ruinoso,  descubrió  que  se  hallaba  a  un  centenar  escaso  de metros  del  Tiretta Bazar, uno de los muchos centros de comercio del área Norte. Bendijo su fortuna y se dirigió hacia el complejo entramado de calles estrechas y  sinuosas  que  componían  el  corazón  de  aquel  abigarrado  sector  de Calcuta, en dirección a la morada de Aryami Bosé.

Empleó diez minutos en  recorrer el camino hasta el hogar de  la última  dama  de  la  familia  Bosé.  Aryami  vivía  sola  en  un  antiguo caserón de estilo bengalí que se alzaba tras la espesa vegetación salvaje que  había  crecido  en  el  patio  durante  años,  sin  la  intervención  de  la mano del hombre, y que le confería el aspecto de un lugar abandonado y  cerrado.  Sin  embargo,  ningún  habitante  del  Norte  de  Calcuta,  un sector  también  conocido  como  la  ciudad  negra,  hubiera  osado traspasar  los  límites  de  aquel  patio  y  adentrarse  en  los  dominios  de Aryami  Bosé.  Quienes  la  conocían  la  apreciaban  y  respetaban  tanto como  la  temían. No  había  una  sola  alma  en  las  calles  del Norte  de Calcuta  que  no  hubiera  oído  hablar  de  ella  y  de  su  estirpe  en  algún momento de su vida. Entre las gentes de aquel lugar, su presencia era comparable a la de un espíritu: Poderosa e invisible.

Peake  corrió  hasta  el  portón  de  lanzas  negras  que  abría  el sendero  tomado  por  los  arbustos  en  el  patio  y  se  apresuró  hasta  las escalinatas de mármol quebrado que ascendían a  la puerta de  la casa.
Sosteniendo  a  los  dos  niños  con  un  brazo,  llamó  repetidamente  a  la puerta con el puño, esperando que el fragor de la tormenta no ahogase el sonido de su llamada.

El teniente golpeó la puerta por espacio de varios minutos, con la vista fija en las calles desiertas a su espalda y alimentando el temor de  ver  aparecer  a  sus  perseguidores  en  cualquier momento.  Cuando  la puerta  cedió  ante  él,  Peake  se  volvió  y  la  luz  de  un  candil  le  cegó mientras una voz que no había escuchado en cinco años pronunciaba su  nombre  en  voz  baja.  Peake  se  cubrió  los  ojos  con  una  mano  y reconoció el semblante impenetrable de Aryami Bosé.

La mujer leyó en su mirada y observó a los niños. Una sombra de dolor se extendió sobre su rostro. Peake bajó la mirada.

 -Ella  ha  muerto,  Aryami  -murmuró  Peake-. Ya  estaba  muerta cuando llegué…

Aryami cerró los ojos y respiró profundamente. Peake comprobó que la confirmación de sus peores sospechas se abría camino en el alma de la dama como una salpicadura de ácido.

 -Entra -le dijo finalmente, cediéndole el paso y cerrando la puerta a sus espaldas.

Peake  se  apresuró  a  depositar  a  los  niños  sobre  una mesa  y  a despojarles  de  las  ropas  mojadas.  Aryami,  en  silencio,  tomó  paños secos  y  envolvió  a  los  niños  mientras  Peake  avivaba  el  fuego  para hacerles entrar en calor.

 -Me siguen, Aryami -dijo Peake-. No puedo quedarme aquí.

 -Estás herido -Indicó la mujer señalando la punzada que el clavo del almacén le había producido.

 -Es  solamente  un  rasguño  superficial  -indicó  Peake-.  No  me duele.

Aryami  se  acercó  hasta  él  y  tendió  su  mano  para  acariciar  el rostro sudoroso de Peake.

 -Tú siempre la quisiste…

No hay comentarios:

Publicar un comentario